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Palermo es una ciudad mediterránea, llena de monumentos que evocan su espléndido pasado y poseedora de un sutil encanto decadente que atrae a miles de visitantes cada año. Pero la capital de Sicilia oculta también un secreto un tanto macabro, un lugar único en el mundo. En las catacumbas del convento de los capuchinos de Palermo existe un museo de la muerte no apto para los aprensivos o muy impresionables.
Cuando el visitante desciende la docena de peldaños que lo conducen hasta las seis cámaras subterráneas que se extienden bajo el convento, la sorpresa y el horror posiblemente le invadan a partes iguales: los muros de estas catacumbas subterráneas están recorridos por un sinfín de cadáveres (algunos dicen que cerca de 8.000, y de ellos, unos 850 son momias) allí dispuestos. Los difuntos se dividen en distintas cámaras según su edad, sexo o actividad: niños, mujeres, varones, frailes, sacerdotes, profesionales... ¿Por qué se exponen los cadáveres de estas personas de este modo? ¿Quién decidió llevar a cabo esta insólita práctica y cuándo se inició?
Los muros de las catacumbas de los capuchinos acogen cerca de 8.000 cadáveres; de ellos, 850 son momias
Pasillos y corredores llenos de cuerpos
La historia de las catacumbas palermitanas se remonta a 1599, cuando los frailes capuchinos establecieron los subterráneos bajo el convento como lugar de reposo para los hermanos difuntos. Cuando los frailes quisieron ampliar el recinto descubrieron allí, para su sorpresa, unos 40 cuerpos en un excelente estado de conservación. Atribuyeron el fenómeno a las corrientes de aire que había, a la química del suelo y a la sequedad ambiental. Los frailes, a pesar de las buenas condiciones del subterráneo para la conservación de los cuerpos, pensaron preservarlos mejor usando técnicas de momificación artificiales.
Según fray Benedetto Sambenedetti, los capuchinos poseían un lavadero para los cadáveres y unas celdas donde los colocaban durante ocho meses para que se secaran. Después, los bañaban en vinagre y exponían al aire libre varios días. Luego los vestían y guardaban en cajas de madera dispuestas a lo largo de los corredores de las catacumbas. Otros documentos dicen que los cuerpos se cubrían con arsénico y cal. Un caso especial es el de Rosalía Lombardo, una niña de dos años fallecida en 1920, a la que se inyectó algún líquido para embalsamarla. La momia de la pequeña es el cadáver más famoso y mejor conservado del lugar.
Tras momificar los cadáveres, los frailes los vestían y los disponían a lo largo de los corredores de las catacumbas
En 1732, las catacumbas alcanzaron el tamaño que tienen en la actualidad, y pronto los seglares pidieron ser enterrados allí, aunque en principio sólo estaban previstas para acoger a miembros de la orden. A partir de 1783, las salas y corredores empezaron a llenarse con los cuerpos de hombres, mujeres y niños, todos ellos deseosos de exponerse voluntariamente para siempre. Algunos, los que contaban con mayores recursos económicos, solicitaban ser momificados, lo cual conllevaba unos gastos considerables para sus familias.
Vestidos para la eternidad
En las catacumbas de los capuchinos, todos los muertos se disponen de pie, colgando de las paredes o tumbados en sus ataúdes sin tapa. Muchas veces, estas personas –todas, con su correspondiente letrero para facilitar su identificación– dejaban escrito en su testamento la ropa con la que querían enterrarse, e incluso las veces que deseaban ser cambiadas de vestuario por los familiares que acudían a visitarlas.
Las catacumbas se mantuvieron en uso hasta 1880, cuando las autoridades prohibieron nuevos entierros en el lugar. A pesar de ello, hubo dos excepciones: el cónsul de EE. UU. Giovanni Paterniti, fallecido en 1911, y la niña Rosalía Lombardo, mencionada anteriormente. Ya en 1950, las catacumbas se abrieron al público como atracción turística. Desde entonces, las visitan cada año unas 40.000 personas. Unas tal vez se sientan atraídas por lo macabro, otras sientan curiosidad y algunas más tal vez se paren a reflexionar, en este lugar tan especial, sobre la vida y la muerte.
Para saber más
David E. Sentinella. El enigma de las momias. Nowtilus, Madrid, 2007.