En los relieves monumentales de los antiguos templos y en joyas exquisitamente labradas aparece una y otra vez, durante tres milenios de civilización faraónica, una escena que muestra al soberano de Egipto en la plenitud de su poder: el rey blande su maza mientras sujeta por los cabellos a los enemigos que, derrotados y postrados a sus pies, aguardan el golpe fatal. Pero éste no llega jamás. El faraón nunca deja caer su brazo sobre las cabezas de los vencidos. Y estos, humillados y atemorizados, permanecen encogidos para siempre ante un adversario invencible.
Así aparece el rey de Egipto desde los albores de la historia, en la llamada paleta de Narmer, monarca de la dinastía I. Lo que caracteriza y da fuerza a esta escena es que el soberano levanta su brazo pero nunca ejecuta el golpe, de modo que la amenaza perdura eternamente; si golpease, la acción habría concluido. En adelante, los faraones repetirán el gesto de Narmer: los forjadores del Imperio egipcio, como Tutmosis III y Ramsés II, plasmarán su imagen victoriosa con gran rotundidad desde el recinto sagrado de Karnak, en Tebas, hasta Abu Simbel, a las puertas de Nubia.
la virtud de la magia
Los egipcios lograron comunicar por medio de símbolos los más diversos conceptos, y el del soberano triunfante no fue una excepción. Ya durante el IV milenio a.C., en el período Predinástico, antes de la unificación del país, encontramos objetos con la imagen de un personaje fuerte –tal vez el rey– representado como un león o un toro que vence a los enemigos. Más adelante veremos a los enemigos de Egipto representados como nueve arcos. Una escultura del faraón Djoser, de la dinastía III, pisa los arcos; y dos mil trescientos años más tarde aparecen en el zócalo de una estatua de Nectanebo II, rey de la dinastía XXX.
¿Por qué perduran durante tanto tiempo las representaciones simbólicas del rey victorioso, ya sea con los enemigos sujetos por los cabellos o como arcos hollados por los pies del soberano? Encontramos la respuesta en el pensamiento egipcio, que recurría a los mitos y a la magia para explicar sus ideas sobre la divinidad y el orden del universo.
La imagen del faraón que amenaza al enemigo resume los mitos de la creación y de la realeza. Éstos descansan en un concepto fundamental: la maat, el orden que el ser supremo instauró el día de la creación y que debe seguir rigiendo todas las cosas; de lo contrario, el mundo que conocemos volvería al caos, a la no existencia. El rey, como descendiente de ese ser supremo, es dios en la tierra y, por tanto, es quien debe y puede mantener el orden; para ello lucha contra el caos personificado en los enemigos de Egipto.
La imagen del faraón que amenaza al enemigo resume los mitos de la creación y de la realeza.

Ramsés II vence a sus enemigos en este relieve del templo de Abu Simbel.
Ramsés II vence a sus enemigos en este relieve del templo de Abu Simbel.
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Considerada en clave simbólica, la escena del rey que levanta su maza amenazando al enemigo adquiere dimensiones cósmicas. Ya no vemos en ella a seres humanos, sino a un dios que defiende la continuidad del universo ordenado contra el caos. No importa si el enemigo es libio, asiático, nubio o beduino; lo que cuenta es que el faraón lo domina, que controla las fuerzas de la destrucción. El orden, la maat, prevalece gracias al monarca, y ésa es la idea que muestran relieves y pinturas desde el período Predinástico hasta la época romana; una idea que justificó el poder absoluto del soberano y tranquilizó a su pueblo. Esta amenaza contra el orden cósmico se encarnó en enemigos reales, en pueblos por los que a veces Egipto se sintió amenazado, y a los que en otras ocasiones quiso sojuzgar y explotar.
la integridad territorial de egipto
El principal objetivo militar de Egipto fue preservar su integridad territorial. Por una parte, se defendió contra los intentos de invasión de los pueblos vecinos. Por otra parte, sus campañas en el exterior no iban encaminadas tanto a la anexión de territorios como a ocupar posiciones para alejar lo más posible a los enemigos de las fronteras naturales del Estado egipcio y, de paso, someter a pueblos vasallos que aportaran tributos.
Egipto se defendió contra los intentos de invasión de los pueblos vecinos.

Ruinas de la fortaleza de Buhen, en Nubia, antes de ser cubierta por las aguas del Nilo tras la construcción de la gran presa de Asuán.
Ruinas de la fortaleza de Buhen, en Nubia, antes de ser cubierta por las aguas del Nilo tras la construcción de la gran presa de Asuán.
Foto: UNESCO (CC BY-SA 3.0 IGO)
Al sur, los faraones construyeron fortalezas a lo largo del Nilo para defenderse de los ataques de los nubios, contrarios a su expansión meridional. Al oeste, en el desierto occidental, mantuvieron una pugna intermitente con los libios por la ocupación de los oasis. Y en Asia, las grandes campañas militares de Egipto, que empezaron en el Imperio Nuevo, se dirigieron contra enemigos de diversa envergadura: pequeños grupos de beduinos, como los shasu de Palestina; estratégicas ciudades-estado de Palestina y Siria, cuyos pactos con unas potencias u otras alteraban el equilibrio político de la zona; reinos como Amurru y Mitanni, del norte de Siria; y grandes imperios como los de hititas, asirios y babilonios.
El adversario del sur: los nubios
Egipto nunca consideró a Nubia un país extranjero, sino una parte menos importante de su pro- pio territorio. Los egipcios reclutaron a sus vecinos del sur como soldados auxiliares ya en tiempos del Imperio Antiguo, en el III milenio a.C., cuando el ejército faraónico no era profesional y los combatientes de cada campaña militar se reclutaban entre la población civil. Cuando se formaron unidades de soldados profesionales (ya concluido el Imperio Antiguo), Nubia proporcionó buenos arqueros y los medjai, un cuerpo de policía especializado que formó parte del ejército egipcio que expulsó a los invasores hicsos.
Ya durante el Imperio Medio, en el II milenio a.C., Egipto llevó a cabo una progresiva expansión en Nubia y construyó poderosas fortalezas al sur de la primera catarata del Nilo. Buen ejemplo de ello es la inscripción de una estela hallada en la fortaleza de Semneh, en Nubia, erigida por el faraón Sesostris III, en la que éste manifiesta su desprecio hacia los nubios: "No son gente digna de respeto, son miserables de corazón cobarde. Su Majestad lo ha visto [...]. He capturado a sus mujeres, me he traído a sus familiares [...], he arrebatado su ganado, he cortado su cereal y le he prendido fuego. Yo he dicho la verdad, sin que exageración alguna haya salido de mi boca".
Egipto llevó a cabo una progresiva expansión en Nubia y construyó poderosas fortalezas al sur de la primera catarata.

Un grupo de prisioneros nubios representados en un relieve del templo de Abu Simbel.
Un grupo de prisioneros nubios representados en un relieve del templo de Abu Simbel.
Foto: iStock
Mientras, al sur de la tercera catarata se estaba formando el reino nubio de Kush, que resultaría ser un incómodo adversario de Egipto. Durante la dinastía XVIII, Tutmosis I destruyó Kerma, la capital de Kush, y remontó el Nilo hasta Tebas con el cadáver del rey kushita balanceándose boca abajo en la proa de su barco. Las tropas del faraón llegaron más allá de la cuarta catarata, el punto más meridional jamás alcanzado por el ejército egipcio. Pero a Tutmosis no le interesaba ocupar el territorio, sino controlar sus minas y la navegación por el Nilo, de manera que estableció un pacto de vasallaje con los dirigentes locales y la zona quedó bajo la influencia egipcia.
La gran irrupción de los nubios en Egipto se produjo seiscientos años más tarde, en el siglo VIII a.C., cuando los kushitas avanzaron desde su capital, Napata, para ampliar sus fronteras hacia el norte. Esta expansión culminó en tiempos del rey Piankhy, que completó la conquista de Egipto; con él comenzó la dinastía XXV. Cinco faraones de la familia real kushita gobernaron Egipto en nombre del dios Amón y respetando las tradiciones egipcias, aunque sus sepulturas no están en las necrópolis reales egipcias, sino en El Kurru y en Nuri, cerca de Napata.
El enemigo occidental: los libios
Aunque conocemos como libios a todos los habitantes del desierto occidental, éstos no constituían un solo pueblo, sino que conformaban un conglomerado de diversas tribus que los egipcios dividieron en dos grandes grupos: los tjehenu, que ocupaban la zona próxima a la frontera de Egipto, y los tjemehu, pueblos del interior del desierto que probablemente descendían de los bereberes del Sahara. Las dos tribus libias más destacadas fueron los libu y los mesheuesh, seminómadas que se dedicaban al pastoreo y a la agricultura en los oasis. Egipto contó con ellos por ser buenos conocedores del desierto, recolectores y prospectores de minerales, y también los empleó como soldados. Pero los egipcios siempre percibieron como una amenaza la atracción que estos vecinos nómadas sentían por las riquezas del fértil país del Nilo.
Los libios se convirtieron en una amenaza importante durante la dinastía XIX. Seti I sofocó un intento de incursión, éxito que conmemoró en los relieves del templo de Karnak donde aparece en su carro pisoteando a los vencidos. Su hijo, Ramsés II, construyó fortalezas a lo largo de la frontera occidental del delta del Nilo para repeler un posible ataque, aunque fue su sucesor, Merneptah, quien defendió a Egipto de la invasión de los libios. Cien años más tarde, los libios atacaron de nuevo el país durante el reinado de Ramsés III. Los relieves del inmenso templo funerario de este faraón en Medinet Habu son una fuente de información esencial sobre sus guerras contra los libios, a los que repelió en dos ocasiones.
Ramsés II construyó fortalezas a lo largo de la frontera occidental del delta del Nilo para repeler un posible ataque libio.

Prisioneros libios representados en un relieve del templo de Ramsés III en Medinet Habu.
Prisioneros libios representados en un relieve del templo de Ramsés III en Medinet Habu.
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La primera vez, los derrotados fueron los libu, que regresaron al desierto, aunque siguieron infiltrándose a través de la frontera. La segunda vez, el rey se enfrentó a los mashauash, los venció y capturó al hijo de Kaper, su rey. Este marchó a Egipto para pedir al faraón que liberase a su vástago, pero Ramsés lo hizo prisionero también a él. Finalmente, el faraón trasladó a los mashauash cautivos a Bubastis, al este del Delta. Allí se integraron en la sociedad egipcia y aumentaron su influencia, hasta el punto de que un jefe de estos mashauash de Bubastis (llamados ma) llegó a reinar como Seshonk I y fundó la dinastía XXII, a la que siguieron otras dos dinastías libias.
La amenaza oriental: los asiáticos
Fue en Asia donde los egipcios se enfrentaron a sus más peligrosos enemigos. Ya en tiempos de las primeras dinastías podemos reconocer rasgos étnicos asiáticos en representaciones del enemigo vencido por el faraón y en otras de cautivos maniatados. Pero la amenaza proveniente del Próximo Oriente sólo adquirió grandes proporciones ya terminado el Reino Medio, durante el Segundo Período Intermedio, época en la que los hicsos –un pueblo nómada– invadieron el país del Nilo y se instalaron en el este del Delta.
Allí, desde Avaris, los reyes hicsos gobernaron gran parte de Egipto hasta que fueron expulsados por los príncipes de Tebas, considerados los legítimos dirigentes de Egipto. Un texto de la época, la denominada Tablilla Carnarvon, relata un episodio de esta lucha protagonizado por Kamose, hermano de Amosis, el tebano vencedor de los hicsos: "Yo he viajado río abajo como un campeón para expulsar a los asiáticos, en el mandato de Amón, exacto de consejos. Mi valiente ejército estaba frente a mí como una ráfaga de fuego; tropas de medjai eran la avanzada de nuestras fortificaciones, para buscar a los asiáticos, para destruir sus lugares [...]. Arrasé sus murallas, maté a su gente [...]. Mi ejército era como los leones".
Desde Avaris, los reyes hicsos gobernaron gran parte de Egipto hasta que fueron expulsados por los príncipes de Tebas.

Prisioneros asiáticos representados en un relieve de Abu Simbel.
Prisioneros asiáticos representados en un relieve de Abu Simbel.
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La victoria tebana, en torno a 1550 a.C., fue un acontecimiento trascendental: con Amosis, fundador de la dinastía XVIII, comienza el glorioso Imperio Nuevo, durante el cual Egipto tuvo que hacer frente a poderosos enemigos en el Próximo Oriente. La experiencia de la dominación hicsa caló en el ánimo de los primeros sucesores de Amosis, que ocuparon territorios en la zona de Siria y Palestina a fin de utilizarlos como escudo para proteger las fronteras de Egipto.
Esta región estaba organizada en ciudades-estado que se coaligaban entre sí o sobre las que imponían su tutela los reinos que se sucedían en el Próximo Oriente, como Mitanni (en el actual Irak) o los hititas (en Anatolia). Tutmosis III, por ejemplo, se enfrentó a una alianza de ciudades-estado liderada por el príncipe de Qadesh y la venció tras asediar la fortaleza de Megiddo durante siete meses. Las campañas de este rey entre 1468 y 1436 a.C. facilitaron la ocupación de buena parte de Palestina, convertida, así, en la plataforma de nuevas empresas militares que amplia- ron la influencia egipcia hasta el Éufrates.
De la guerra a la paz
Durante el Imperio Nuevo, Egipto y las potencias asiáticas, como Mitanni y los hititas, se disputaron la hegemonía sobre Siria y Palestina. Mitanni fue un enemigo importante hasta que Tutmosis IV firmó la paz, que se consolidó mediante su matrimonio con varias princesas mitannias. Esta política fue seguida por su hijo Amenhotep III, que se casó con la mitannia Giluhepa, como relata un escarabeo conmemorativo del acontecimiento: "Maravillas traídas para su majestad: Giluhepa, la hija del príncipe de Naharina, Satirna, y las mejores [mujeres] de su harén".
Tutmosis IV firmó la paz con Mitanni, que se consolidó mediante su matrimonio con varias princesas de este país.

Estatua que representa a Amenhotep III como un joven faraón.
Estatua que representa a Amenhotep III como un joven faraón.
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Cuando el reino de Mitanni se hundió a manos de los hititas, en el siglo XIV a.C., éstos se perfilaron como los nuevos grandes enemigos asiáticos de Egipto. El enfrentamiento entre ambos imperios llegó a su apogeo en tiempos de Ramsés II y culminó en la batalla de Qadesh (1274 a.C.) –de resultado, al parecer, más bien favorable a los hititas–. Al final, Ramsés firmó con estos el primer tratado de paz que registra la historia, que puso fin a largos años de hostilidades y por el que ambos bandos adquirieron el compromiso de no atacarse y de defenderse mutuamente, acuerdo que se cumplió hasta que, hacia 1200 a.C., el Imperio hitita sucumbió a manos de los Pueblos del Mar, una agresiva confederación de gentes procedentes de distintos puntos del Mediterráneo.
El último enemigo
Aunque, a diferencia de los hititas, Egipto resistió el embate de estos invasores –fue Ramsés III, el vencedor de los libios, quien los rechazó– sus días como gran potencia estaban contados. El vacío que el hundimiento hitita dejó en el Próximo Oriente fue colmado sucesivamente por nuevos y agresivos imperios: los asirios (que invadieron el país del Nilo), los babilonios y más tarde los persas, varios de cuyos reyes se proclamaron faraones. Alejandro Magno expulsó a los persas de Egipto, que conoció su última época de esplendor como reino independiente bajo la dinastía de los Ptolomeos, fundada por un general del propio Alejandro en el siglo IV a.C.
El vacío que el hundimiento hitita dejó en el Próximo Oriente fue colmado sucesivamente por nuevos y agresivos imperios.

Cleopatra junto a su hijo Cesarión. Relieve del templo de Hathor en Dendera.
Cleopatra junto a su hijo Cesarión. Relieve del templo de Hathor en Dendera.
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Pero la historia se mostraría inexorable con Egipto. En los doscientos años que siguieron, el mundo cambió; el centro político del Mediterráneo se desplazó de Oriente a Occidente, donde había surgido una nueva potencia: Roma. Fue el último enemigo de un Egipto ya caduco, al que Augusto, el primer emperador, doblegó definitivamente: en 30 a.C. convirtió la milenaria tierra de Kemet (como llamaron los egipcios a su país) en una provincia romana. Los antiguos conceptos de maat y caos quedaron diluidos en el nuevo orden impuesto por Roma, y ningún otro faraón volvió a empuñar su maza para amedrentar a los enemigos de su pueblo y de los dioses.