Abel G.M.
Periodista especializado en historia y paleontología
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La famosa frase “pan y circo” describe perfectamente las aspiraciones básicas de los romanos: si la comida era una necesidad del cuerpo, los juegos les daban el sentido de pertenencia a la comunidad. Entre los espectáculos más populares estaban las carreras de caballos y los combates de gladiadores, organizados por quienes deseaban ganar popularidad. Debido a la competencia, algunos probaron a introducir novedades como la aparición de mujeres gladiadoras.
La presencia de mujeres gladiadoras era algo poco habitual, considerado un espectáculo original y exótico.
A juzgar por la escasa información y evidencias arqueológicas, la presencia de mujeres en los juegos era algo poco habitual. El nombre con que se las conoce, gladiatrix, es un término moderno ya que en la época romana no había una palabra concreta para designar a las mujeres gladiadoras. Algunos emperadores patrocinaron este tipo de combates: se tiene constancia que ya tenían lugar como mínimo desde la época de Augusto y varios historiadores romanos las mencionan durante los reinados de Nerón, Domiciano y Trajano.
Sin embargo, se cree que mayoritariamente eran una iniciativa privada de algunos editores (los patrocinadores de los juegos) que querían ofrecer algo diferente. Por su excepcionalidad, estos combates eran vistos como algo original y exótico: en una inscripción encontrada en Ostia -el antiguo puerto marítimo de Roma-, un tal Hostilinarius se jacta de haber sido el primero en traer mujeres gladiadoras a la ciudad.
La importancia de la dignidad
La poca presencia de mujeres en los combates se debía a dos motivos. Uno era de carácter práctico: los gladiadores a menudo eran prisioneros de guerra, por lo cual la mayoría eran hombres. Por otra parte, para la mentalidad romana, que una mujer combatiera era algo indigno y para algunos incluso obsceno. Al igual que los hombres, las mujeres gladiadoras luchaban a pecho desnudo, pero en el caso de ellas el espectáculo tenía un carácter marcadamente erótico, ya que la moral romana era muy recatada en lo concerniente al modo de vestir. Algunos autores como Juvenal ridiculizaron este tipo de espectáculos, mientras que otros los consideraban depravados y contrarios a la moral romana.
Para la mentalidad romana, que una mujer combatiera era algo indigno y para algunos incluso obsceno, ya que luchaban a pecho desnudo.
Esta condena iba dirigida a la dignidad social más que a la ética de los juegos en sí. Aquellos que combatían en la arena eran considerados infames, es decir, carentes del estatus y derechos de los ciudadanos. En el caso de ellas, la lengua latina hace una distinción entre las feminae, mujeres en el sentido biológico del término, y las mulieres, las damas respetables que por su posición estaban sujetas a unas normas morales determinadas.
Así pues, era moderadamente aceptable que las mujeres combatieran si no eran mulieres, ya que en su caso no había dignidad que perder y, en el caso de mujeres libres o esclavas que hubieran comprado su libertad, era una profesión bien remunerada que les permitiría llevar una vida independiente. Por el contrario, las nobles tenían prohibido no solo combatir sino realizar cualquier tipo de exhibición en público como la danza, ya que se consideraba que una mujer respetable no se rebajaba a servir de entretenimiento. Uno de los muchos escándalos del reinado de Nerón fue, precisamente, haber obligado a las mujeres de algunos senadores a participar en sus espectáculos.
Algunos emperadores trataron de ir contra estas ideas y dar una cierta dignidad no solo a los combates de gladiadoras sino a las prácticas deportivas femeninas: Cómodo y Septimio Severo quisieron introducir en Roma el atletismo femenino que se practicaba en algunos lugares de Grecia, pero sus iniciativas fueron recibidas como una corrupción de la moral y los valores romanos. Finalmente, en el año 200 d.C., Septimio Severo prohibió los combates de mujeres gladiadoras, a pesar de que personalmente no era contrario a ellos.