En los últimos años del siglo V llegó a Roma un joven llamado Benito. Procedía de una familia acomodada de Nursia –una pequeña ciudad en la región de Umbría– y su propósito era seguir una educación literaria como la que tantos otros adolescentes habían recibido en la antigua Roma. Pero para entonces el Imperio romano ya no existía; su último emperador, Rómulo Augusto, había caído en 476, incapaz de impedir que toda la Península fuera presa de las ambiciones de los caudillos bárbaros. El último de ellos fue el ostrogodo Teodorico, que se proclamó rey de Italia en 493. La misma Roma no escapaba a la inestabilidad, hasta el punto de que en 498, a la muerte del papa Atanasio II, estallaron sangrientas luchas entre los dos bandos que se disputaban la sucesión. Por ello no es extraño que al poco de llegar a la ciudad, cuando tenía unos 20 años, Benito decidiera marcharse de nuevo: «Viendo a muchos de sus compañeros precipitarse por la sima del vicio, temiendo para sí lo que veía en los demás, determinó retirar del mundo el pie que apenas había puesto en él», decía un biógrafo. A partir de entonces, decidió convertirse en un asceta.
La determinación de Benito no era algo excepcional. En esos años se habían multiplicado las personas que se alejaban de la sociedad y se instalaban en áreas desérticas o poco pobladas, donde practicaban el ayuno o la abstinencia. Pretendían reducir su dependencia de la realidad material y fomentar su vida espiritual, en diálogo constante y directo con la divinidad. Este modo de vida existía en la zona oriental del Imperio romano desde el siglo III, pero a lo largo del siglo V muchos lo imitaron también en la Europa occidental. Por doquier surgían celdas, congregaciones, giróvagos y eremitas que permanecían aislados –temporal o permanentemente–, que iban de un lado a otro viviendo de la caridad. Benito fue uno más de ellos.
La vocación de Benito
Tras pasar un tiempo en Affile, un pueblo a 50 kilómetros al este de Roma, donde se incorporó a una colonia de ascetas, Benito se dirigió a la región montañosa de Subiaco, cerca de Tívoli, y se instaló en una gruta. En la zona había otros ermitaños que vivían en modestas cabañas, y fue uno de ellos, un tal Román, quien lo formó en los principios de la vida monástica y le impuso el hábito y la tonsura. Benito produjo gran impresión en los humildes pastores de la zona, y la fama de su vida ascética hizo que de Roma llegaran numerosos jóvenes con los que pudo fundar varios monasterios en la región.
Sin embargo, tuvo algunos conflictos con monjes y clérigos de la zona de Subiaco, por lo que decidió buscar un nuevo destino. Éste fue Montecassino, situado unos 130 kilómetros al sur de Roma. En su biografía de san Benito, escrita pocas décadas después de su muerte, el papa Gregorio Magno resumirá las circunstancias de la fundación del célebre monasterio. Gregorio explica que «el fuerte llamado Casino está situado en la ladera de una alta montaña, que le acoge en su falda como un gran seno, y luego continúa elevándose hasta tres millas de altura, levantando su cumbre hacia el cielo». Se trataba de un lugar estrechamente asociado con el paganismo: «Hubo allí un templo antiquísimo en el que, según las costumbres de los antiguos paganos, el pueblo necio e ignorante daba culto a Apolo. A su alrededor había también bosques consagrados al culto de los demonios, donde todavía en aquel tiempo una multitud enloquecida de paganos ofrecía sacrificios sacrílegos». Benito de Nursia lo cambió todo al instalarse en el lugar: «Cuando llegó allí el hombre de Dios, destrozó el ídolo, echó por tierra el ara y taló los bosques. Y en el mismo templo de Apolo construyó un oratorio en honor de san Martín, y donde había estado el altar de Apolo edificó un oratorio a san Juan».
El mismo Gregorio Magno señala además que Benito «con su predicación atraía a la fe a las gentes que habitaban en las cercanías». En efecto, los primeros monasterios desempeñaron un papel decisivo en la expansión del cristianismo en la Europa occidental. Los paganos –llamados así por ser habitantes del campo, pagi– veían en los monjes un ejemplo de espiritualidad que les impulsaba a adoptar la nueva religión. Los monasterios, con el tiempo, acabaron también desempeñando un papel muy importante en la colonización y organización de territorios poco poblados, el cultivo de tierras yermas, y el desarrollo de técnicas de obtención y procesamiento de bebidas y alimentos. Funcionaban como explotaciones agropecuarias, de mayor o menor tamaño, concebidas para sustentar a una familia de religiosos.
A la conquista de Europa
En Montecassino, hacia el final de su vida, Benito de Nursia redactó un código de normas por las que debían regirse los monjes, que desde entonces se conocería como Regla de san Benito. El código se basaba en un texto anterior conocido como Regla del Maestro, así como en las Sagradas Escrituras y otras fuentes. Al principio era sólo una regla entre otras, pero a partir del siglo IX, gracias al apoyo de Carlomagno y, sobre todo, de su hijo Luis el Piadoso, fue adoptada por la mayoría de los monasterios de la Europa occidental. De ahí que la mayor parte de los monjes medievales perteneciesen, desde esas fechas, a la orden benedictina; y de ahí también que cuando se habla de monasterios medievales se haga referencia habitualmente a las características del monacato benedictino.
El éxito de la Regla de san Benito residió en su simplicidad. La Regla es, básicamente, un manual que explica el modo de vida en un monasterio. Establecía que la comunidad debía estar regida por un abad, según el consejo de los demás monjes. Los sucesivos capítulos se dedicaban a las buenas obras y a los deberes de los monjes: la obediencia, el silencio y la humildad. El escrito, que se compone de setenta y tres capítulos precedidos por un prólogo, indica claramente al monje qué es lo que debe hacer en cada momento del día y en cada época del año, a la vez que le da una serie de instrucciones sobre cómo comportarse, vestirse, caminar, rezar... Se trata, en suma, de un texto sencillo, completo, práctico y versátil destinado a ser leído periódicamente en la sala contigua a la iglesia del monasterio, la llamada sala capitular, donde también se celebraban las reuniones destinadas a discutir los asuntos cotidianos y confesar públicamente las faltas.
La de san Benito fue una regla pensada para un monasterio modesto y de pequeñas dimensiones, tal y como fue Montecassino en sus orígenes. A medida que los monasterios fueron creciendo, algunas de sus normas debieron modificarse ligeramente. Con todo, la Regla trató siempre de mantener su rasgo más significativo, el del equilibrio entre tres actividades: el trabajo, la oración y la lectura. Hubo monasterios en los que el trabajo manual fue dejado de lado para potenciar el rezo, y otros en los que la lectura tuvo menor peso; pero la tendencia a lo largo de los siglos fue regresar siempre a ese equilibrio. Los monjes debían orar en comunidad varias veces al día, también debían trabajar en las distintas tareas que les eran asignadas y tenían que leer las Sagradas Escrituras, textos de los Santos Padres y otros escritos que les permitiesen enriquecer su vida espiritual.
Templo del conocimiento
La obligación de leer los textos sagrados hizo que los monasterios hubieran de procurarse libros, con lo que en muchos de ellos se formaron bibliotecas, que en algunos casos fueron de grandes dimensiones. Las bibliotecas monásticas medievales se formaban a partir de escritos que se prestaban entre sí y que se copiaban en cada cenobio. Para ello, los monasterios contaban con escribas e iluminadores que, mediante un trabajo lento y laborioso, transcribían, ilustraban y decoraban los textos, en parte para poseerlos, pero fundamentalmente para preservarlos. Fue así como Montecassino alojó una de las principales bibliotecas de Occidente y se convirtió en un gran centro del saber. En la abadía residieron algunos de los mayores estudiosos de la Edad Media, como Pablo el Diácono, monje historiador muy próximo a Carlomagno, que entre otras cosas introdujo en la Cristiandad las notas musicales, o el monje Alfano, después arzobispo de Salerno, autor de importantes tratados de medicina basados en los conocimientos musulmanes.
Alfano fue testigo de la edad de oro de Montecassino, en los siglos XI y XII. El monasterio, saqueado e incendiado varias veces, incluso por los musulmanes en 883, experimentó un renacimiento desde principios del siglo XI. El mismo Alfano destaca la recuperación y enriquecimiento de su biblioteca bajo los abades Teobado, que hizo «copiar para la instrucción de los monjes veintidós tratados de teología, de derecho canónico y civil, de historia sagrada y profana», y Federico, «que llevó al claustro el celo de la ciencia y de la libertad eclesiástica». A partir de 1058, el abad Desiderio, originario de Lombardía, «dio libre curso a sus pensamientos de reforma y restauración». Los abades Federico y Desiderio, que alcanzarían la dignidad de papa con los nombres, respectivamente, de Esteban IX y Víctor III, se encargaron de que Montecassino, destruido en el siglo IX, recuperase su esplendor.
El arte de copiar libros
El abad Desiderio hizo edificar la biblioteca del monasterio junto a la iglesia, y la alimentó con obras de poesía, historiografía y derecho. Se dice que él mismo comenzó a escribir a los 40 años, sobre todo tratados de poética y gramática. Convirtió Montecassino en un polo intelectual que atrajo, entre otros, a Constantino el Africano, traductor del árabe al latín de los textos de medicina oriental y griega; a Alberico, maestro de gramática, retórica, hagiografía y música; a Amatus de Montecassino, autor de una historia de los normandos en ocho volúmenes, escrita en francés antiguo (L’Ystoire de li Normant), y a Leo Ostiensis, después obispo de Ostia, que escribió la crónica de Montecassino basándose en un trabajo previo de Amatus. Décadas después daría continuidad a esta obra Pedro el Diácono, bibliotecario de la abadía.
A medida que se escribían todas estas obras, en la biblioteca de Montecassino se asistía a una de las grandes revoluciones de nuestra civilización: el nacimiento del códice. Los libros en forma de rollos de papiro o pergamino, típicos de la Antigüedad, se hicieron cada vez más raros y en su lugar triunfaron los códices, un conjunto de hojas encuadernadas que se leían página a página y que fueron el origen del libro moderno. Los códices eran más fáciles de conservar y almacenar, y sus cubiertas de piel, normalmente reforzadas con madera y metal, garantizaban la preservación de sus contenidos.
Los códices tenían un valor enorme, tanto por los textos que guardaban como por las horas de trabajo invertidas en elaborarlos y por los materiales que se empleaban para ello. La mayoría se iluminaban, es decir, se embellecían decorando los márgenes, ilustrando las letras capitales y diseñando imágenes. Las imágenes transmitían un discurso paralelo al del texto, pero relacionado con él. Monstruos mitológicos, bestias imaginarias, figuras que mezclaban partes humanas y animales, seres exóticos y algunas perversiones cobraban vida en capitulares y márgenes, y convivían en los códices de las bibliotecas monásticas con escenas bíblicas, representaciones de lo cotidiano, imágenes de músicos, damas y caballeros, lugares idealizados y simbólicos mapamundi. El mundo medieval –el real y el imaginado– quedaba así registrado y guardado en volúmenes que, cual cajas, lo custodiaban y preservaban en la paz y el silencio de los monasterios. Prueba de ello es que, a pesar de los incendios, terremotos y bombardeos que obligaron a reconstruir por completo en tres ocasiones la abadía de Montecassino, miles de códices de su biblioteca han llegado hasta nuestros días.
Para saber más
La civilización del occidente medieval. Jacques Le Goff. Paidós, Barcelona, 1999.
Historia del libro. Albert Labarre. Siglo XXI, Madrid, 2003.
El nombre de la rosa. Umberto Eco. Lumen, Madrid, 2005.