Cuándo y por qué murió el catarismo, aquella Iglesia cristiana disidente que había sido objeto de una feroz persecución por parte de la Iglesia de Roma? ¿Qué sabemos del último cátaro conocido, Guilhem Belibasta? Para responder a estas preguntas es preciso comenzar con una puntualización. Según los bons homes –los «buenos hombres», como eran conocidos popularmente los cátaros en el Languedoc (el sur de la Francia actual)–, la muerte de su Iglesia no se produciría debido a la persecución, sino por un efecto indirecto de la misma. Ocurriría cuando llegara el temible día en que el último de sus miembros ya no estuviera en condiciones de conferir a su sucesor el único sacramento de los cátaros: el llamado consolamentum. Este «bautismo del fuego y el Espíritu» se transmitía mediante un ritual que finalizaba con el gesto litúrgico de la imposición de las manos y del libro de los Evangelios sobre la cabeza del receptor.
Cuando llegara ese día tan aciago, el rebaño disperso de los creyentes se quedaría para siempre sin pastor: aunque siguieran poseyendo la entendensa del bé («la comprensión del bien») no habría ningún miembro de la Iglesia que pudiera predicarles la buena nueva del Evangelio o que pudiera acompañarles en la hora de su agonía, aquel momento crucial en que la recepción de dicho bautismo salvador abría las puertas del Paraíso al espíritu aprisionado que anidaba en su cuerpo corruptible. Así, con esa dramática interrupción, se rompería la filiación apostólica, es decir, la línea directa que mantenía a los cátaros unidos a los apóstoles de Jesús de Nazaret a lo largo de los siglos. Ésa sería, pues, la muerte definitivade la Gleisa de Dio, la Iglesia cátara, que a principios del siglo XIII estaba ampliamente extendida por el Languedoc.
La primera cruzada en europa
Inocencio III, el pontífice supremo de la otra Iglesia (la que para los cátaros era la Iglesia usurpadora, la Iglesia de los lobos, la Iglesia malvada que se había apartado del recto camino), se había propuesto acabar de una vez por todas con aquella perniciosa «peste herética» que había plantado sus raíces en el corazón mismo de la Cristiandad. Y dispuso sucesivamente todos los instrumentos necesarios, primero pacíficos y después violentos, para lograr su pura y simple desaparición de la faz de la tierra.

Expulsión de los cátaros de Carcasona
En esta miniatura de las Crónicas de Francia se representa la expulsión de los cátaros de Carcasona tras la conquista de la ciudad por los cruzados, en 1209.
Maestro de Boucicaut/Wikimedia Commons
Descartadas, por ineficaces o demasiado lentas, vías de carácter pacífico tales como el envío de legados del papa, la celebración de debates con los cátaros o la predicación de los dominicos (la nueva orden mendicante fundada por Domingo de Guzmán), el pontífice hizo un llamamiento a los príncipes fieles a la Iglesia de Roma para que formaran un ejército que invadiera las tierras infestadas por el catarismo, al estilo de las cruzadas que se desarrollaban en Oriente. Semejante método contrastaba con el quinto mandamiento («no matarás»), pero la Iglesia de Roma destilaba desde hacía varias décadas una doctrina que justificaba el recurso a la violencia cuando se trataba de luchar contra los infieles, ya fuera en Tierra Santa o en tierra cristiana.
Así se llegó a la sangrienta campaña militar que la historia ha bautizado con el nombre de «cruzada albigense». Se desarrolló en dos fases a lo largo de veinte años, entre 1209 y 1229, y llevó a la implicación directa y determinante del rey francés, Luis VIII el León, en favor de los cruzados. Al final se saldó con una clara victoria del ejército ocupante, que permitió anexionar a la Corona de Francia los territorios mediterráneos del actual Mediodía galo.
Nace la inquisición
La cruzada terminó con una victoria militar y política, pero no logró el objetivo que teóricamente la había motivado: la exterminación de la herejía. A pesar de los centenares de cátaros que murieron en la hoguera, más bien sucedió lo contrario: provocó la identificación de la Iglesia disidente con su pueblo perseguido, y el ejemplo de los mártires permitió la continuidad de la Gleisa de Dio.
El papa Gregorio IX halló entonces un nuevo instrumento para erradicar la herejía: un procedimiento especial de «encuesta sobre la perversidad herética» (Inquisitio heretice pravitatis), la Inquisición pontificia o monástica, un auténtico tribunal de excepción. Su creación, en abril de 1233, supuso un considerable cambio con respecto a la situación anterior. Hasta entonces, la persecución de los herejes había correspondido a los obispos locales —la inquisición episcopal—, demasiado atados por los intereses de sus diócesis. Los nuevos tribunales religiosos, confiados a los dominicos y a los franciscanos, dependían únicamente del papa.

Juicio de la Inquisicón
Juicio realizado por la Inquisición en la plaza Mayor de Madrid.
La Inquisición funcionaba como un tribunal itinerante, integrado habitualmente por el inquisidor y un compañero de su misma orden, un notario, copistas, hombres de armas, nuncios, observadores y carceleros. Podía auxiliarse de vicarios, lugartenientes o consejeros. Su trabajo consistía en tomar declaración a todas las personas mayores de edad (14 años para los hombres, 12 años para las mujeres) para extirpar de su conciencia toda creencia herética y lograr, mediante las delaciones y el terror, la captura y eliminación sistemática de los herejes. Su labor finalizaba con la imposición de una variada gama de sanciones: multas, peregrinaciones forzosas, porte de cruces, presidio y, finalmente, muerte en la hoguera, que la Iglesia encargaba al brazo secular o poder civil. La acción pertinaz y sostenida de la Inquisición a lo largo de un siglo, con sus actas notariales, sus condenas y su método del terror, no sólo supuso la eliminación física de un gran número de cátaros, sino la destrucción del tejido social que sostenía a la Iglesia disidente.
Belibasta, el hereje fugitivo
El último de los bons homes conocidos es Guilhem Belibasta, un personaje singular que tuvo una vida agitada y bastante dramática. De familia rica, campesina y cátara, tuvo que huir abandonando a su mujer tras matar a un pastor católico del arzobispado de Narbona que quería denunciarlos a todos ante la Inquisición.
Poco después, en 1307 o 1308, fue ordenado «buen cristiano» y, tras haber sido encarcelado en Carcasona y conseguir escapar, acabó refugiándose en Cataluña y en Valencia, donde alternó su trabajo de tejedor y fabricante de peines con el de pastor de ovejas. En 1310 vivió en Berga, y luego siguió una larga ruta que le llevó a Lérida, Tortosa, Morella y San Mateo, en el Maestrazgo, donde formó una pequeña comunidad de cátaros exiliados. Presa del temor a ser descubierto y representando a una Iglesia sin duda ya en fase decadente, vivió en concubinato y luego casó a su compañera con otro pastor. Pero ello no fue óbice para que mantuviera siempre una conciencia atenta a sus obligaciones religiosas con respecto a sus compañeros.
Por último, fue víctima de una trampa urdida por el inquisidor Jacme Fornier y vendido por un agente doble, Arnau Sicre. Fornier, obispo de Pamiers, prometió a Sicre que, si volvía con un hereje huido, podría recuperar el patrimonio del que había sido desposeído a causa del catarismo que profesaba su madre. Sicre marchó a Cataluña y localizó a Belibasta, a quien logró atraer con engaños hasta Tírvia, una polación del norte de Cataluña que estaba bajo jurisdicción del conde de Foix. Allí fue detenido, y finalmente pereció quemado vivo en Villerouge-Termenès, en 1321.

Villerouge- Termenès
En Villerouge-Termenès pereció quemado Guilhem Belibasta, el último bon home del Lenguadoc. Su muerte marca el fin del catarismo en Francia, donde se había arraigado profundamente.
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La Gleisa de Dio había muerto ya, pues no quedaban bons homes que pudieran administrar el consolamentum. Los últimos rastros del catarismo occitano nos llevan a algunas condenas y hogueras de creyentes a fines de la década de 1320. En Francia y los países germánicos, el catarismo había sido extirpado ya en el primer tercio del siglo XIII. En Italia, había prácticamente muerto a principios del siglo XIV, pero aún podía encontrarse algún rastro del mismo hasta un siglo después. En Bosnia, su último reducto, los «buenos cristianos» resistieron hasta la conquista turca, en el siglo XV: sus descendientes, atrapados entre la Iglesia latina y la Iglesia griega, optarían por la fe musulmana.