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Nefertiti, en su versión más popular, es un busto de algo menos de medio metro expuesto en el Museo Egipcio de Berlín, aunque en el fondo es uno de los mayores testimonios de la dificultad de entender el pasado remoto. Todo comenzó cuando el arqueólogo Ludwig Borchardt dijo haber descubierto en Amarna una escultura en piedra caliza que representaba a la esposa del faraón reformador Akhenatón. El busto hizo de esta reina del siglo XIV a.C. una rutilante estrella mediática.
Nadie dudó de su autenticidad porque su existencia significaba que en el origen existió el mismo impulso estético que a comienzos del siglo XX se recuperaba con el modern style, el modernismo, a cuyo sentido artístico se adaptaba como un anillo al dedo. Su pose, su propio atractivo sexual, ese rasgo andrógino de mujer que tanto exalta la ensayista estadounidense Camille Paglia y que le sirvió para encabezar la lista de mujeres de su debatido libro Sexual personae: art and decadence from Nefertiti to Emily Dickinson. Al final, Nefertiti es la mujer del busto, en una época donde estos iconos marcaban la vida cultural al estar presentes en el cine: mujeres como Greta Garbo, Marlene Dietrich o Katherine Hepburn respondían al modelo de la antigua reina de Egipto.
Triunfo eterno
El debate sobre la apropiación indebida del busto por Alemania pronto fue el centro de atención de la prensa. En realidad, la historia era un pretexto. El tema verdadero era la reforma religiosa de Nefertiti y Akhenatón y el hecho de que terminase con una contrarreforma auspiciada por ese Tutankhamón cuya tumba fue descubierta por el inglés Howard Carter, con lo que se quería tapar el éxito del arqueólogo alemán y de una Alemania que se iría deslizando peligrosamente hacia el Tercer Reich. Esto es lo mismo que decir que Nefertiti estaba en el centro de una época que necesita ser entendida.
De esto último se ocupó el novelista Mika Waltari al escribir en 1945 una novela de gran impacto mediático: Sinuhé el egipcio, que en 1954 fue llevada al cine. Novela y película popularizaron una historia de los tiempos de Akhenatón y Nefertiti vista a través de un médico enamorado de una bailarina de Babilonia. Nefertiti se presentaba así como el icono de una época que aspiraba a conseguir un futuro prometedor a través del despertar de las mujeres, y no hay mejor legitimidad de ese despertar si en el pasado remoto, en el siglo XIV a.C., una mujer posaba ante un escultor.
Nefertiti se presentaba como el icono de una época que aspiraba a conseguir un futuro prometedor a través del despertar de las mujeres.
Era evidente que la nueva generación, la generación de la Nueva Frontera que iba a encarnar John F. Kennedy, necesitaría una Nefertiti. Lo fue su esposa Jacqueline, como también, a juicio de Paglia, la actriz Barbra Streisand, a la que calificó de «la Nefertiti de Brooklyn»: mujeres de una personalidad nada convencional, andróginas, modelos perfectos de la cultura pop. Pero los años sesenta tenían los pies de barro. Quizá todo era falso.
Faltaba, para cerrar el círculo, que al historiador del arte Henri Stierlin le diera por estudiar el busto y llegara a la sorprendente conclusión de que se trataba de una falsificación creada por el propio arqueólogo que dijo haberlo descubierto: una especie de broma que se le escapó de las manos y nunca se cerró. El escándalo estaba servido. El busto de Nefertiti era falso. Hasta aquí se podía llegar.
Hay una maravillosa unidad y simplicidad en el destino de esta escultura: una y otra vez se recupera como icono de un museo, de una ciudad, de una civilización. Nefertiti vuelve a triunfar. Hasta la próxima cita.
Este artículo pertenece al número 199 de la revista Historia National Geographic.