La mañana venida, levantámonos, y comienza a limpiar y sacudir sus calzas y jubón y sayo y capa. Y vístese muy a su placer, despacio [...]. Y con un paso sosegado y el cuerpo derecho, haciendo con él y con la cabeza muy gentiles meneos, echando el cabo de la capa sobre el hombro y a veces sobre el brazo, y poniendo la mano derecha en el costado, salió por la puerta». Éste era el ritual que, según el Lazarillo –la más célebre novela picaresca del siglo XVI– repetía cada mañana el amo de Lazarillo: un hidalgo venido a menos, que no tenía apenas con qué comer o pagar a su criado, pero que a pesar de sus dificultades económicas no salía nunca a la calle si no era vestido con toda la elegancia que podía aparentar.
Su caso no era excepcional. En la España del Siglo de Oro, el vestido no era algo utilitario o funcional, como en buena parte lo es hoy en día, sino que expresaba la condición social de cada uno. Todos debían prestar la máxima atención a las apariencias, puesto que lo realmente importante era lo que uno parecía, no lo que uno era.
Dime cómo vistes...
Si camináramos por las calles españolas durante el Siglo de Oro nos resultaría sencillo identificar la clase social e incluso la profesión de cada individuo de acuerdo con su vestimenta. Los médicos lucían ostentosamente una sortija en el pulgar y llevaban el ropaje universitario y la capa; el juez portaba la llamada garnacha –una larga vestidura de paño con vueltas de velludillo, similar al terciopelo– y se cubría con un birrete; los estudiantes solían lucir ropas de vivos colores y portar joyas, a pesar de las prohibiciones universitarias que invitaban a la austeridad y sencillez. Los soldados, por su parte, aunque carecían de uniforme, se distinguieron por sus emplumados sombreros, que les valieron el sobrenombre de «papagayos».

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1557 El príncipe Don Carlos, con un cuello de lechuguilla del siglo XVI. Óleo por A. Sánchez. Museo del Prado, Madrid.
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El problema se presentaba cuando alguien se vestía como no le correspondía, imitando las modas de las clases superiores. Tirso de Molina, en una de sus obras de teatro, se quejaba de que un simple zapatero, en vez de vestirse con cordobán (un tejido basto de piel de cabra curtida), llevara ropa de gorgorán, es decir, de seda; o que una mulata se cubriera con paño fino de Sevilla. Para él, todo aquello era una clara señal de la decadencia del país.

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Justillo francés creado hacia 1620, Museo Metropolitano de Arte, Nueva York
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El gusto por el lucimiento llevó asimismo a cambios constantes en la forma de vestir. Ello era cierto sobre todo en Madrid, capital de la monarquía, donde nobles y damas de la corte inventaban constantemente nuevas modas en la indumentaria que enseguida alcanzaban gran difusión. Este fenómeno se aceleró a comienzos del siglo XVII. Hasta entonces, el traje nacional había sido triste y sombrío, marcado por la austeridad y el predominio del color negro durante el reinado de Felipe II. Sin embargo, con Felipe III, su sucesor, se vivió un cambio hacia colores brillantes y rutilantes y a prendas de un gran lucimiento. Aun así, con la llegada al trono de Felipe IV, los colores se apagaron y se volvió al negro. En 1623 se prohibió el uso de la lechuguilla, cuello exagerado en forma de gran abanico, para dar paso a la valona, un cuello grande y plano que caía sobre los hombros.

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1609 La reina Margarita de Austria luciendo una lechuguilla del siglo XVII. Óleo de B. González. Museo del Prado, Madrid.
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El gusto, o la obsesión, por la moda no hacía distinción de sexos; los hombres ponían tanto cuidado en su propia imagen como las mujeres, y se cubrieron de toda suerte de galas y ropa ostentosa. Buscaban acentuar algunas partes de su físico, como pectorales, hombros y piernas. La entrepierna centrará la mirada de la época, con la introducción de la bragueta (una suerte de saquito de tela forrada que se sujetaba en la parte delantera de las calzas y que podía sobresalir de éstas) y las cintas decorativas. Más de un eclesiástico puso el grito en el cielo por este motivo: «¿Puede llegar el traje a más desorden que al que ha llegado en estos tiempos? Y los hombres con unos calzones tan ajustados, que en la misma estrechez manifiesta la forma del muslo y algo más que por decencia callo».
Calzas y guardainfantes
Las calzas eran, en efecto, un elemento muy valorado del vestuario masculino español. Cubrían el muslo y la pierna, y adoptaron formas cada vez más sofisticadas, que marcaron tendencia en Europa. En tiempos de Felipe II solían llevar cuchilladas (unas aberturas que mostraban otra tela de distinto color), y bajo su sucesor adoptaron una característica forma abombada. Los que no podían pagárselas imaginaban curiosas trazas para imitarlas, como un personaje del Buscón, la famosa novela de Quevedo publicada en 1626. Escribía Quevedo: «Desarrebozóse y hallé que debajo de la sotana traía gran bulto. Yo pensé que eran calzas, porque eran a modo de ellas, cuando él, para entrarse a espulgar [limpiarse las pulgas o piojos], se arremangó, y vi que eran dos rodajas de cartón que traía atadas a la cintura y encajadas en los muslos, de suerte que hacían apariencia debajo del luto, porque el tal no traía camisa ni gregüescos [un tipo de calzas], que apenas tenía qué espulgar según andaba desnudo».

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Guantes de piel, con puños en raso de seda bordada. del año 1650. Museo Smithsonian del Diseño, Nueva York.
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La capa siguió siendo una prenda obligatoria en España y de un gran valor material. Había ladrones especializados en robarlas, llamados capeadores, lo que hacía decir a un poeta que sufrió una vez un asalto por un grupo de ellos: «¡Que maten por una capa / que no saben si es de paño / de Segovia!», es decir, de un tejido vulgar, y no de una tela cara.
Las modas en el vestuario femenino también hicieron furor en la España del Siglo de Oro y se convirtieron en un arte de seducción. Como escribía Lope de Vega de una mujer muy peripuesta: «Toda es vana arquitectura; / porque dijo un sabio un día / que a los sastres se debía / la mitad de la hermosura». El vestido se combinaba con joyas, y eran usuales las cuchilladas en cuerpo y mangas. Se utilizaban tejidos suntuosos: encaje, tafetán, terciopelo, brocados...

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1632 Felipe IV vestido de cazador, con una valona masculina. O´leo por Diego Vela´zquez. Museo del Prado, Madrid.
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Desde el siglo XVI se impuso la moda del verdugado (enaguas armadas con aros de alambre, madera o «ballenas», que se acampanaban hacia el borde inferior de la falda) sobre el que colocaban diferentes tipos de faldas, como la pollera, el guardapiés o el faldellín. En la década de 1630 triunfaron los inmensos e incómodos guardainfantes, así llamados porque servían a las damas para ocultar sus embarazos, según se decía. Aun así, el vestido femenino era más recatado que el masculino; el busto estaba aprisionado por una suerte de corsé llamado «cartón de pecho» que ocultaba las formas, y en 1639 se llegó a prohibir incluso el escote.
El vestido de los humildes
Pero no todo el mundo disponía de medios para seguir los requerimientos de la moda. Los trajes no eran baratos. Se podían comprar ya hechos, pero muchos preferían encargárselos a un sastre pese a la mala fama que tenía esta profesión. Eran constantes las quejas por la tardanza de los sastres en entregar las prendas, por el precio que cobraban y aún más por los engaños en la calidad del tejido utilizado. Los poetas recogieron estas críticas, y uno de ellos se preguntaba en una de sus composiciones: «Perdón: ¿Santo y sastre?»

Mariana of Austria (Velázquez, c 1652) (2)
Mariana de Austria, esposa de Felipe IV. 1652. óleo por Velázquez. Museo del Prado, Madrid.
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Los que no podían costearse galas y ornatos lujosos se contentaban con un vestido sencillo, compuesto de camisa amplia de lino o algodón, jubón terminado en pico con formas acuchilladas en las mangas, calzas cortas o bien a media pierna, bragueta y unas medias de lana que se sujetaban con jarreteras (una especie de ligas). Por su parte, las mujeres humildes y de clase media vestían faldas largas y sin adornos, combinadas con blusas o camisas sencillas. Normalmente se llevaba una pañoleta que cubría los hombros y se anudaba sobre el pecho. En épocas de frío, un manto de paño o lana proporcionaba algo de calor. Pese a su sencillez, hay que observar que el vestido popular no permaneció ajeno a las modas aristocráticas, que inspiraron muchos trajes regionales de la época moderna.