Las profecías lo anunciaban por todos lados: al cumplirse mil años del nacimiento del Hijo de Dios tendría lugar el fin del mundo. La escenografía de este suceso había sido el tema central del libro bíblico del Apocalipsis, que la tradición atribuía al apóstol san Juan. Este libro de carácter profético revela con todo detalle en su capítulo veinte los acontecimientos que rodearían el fin del mundo, comenzando con la aparición de Satanás sobre el monte de Salomón, la llegada del ejército infernal de Gog y Magog, la resurrección de los muertos y el Juicio Final.
En el siglo X, las imágenes de esa visión profética se difundieron ampliamente en la línea trazada tiempo atrás por el monje Beato de Liébana en sus Comentarios al Apocalipsis, que había dado lugar a un modelo artístico conocido precisamente como el de «los beatos». Eran imágenes espantosas sobre los efectos de la apertura del séptimo sello apocalíptico, y especialmente sobre la condena de los réprobos en el Juicio Final. El sentimiento de que el Apocalipsis estaba cada vez más cerca atrapó por igual a príncipes con poca preparación litúrgica y a clérigos altamente cultivados, a guerreros sin miedo en los campos de batalla y a campesinos que vivían atenazados por las dificultades económicas.
Signos del fin del mundo
Además de ser un sentimiento colectivo, las creencias del fin del mundo fueron canalizadas por lecturas políticas de los textos sagrados, como la que hizo en 954 el monje Adso de Montier-en-Der en su polémico Libellus del Antechristo, a ruego de la reina Gerberga, esposa del emperador Luis de Ultramar; Adso plantea que la decadencia de la dinastía carolingia, la de sus patrocinadores, coincidía puntualmente con la llegada del Milenio.
El libelo provocó reacciones críticas, como la del influyente abad Abbon de Fleury, que se opuso con todas sus fuerzas a él argumentando que no había ninguna razón para creer en tales patrañas; sin embargo, la suya fue una postura minoritaria, ya que la mayor parte de la gente estaba convencida de que el fin del mundo llegaría en la fecha indicada y el motivo no era otro que el dominio de la maldad entre el género humano. Una psicología del miedo se extendió con facilidad por el orbe cristiano: se temía por igual la presencia de Satanás, que confundía al pueblo con sus usuales mentiras, y la llegada del Hijo de Dios para realizar el Juicio Final.

Paintings of Saint John the Evangelist in Monastero del Sacro Speco (Subiaco)
La tradición atribuyó al apóstol Juan la redacción de uno de los cuatro evangelios canónicos y también el texto del Apocalipsis. Arriba, san Juan representado en un fresco del monasterio de Subiaco.
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Cualquier indicio provocaba una reacción social extrema a favor del Apocalipsis: desde una epidemia o una hambruna hasta la llegada de jinetes magiares con su ritual de saqueo y destrucción en aldeas y ciudades; algún cronista ingenioso quiso ver en ellos a los jinetes del Apocalipsis. De igual modo, se seguían con inquietud las noticias que llegaban de las fronteras con el Islam. En la península Ibérica, las campañas de Almanzor sobre Barcelona en 985 y sobre Santiago de Compostela doce años después eran una confirmación de que el fin del mundo estaba a punto de suceder. En Palestina, el saqueo de las iglesias cristianas y los ataques a los peregrinos en Jerusalén respondían, por supuesto, a la presencia del Maligno –y no a un desajuste en el sistema político de las comunidades beduinas de la región.
Estas reacciones emotivas afectaron a unas multitudes convencidas de que esa situación era la «señal» más evidente del fin del mundo, que llegaría en la fecha señalada. Tales ideas fueron estimuladas por algunos nobles, como el conde de Sens, que no dudó en hacer responsable al Apocalipsis de las malas cosechas en sus tierras y del hambre entre sus campesinos. Así, desde mediados del siglo X, entre mentiras de unos, medias verdades de otros, convicciones intensas de profetas y algunas observaciones de bienintencionados, la creencia en el fin del mundo subió como una marea a medida que el siglo iba acercándose al año Mil.
Una aurora brillante
Los temores –como si fueran una pantalla de sentimientos enardecidos– ocultaban un cambio decisivo en la historia de Europa. El cronista Thietmar de Merseburg anunció que en el año Mil «resplandecería sobre el mundo una aurora brillante». En realidad, hablaba de los efectos de una revolución política que cuestionaba el sueño de un imperio territorial, dando paso a unos principados donde los condes se convirtieron en reyes. Así ocurrió, por ejemplo, con Hugo Capeto, conde de París, que se convirtió en rey de Francia tras un golpe de Estado auspiciado por el obispo Adalberón de Laon.

Girona Beatus, folio 156v angel of the abyss and the infernal locusts
las bestias que surgen del abismo luchan contra los ángeles. Miniatura del manuscrito Beato de Gerona, terminado en 975 en el monasterio de Ta´bara (Zamora). Catedral de Gerona.
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En otros territorios, simplemente se consolidaron dinastías que contaron con la fidelidad de nobles y caballeros armados, a los que se entregaron trozos de tierra llamados feudos; de ahí que pronto se conociera semejante sociedad como «feudal». Esta revolución fue contestada por la Iglesia, que advirtió el riesgo de que la sociedad se rigiera por el sistema de valores de los nobles, para quienes la guerra era un estilo de vida. Los obispos reunieron al pueblo en asambleas donde se gestó el movimiento de paz y tregua de Dios, que limitaba los lugares y momentos en que los feudales podían actuar militarmente.
El conflicto entre los obispos y los nobles se tiñó de milenarismo, ya que los primeros no dudaron en señalar que los guerreros a caballo sostenidos por los nobles, los representantes de la militia –esto es, de la caballería–, eran en realidad los representantes de la malitia–es decir, de la maldad–. Con ese juego de palabras, malitia por militia, se condenaba una conducta social y un orden político, el feudal, y se exaltaba otro, el de la paz y tregua de Dios.

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En el año 997, el ejército andalusí de Almanzor arrasó Santiago de Compostela, hecho que se consideró un presagio del fin de los tiempos.
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La tensión fue en aumento, incluso cuando intervinieron los monjes de Cluny, que miraban a los nobles feudales con tanta preocupación como a los obispos asamblearios, a los que consideraban unos demagogos. Contemplando este complejo debate político se encontraban los emperadores del Sacro Imperio Romano Germánico, débiles pese a su esplendoroso título, que terminaron por enfrentarse con la autoridad del obispo de Roma, el papa, en el que vieron al agente de un orden del mundo bajo la Iglesia.
La tensión política utilizaba las imágenes del Apocalipsis, ya que era posible que aquellos guerreros que construían torres en piedra para controlar a los pueblos nómadas, pero también la producción de los campesinos, fuesen enviados del Anticristo. Las herejías, imbuidas de milenarismo, llamaban a la desobediencia social y predicaban el fin del mundo como liberación.
Los temores quedan atrás
Pasaron el año Mil y las otras fechas que pudieran justificar el milenarismo, es decir, la llegada del Hijo de Dios para juzgar a los vivos y a los muertos. La sociedad europea se encontró en medio de una situación paradójica: tras unas décadas de miedo por el fin del mundo y la llegada del Apocalipsis se pasó a unos años en los que los indicios de estas creencias eran paliados con la realidad de un crecimiento de la vida económica.

French; Crozier; Enamels Champlevé Date 1210–15 met
Báculo episcopal de Chamlevé, 1210, Museo Metropolitano de Arte, Nueva York.
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El dramatismo de algunos autores cuando contemplaban un meteorito o una inundación se contrarrestaba con la sensación de que la historia no acabaría, sino todo lo contrario, de que surgía una nueva oportunidad. En la década de 1030, cuando ya no existían motivos para creer en el fin del mundo, se buscó la manera de llegar a un acuerdo entre los diferentes sectores en conflicto. Aún se tardó años en conseguirlo, pero mientras tanto creció la población y mejoró el cultivo de cereales. Las hambrunas comenzaron a desaparecer y la primavera de la historia se echó encima del invierno del milenarismo.
Había una nueva oportunidad, y era preciso hacerse con ella. Al final, el año Mil, más que hacer realidad una psicología del miedo impulsada por la creencia en el fin del mundo, se convirtió en el punto de partida de una gloriosa aurora, como había señalado Thietmar de Merseburg; en el comienzo de un sólido crecimiento económico, social y cultural. El punto de partida de un despegue que condujo a la primera modernidad. Con esa paradoja profunda se escribieron unas de las páginas más decisivas de la historia de Europa.