A los 22 años, Austen Henry Layard era un joven abogado inglés que llevaba seis años trabajando en el despacho de su tío. Cansado de la rutina, decidió trasladarse a Ceilán, en teoría para ocupar un puesto en la administración colonial británica junto a su padre, y en realidad para cumplir su gran sueño de adolescencia: recorrer las tierras del Próximo Oriente, cuna de las antiguas y misteriosas civilizaciones de Mesopotamia.
Entre el otoño de 1839 y el invierno de 1840, Layard y un amigo recorrieron Asia Menor y Siria. En este último país contemplaron un paisaje salpicado por extrañas colinas artificiales, llamadas tell por los lugareños. Una de ellas llamó a especialmente la atención de Layard, por su gran tamaño y forma piramidal. Era conocida con el nombre de Nimrud, un personaje bíblico venerado también por los musulmanes y al que se atribuía la fundación de Nínive o Assur. Layard pensó que allí se podría encontrar una importante ciudad asiria.
En lugar de ir a Ceilán, Layard se instaló en Constantinopla, donde entró al servicio del embajador británico, sir Stratford Canning. Pero su mente seguía puesta en aquel enigmático montículo, hasta que en 1845 obtuvo un permiso y algo de dinero para explorarlo.
Empiezan los trabajos
La excavación de Nimrud no fue fácil, entre otras cosas a causa del despótico gobernador local, que mantenía aterrorizada a la población. Tras llegar a Mosul, Layard no reveló a nadie su propósito y marchó a la colina armado con una escopeta y una lanza, como si fuera a cazar jabalíes. Ya en la zona, se ganó el apoyo de un jefe beduino, que le dio protección y le proporcionó seis hombres como mano de obra.
En vísperas de iniciar las excavaciones, Layard no podía contener su nerviosismo: "Aquella noche apenas pude dormir. Mis esperanzas tanto tiempo acariciadas pronto se iban a hacer realidad o acabarían en una gran decepción. Imágenes de palacios enterrados, de monstruos gigantescos, de figuras esculpidas e infinitas inscripciones flotaban ante mí". Pero al día siguiente, nada más empezar a excavar, vio como eran satisfechas sus mejores expectativas. "Por todas partes aparecían cerámica rota y restos de ladrillos cubiertos de inscripciones cuneiformes –escribió más tarde–. Los árabes se unieron en mi búsqueda y me trajeron gran cantidad de objetos, entre los cuales se hallaba un fragmento de relieve". Un obrero lo condujo hasta una gran pieza de alabastro que emergía del suelo: era la parte superior de un relieve, junto al que aparecieron otros. Sin duda, se trataba de un gran palacio asirio.
La capital asiria
Al principio, Layard creyó que el yacimiento era la antigua Nínive. No fue hasta 1850 cuando el hallazgo de una inscripción revelaría que se trataba en realidad de Kalhu, una ciudad fundada en el siglo XIII a.C. y que se convirtió en capital de Asiria bajo Assurnasirpal II, en el año 879 a.C. Al inicio de las excavaciones, Layard había localizado el palacio de este rey, empezando por la primera habitación o Sala A. Enseguida aparecerían los restos de los palacios de Assurnasirpal II, Salmanasar III, Tiglatpileser III y Asarhadón, la ciudadela y la inmensa muralla de adobe que rodeaba la antigua Kalhu.
La noticia del hallazgo se difundió por la zona y despertó el interés del gobernador turco, especialmente cuando supo que entre las ruinas habían aparecido figuras y algún objeto de oro. Decidido a apropiarse del botín, declaró que el yacimiento era un cementerio islámico y que, por tanto, excavarlo era un sacrilegio, y para demostrarlo ordenó a sus hombres que colocaran lápidas en el lugar a escondidas. Un policía reveló a Layard la artimaña y éste la denunció al bajá, pero no tuvo que esperar su respuesta: la población se sublevó contra el gobernador e hizo que lo encarcelaran.
Un temible león
La guinda de la excavación de Layard fue el hallazgo de trece pares de leones y toros alados con cabeza humana, que custodiaban las puertas del palacio de Assurnasirpal II. Su descubrimiento motivó una divertida anécdota. Cuando apareció la cabeza del primer coloso, los obreros, impresionados por su tamaño y su talla realista, pensaron que era Nimrud en persona. La voz se corrió y los beduinos de la zona, disparando sus escopetas al aire, acudieron a contemplar la aparición. Un obrero corrió a difundir la noticia en el mercado de Mosul, lo que hizo que las autoridades quisieran paralizar la excavación para proteger aquella figura sagrada. Pero Layard logró convencerles de que no era un cuerpo humano, sino una estatua de piedra.
En 1847, los colosos fueron desmontados y llevados en balsa por el Tigris, para finalmente ser embarcados rumbo a Londres, donde quedaron expuestos en el Museo Británico junto con numerosos relieves. Al mismo tiempo que el francés Paul Émile Botta, que había descubierto los restos de Khorsabad, la capital de Sargón II, Layard había contribuido a revelar al mundo una civilización que había permanecido sepultada más de dos milenios.
Para saber más
Dioses, tumbas y sabios. C. W. Ceram. Destino, Barcelona, 2001.