TRANSCRIPCIÓN DEL PODCAST
Hoy vamos a hablar de la ejecución de Juana de Arco, la adolescente que fue encumbrada y destruida por el fervor religioso y las intrigas políticas de la Francia del siglo XV.
Veinticinco años después de la muerte de Juana de Arco, un tribunal eclesiástico revocó la sentencia que la había llevado a la hoguera. Tras revisar la documentación del juicio original y entrevistar a más de cien testigos, el jurado llegó a la conclusión de que la sentencia había sido injusta y engañosa. Juana de Arco era inocente, y, con el nuevo juicio, su nombre quedaba limpio de las acusaciones de herejía por las que había sido condenada y ejecutada. Así empezaba a crecer la leyenda de la Doncella de Orleans, la heroína nacional de Francia.
¿Pero qué hizo Juana de Arco para que la condenaran a morir en la hoguera por hereje? Entre otras cosas, Juana desafió a la Iglesia Católica, asegurando que Dios se comunicaba con ella directamente… y que lo hacía para decirle que debía expulsar al ejército inglés de Francia. En una época en la que las guerras se libraban en nombre de Dios, religión y política se entrecruzaban peligrosamente. Y historia de Juana de Arco es un buen ejemplo de ello.
En el siglo XV, ingleses y franceses se disputaban la corona de Francia. El conflicto venía de lejos: en el año 1066, el rey normando Guillermo el Conquistador se había hecho con el control de Inglaterra; y desde entonces, los reyes ingleses habían considerado que esta conexión les daba un interés legítimo sobre los territorios del otro lado del Canal de la Mancha. En 1337, Inglaterra le declaró la guerra a Francia, y así comenzó la Guerra de los Cien Años.
En el año 1422, la guerra continuaba, y las cosas no pintaban bien para el heredero del trono francés, el delfín Carlos. Debo aclarar que este título le venía dado por un delfín en un escudo de armas, no era un malnombre por su parecido con este simpático animal.
Juana de Arco, ¿una enviada divina?
Carlos no solo tenía en contra a los ingleses, sino también a una parte de Francia liderada por su primo, el duque de Borgoña. El rey inglés, Enrique V, había ganado terreno y había conseguido que su hijo fuese reconocido como sucesor del trono francés. Además, había establecido una alianza con el duque de Borgoña. Esta alianza anglo-borgoña controlaba gran parte del norte de Francia, incluido París. Con semejante panorama, pocos hubiesen apostado por el delfín francés, al que los ingleses parecían haber apartado definitivamente del trono. Pero en aquella época, existía la creencia de que Dios podía alterar el curso de la historia. Y no solo eso. Cuando dos bandos se enfrentaban, los dos creían que tenían a Dios a su favor, y necesitaban demostrarlo para desacreditar al enemigo: si Dios estaba con un bando, eso significaba que el otro representaba al Diablo. Y aquí es donde entra en escena nuestra heroína.
Juana de Arco nació en una familia de campesinos de Domrémy, un pueblo del noreste de Francia, cerca de la frontera del territorio controlado por los ingleses. La infancia de Juana fue como la de tantas otras niñas de la época: no aprendió a leer ni a escribir, pero sí le enseñaron a tejer, a encargarse de las labores domésticas, y, sobre todo, a rezar. Un día, cuando tenía trece años, Juana tuvo una visión que marcaría su futuro: se le apareció el arcángel San Miguel. Poco después, empezó a ver también a Santa Catalina de Alejandría y Santa Margarita de Antioquía.
A día de hoy, se cree que estas visiones pudieron ser producto de algún trastorno neurológico o psiquiátrico; pero entonces, tanto ella como sus coetáneos las interpretaron como señales divinas. Al principio, estos seres celestiales solo le pedían que rezase y viviese una vida piadosa. Pero, según explicó años después, más tarde estos mensajeros celestiales le comunicaron que tenían un encargo especial para ella: debía ayudar al Delfín Carlos, el heredero legítimo del trono de Francia, a vencer a los ingleses y recuperar su corona. Decidida a cumplir con su misión divina, Juana se puso manos a la obra.
Estos mensajeros celestiales le comunicaron que tenían un encargo especial para ella: debía ayudar al Delfín Carlos, el heredero legítimo del trono de Francia, a vencer a los ingleses
La primera vez que Juana intentó presentarse ante el delfín para ofrecerle su ayuda, nadie la tomó en serio, así que se volvió a su casa. Pero no se rindió. Al año siguiente, volvió a intentarlo, y esta vez sí consiguió permiso para entrevistarse con él. En su primer encuentro, Juana explicó al delfín que había sido enviada para “liberar a Francia de sus calamidades”; que las voces divinas le decían que debía luchar contra los ingleses, y que, si lo hacía, Carlos sería coronado rey. Para el delfín, que ya casi se había dado por vencido, las palabras de Juana dibujaban un rayo de esperanza en el horizonte. Si la chica era realmente una enviada de Dios, podía ser su salvavidas. Pero ¿y si era una hereje, una enviada del Diablo? No podía correr ningún riesgo, así que, antes de tomar una decisión, el delfín mandó evaluar a Juana, con una prueba de virginidad incluida.
Durante tres semanas, la adolescente fue interrogada por teólogos de renombre que apoyaban al delfín. Juana les dijo que demostraría que lo que decía era cierto si la enviaban a la ciudad de Orleans, que llevaba meses sitiada por los ingleses. Viendo que no había nada que perder, y que Juana sonaba convincente, el delfín Carlos y sus seguidores aceptaron su ayuda. Dos meses después, Juana se convirtió en comandante del ejército francés, y empezó a marchar hacia Orleans con una milicia de cientos de soldados. Tenía diecisiete años.
A juzgar por la información que nos ha llegado de ella, Juana de Arco era una persona fuerte -tanto física como mentalmente-, valiente, elocuente, y de un sentido común impecable. Realmente, tenía muchos de los atributos comunes en mujeres visionarias que se convirtieron en iconos de una época. Vestida como un hombre, y con el pelo corto, Juana cabalgó en el ejército del delfín como una más, algo extremadamente raro para una mujer en este período histórico. Su sobrenombre, la Pucelle d’Orleans -la “doncella de Orleans”- indicaba que era virgen, y, por tanto, una chica respetable. Su devoción religiosa, que estaba fuera de toda duda, también le servía como escudo protector en un mundo ultrapatriarcal en el que ser mujer era muy peligroso.
El 4 de mayo, el ejército francés, con Juana de Arco a la cabeza, se lanzó a liberar Orleans. La lucha duró cuatro días, en los que los franceses atacaron varias posiciones clave del ejército inglés. La batalla fue cruenta, y Juana resultó herida por una flecha mientras sujetaba su estandarte. Aún así, más tarde volvió al terreno de batalla para animar a sus soldados antes del asalto final. Su fortaleza y convicción sirvieron de inspiración a sus tropas, que consiguieron mantener el ataque hasta que los ingleses capitularon. Al día siguiente, y después de casi siete meses de asedio, el ejército inglés se retiró de Orleans.

Juana de Arco en Orleans
Juana de Arco entra en Orleans por Jean-Jacques Scherrer (1887)
Lo había conseguido. Juana había prometido que liberaría Orleans, y, efectivamente, lo había hecho. Esta victoria fue interpretada por muchos como una señal de que la chica era realmente una enviada de la providencia, y su popularidad se disparó. El ejército francés continuó su buena racha, y expulsó a los ingleses de varias ciudades cercanas a la orilla del Loira. Ese mismo verano, el delfín fue coronado como el rey Carlos VII de Francia en la catedral de Reims, en la presencia de la guerrera-profeta, como ella había predicho.
¿Pero cómo es posible que una adolescente campesina y analfabeta consiguiera liderar un ejército y derrotar a un enemigo tan formidable? La respuesta a esta pregunta no es sencilla, pero para intentar contestarla debemos intentar entender la mentalidad de la época. Juana de Arco actuaba motivada por su fervor religioso. Su fe ciega le permitía no dudar ni un momento de que tenía a Dios de su lado. Y a sus soldados les pasaba lo mismo. Estaban totalmente convencidos de que tenían una misión divina, y esto les dio la fuerza y el entusiasmo necesarios para luchar hasta la victoria. Así, Juana compensó su juventud y su falta de experiencia con una determinación y una pasión incombustibles, que consiguió traspasar a sus hombres en el campo de batalla.
El delfín Carlos por fin era rey, y Juana era el ídolo de los franceses. En ese momento, ella misma sentía que había conseguido el propósito de su misión. Pero la guerra no había terminado. El ejército francés continuó enfrentándose a las tropas inglesas y borgoñonas para recuperar territorio, pero las tornas empezaron a cambiar. Juana estaba impaciente por liberar París. Según ella, el ejército del rey debía aprovechar su ventaja y atacar cuanto antes, si quería recuperar la ciudad. Pero el rey Carlos no lo veía tan claro. Algunos de sus asesores temían que Juana acumulase demasiado poder, y preferían buscar una solución negociada, así que lo convencieron de que no ordenase atacar todavía. Al retrasar el asalto a París, los ingleses tuvieron tiempo de fortificar sus posiciones y prepararse para la batalla: justo lo que Juana quería evitar.
Al retrasar el asalto a París, los ingleses tuvieron tiempo de fortificar sus posiciones y prepararse para la batalla
Cuando el rey por fin dio permiso para atacar París, el resultado fue desastroso. El ejército francés sufrió tantas bajas que, al día siguiente del inicio del asalto, recibió la orden de retirarse. A este fracaso militar siguieron otros, y la posición de Juana empezó a debilitarse. Tras meses de combates intensos, sus tropas empezaban a notar el desgaste. Estas derrotas, sumadas a las intrigas de la corte, hicieron que Juana perdiese el favor del rey. Ella continuó luchando para liberar a Francia de los ingleses, pero ya no volvería a ganar una gran batalla nunca más.
En mayo de 1430, Juana y su ejército estaban luchando contra tropas borgoñonas en Compiègne, en el norte de Francia. Cuando intentaban retirarse ante el avance de un escuadrón enemigo, Juana cayó en una emboscada, y fue capturada por los soldados borgoñones. Más tarde, el duque de Borgoña la vendió a los ingleses a cambio de una recompensa de diez mil francos. Esto supuso un triunfo colosal para el enemigo, que odiaba a aquella chica que se creía una embajadora divina y que había humillado a su ejército. Juana fue encarcelada en el castillo de Rouen, en unas condiciones tan duras que intentó escapar varias veces tirándose por la ventana. Esto solo le sirvió para que la castigasen todavía más.

Juana capturada
Juana capturada por los borgoñones en Compiègne. Mural del Panteón de París, por Jules Eugène Lenepveu.
Ahora que Juana de Arco había caído y era prisionera del rey inglés, empezó a ser cuestionada. Para los ingleses, la idea de que una chica de diecisiete años liderase un ejército y aplastase al suyo era intolerable y sospechosa. Por otro lado, ¿cómo podía ser que una enviada de Dios hubiese caído tan fácilmente en manos del enemigo? Y, si no la había enviado Dios, ¿quién lo había hecho? Las dudas sobre la santidad y la pureza de la heroína de Francia se empezaron a mezclar con asuntos de alta política: si las voces que la chica había oído no eran divinas, solo podían ser diabólicas; por tanto, la causa de Juana y la coronación del rey francés, Carlos VII, habían sido no obra de Dios, sino del mismísimo Demonio. Y tal perversidad no podía quedar impune.
Los ingleses necesitaban demostrar que Juana era una enviada del Demonio por dos motivos: el primero, para justificar la derrota del ejército inglés ante las tropas francesas, y probar que Dios estaba en realidad a favor del bando inglés; y, el segundo, para desacreditar al rey Carlos VII, que, según ellos, había sido coronado gracias a una bruja o, como mínimo, una hereje. Así, con el veredicto decidido de antemano, los ingleses llevaron a Juana ante un tribunal eclesiástico formado por teólogos contrarios al rey francés.
Juana fue acusada de setenta cargos, que incluían brujería, herejía, travestismo, y tenencia de armas. Según un testigo del juicio, en su primera declaración, a Juana le hicieron “preguntas difíciles, confusas, que muchos clérigos y hombres cultos hubiesen tenido problemas para contestar”. Pero Juana sabía defenderse, y muchas de sus respuestas dejaron a los jueces desarmados y despertaron la admiración del público. Gracias a su habilidad para contestar preguntas-trampa, y tras tres meses de interrogatorios, la lista de setenta cargos iniciales se redujo a doce.
La condena de juana
Pero el tribunal no iba a hacer más rebajas. Los teólogos que evaluaron a Juana concluyeron que era una mentirosa, y que había invocado a espíritus malignos. Cuando ella aseguraba haber visto a arcángeles y santos, ellos interpretaban que aquellas figuras eran en realidad las de Satán y los demonios Belial y Behemot. Cuando ella explicó que vestía ropa de hombre para pasar desapercibida ante el enemigo, ellos consideraron que este era un acto antinatural y diabólico. Los interrogadores barajaron la posibilidad de arrancarle una confesión bajo tortura, pero la descartaron: la fortaleza de Juana era demasiado sólida, y su convicción, inquebrantable. Torturarla no serviría de nada. Así, Juana fue declarada hereje y recibió un ultimátum: si no rectificaba y se arrepentía, sería entregada a las autoridades seculares, y moriría en la hoguera. Mientras tanto, el rey de Francia, que estaba negociando una tregua con el duque de Borgoña, no hizo nada para intentar salvar a Juana. Simplemente, ya no la necesitaba.
El 24 de mayo de 1431, los carceleros de Juana de Arco la llevaron a ver la hoguera que se estaba preparando para ella, a las afueras de Rouen. Después, las autoridades eclesiásticas le ofrecieron retractarse de todo lo que había dicho, a cambio de una condena de pena perpetua y la promesa de vestir como una mujer. La visión de la hoguera debió aterrorizar a Juana, porque aceptó el trato. Pero no por mucho tiempo. Cuando los jueces fueron a verla a su celda cuatro días después, se la encontraron vestida con pantalones otra vez. Al parecer, las voces habían vuelto, y le habían reprochado su debilidad. Juana declaró:
“Solo me retracté por miedo al fuego. Si a Dios no le complace que me retracte, entonces no lo haré”.
Cuando le preguntaron por qué se había puesto ropa masculina de nuevo, Juana, entre lágrimas, contestó lo siguiente:
“Es más correcto que vista así cuando estoy rodeada de hombres. Durante mi estancia en prisión, los ingleses han abusado de mí. Lo he hecho para defender mi modestia”.
Las explicaciones de Juana no conmovieron a sus acusadores. Esta recaída era exactamente lo que querían. Juana era ahora hereje reincidente, y ellos ya tenían la excusa perfecta para hacer que la condenasen a muerte.
Según los testigos, Juana repitió el nombre de Jesús hasta que las llamas la ocultaron del todo
En la mañana del 30 de mayo, seis días después de ver la hoguera por primera vez, Juana de Arco había aceptado su destino. Antes de ser trasladada a la plaza donde la esperaba la pira, se le permitió confesarse y recibir la comunión. Según los testigos, Juana llegó a la plaza escoltada por ochocientos soldados armados. Una vez allí, y delante de una multitud, le leyeron un sermón y la sentencia que la abandonaba al poder secular de los ingleses y sus colaboradores franceses. Ella escuchó con pesar, pero serena. Un inglés que se había apiadado de ella le ofreció una cruz de madera. Ella la tomó, la besó, y se la puso sobre el pecho. Entonces, el verdugo la ató a un poste de madera, y prendió fuego a su alrededor. Entre el humo de la leña, Juana le pidió a un monje dominico que intentaba consolarla que sujetara un crucifijo bien alto, donde ella lo viera, y que gritase consignas sobre la salvación. Según los testigos, Juana repitió el nombre de Jesús hasta que las llamas la ocultaron del todo.
Los ingleses y sus aliados borgoñones por fin se habían deshecho de la heroína enemiga, pero sabían que su ejecución podía traer cola. Así que, una vez muerta Juana, redujeron su cuerpo a cenizas y las tiraron al río; así, evitaban que la gente las recogiese y las guardase como reliquias. También se dijo que, tras la ejecución, el verdugo estaba preocupado por su propia salvación, porque, según él, había quemado “a una mujer santa”. Según la documentación, la mayoría de la gente presente en la plaza donde la quemaron creía que Juana de Arco era una cristiana devota, y no una hereje.
La Guerra de los Cien Años se alargó veintidós años más tras la muerte de Juana de Arco. El duque de Borgoña acabó aliándose con el rey francés, Carlos VII, y poco a poco Inglaterra fue perdiendo todas sus posiciones en Francia, excepto Calais. Una vez expulsado el ejército inglés de su territorio, Carlos VII consiguió estabilizar su reino y transformar a Francia en una gran potencia. Pero el asunto de Juana de Arco le preocupaba. No sabemos si quiso limpiar el nombre de Juana para hacerle justicia o por su propia conveniencia; después de todo, si él era rey, era gracias a ella, y no podía permitir que su coronación quedase ligada al nombre de una hereje. Fuese por el motivo que fuese, la cuestión es que el rey francés se encargó personalmente de conseguir la anulación de la sentencia que había condenado a Juana. De esta manera, quedaba ratificado que Carlos VII era el rey legítimo de Francia por la gracia de Dios… tal y como Juana de Arco decía.
Juana de Arco fue una víctima, tanto de las luchas internas de Francia como de la guerra contra una potencia extranjera. Canonizada en 1920, ocupa un lugar privilegiado en el santoral cristiano, no tanto por sus visiones divinas -que son cuestionables-, sino como por el coraje, la fortaleza, y la convicción que mostró hasta su último día. Casi seis siglos después de su muerte, Juana de Arco es la mayor heroína de Francia, y sus logros fueron decisivos en la toma de conciencia nacional de sus compatriotas.