Un oficio peligroso

Mercenarios de Grecia, los soldados profesionales que ganaban guerras

Combatientes disciplinados y aguerridos, los hoplitas griegos nutrieron las filas de los ejércitos mercenarios, no tanto por afán de aventuras como para huir de la pobreza.

jenofonte y los diez mil

jenofonte y los diez mil

Jenofonte y los Diez Mil a la vista del mar después de su marcha de regreso de la Batalla de Cunaxa.

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«Y de súbito oyeron a los soldados gritar: “¡Thalassa, thalassa!”, “¡El mar!, ¡El mar!”... y se abrazaban unos a otros, generales y oficiales, llorando... De repente, sin importar quién transmitió la orden, los soldados trajeron piedras y levantaron un gran túmulo». Quienes así mostraban su alegría a orillas del mar Negro eran los supervivientes del ejército de diez mil mercenarios griegos que habían quedado abandonados, huérfanos de empleador y en medio de un continente hostil, a la muerte de Ciro el Joven, el aspirante al trono de Persia que los había contratado para hacerse con el poder. Ahora sabían que lo peor había pasado y que el mar les devolvería a casa.

Muchos aficionados a la historia antigua reconocerán este episodio, narrado en la Anábasis de Jenofonte, un líder de aquel ejército. Sin embargo, quizá no les resulten tan familiares las circunstancias que rodearon la formación de contingentes como éste, las esperanzas y miedos de sus hombres, la vida de los soldados de fortuna.

Jenofonte

Jenofonte

Jenofonte, historiador, soldado y mercenario, dictando su historia en su exilio en Escilunte.

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Aunque fue en el siglo IV a.C. cuando se formaron grandes ejércitos de muchos millares de mercenarios griegos, esta forma de ganarse la vida se remonta a la Edad Oscura, la época que siguió a la caída de la imponente civilización micénica. Quizá ya a mediados del siglo VIII a.C., en época de Homero, hubo mercenarios griegos al servicio del Imperio asirio, mientras que décadas después lucharon contra él y al servicio de los faraones egipcios que buscaban una fuerza de choque eficaz en los «hombres de bronce», expresión con la que el historiador Heródoto aludía al armamento de aquellos guerreros. 

Ya en el siglo VII a.C. contamos con nombres propios de fama inmortal, como el mercenario, aventurero y gran poeta Arquíloco de Paros, un personaje curtido y desencantado, un cínico héroe cansado que no desentonaría en una novela de Arturo Pérez Reverte.

En todo caso, debemos distinguir entre los mercenarios griegos y los bárbaros. Atenas había contado desde principios del siglo V a.C. con arqueros escitas como una suerte de cuerpo policial, pero fue sobre todo en Occidente, en Sicilia, donde los tiranos de Siracusa y otras poleis o ciudades-estado griegas empezaron a reclutar por la misma época a miles de itálicos (campanos, lucanos), y a ligures, galos e iberos en contingentes menores, considerados «carne de cañón» a la que se podía sacrificar.

las razones del mercenario

En estas páginas nos referiremos sólo a los mercenarios griegos, más prestigiosos porque solían combatir como hoplitas (esto es, como infantes pesadamente armados), y luego también como peltastas (soldados de infantería con armamento más ligero), aunque no necesariamente fuesen los más eficaces en todas las circunstancias. Ya algunos hoplitas de los Diez Mil procedentes de Rodas tuvieron que reconvertirse con desgana en honderos –una habilidad que se ha de adquirir en la infancia– para poder enfrentarse a los arqueros persas en su retirada camino del mar Negro.

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La guerra del Peloponeso, que desangró a las ciudades griegas entre 431 y 404 a.C., marcó nuevas cotas de crueldad entre los combatientes y cuando terminó dejó sin ocupación a millares de hombres que durante años sólo habían luchado y se habían hecho a un tipo de vida muy distinto al tradicional. El desarrollo de la guerra marcó también una fuerte crisis del modelo bélico convencional, basado en una milicia de hoplitas formada por ciudadanos que defendían su polis cuando era preciso. Los asedios y las campañas prolongadas, incluso en invierno, favorecieron el desarrollo de cuerpos especializados y cada vez más profesionalizados. 

En época arcaica algunos mercenarios fueron individuos de cierto rango exiliados por razones políticas, o aventureros en busca de prestigio además de botín, y se habían puesto al servicio de potencias como Lidia o Persia. Pero desde finales de la guerra del Peloponeso, la causa principal del mercenariado fue la pobreza, que muchas veces afectaba a hijos de granjeros sin tierras suficientes donde establecerse. De ahí que entre 399 y 375 a.C. nunca hubiera menos de 25.000 mercenarios griegos en servicio, cifra que pudo doblarse en las décadas posteriores.

«Condottieros» y maestros de armas

La guerra del Peloponeso también vio surgir generales profesionalizados, como el espartano Brásidas. Este fenómeno se agudizó en el siglo IV a.C. con la aparición de grandes jefes militares que, sin renunciar a su ciudadanía de origen, llegaron a convertirse en auténticos condottieros, capitanes que ponían sus tropas al servicio del mejor postor. Entre ellos destacan figuras de orígenes muy variados, como Jenofonte, Ifícrates, Cabrias o Cares de Atenas, que alcanzaron gran fama en su época y que en algunos casos llegaron a dirigir tropas mercenarias contra su propia ciudad natal. Estos generales llegaron a ser maestros en su oficio: en la batalla de Anfípolis, Brásidas pudo observar, por el balanceo y movimiento irregular de las lanzas de la formación enemiga, que sus oponentes estaban nerviosos y vencidos de antemano, lo que, como buen psicólogo, hizo notar a sus propios hombres.

En esta época surgió otro tipo de especialista, el hoplómaco, que recorría las ciudades ofreciendo sus servicios como maestro de armas y profesor de táctica. Sus enseñanzas se fueron imponiendo y mejoraron la instrucción de combate, hasta el punto de que la disciplina y eficacia de los hombres entrenados por ellos llegaron a superar a las de los mismos espartanos. Gracias a Jenofonte y Diodoro de Sicilia sabemos que miles de mercenarios eran capaces de realizar al unísono y a la orden de trompetas movimientos de armas «en orden cerrado», maniobras que resultaban imponentes en paradas o desfiles y abrumadoras en el campo de batalla.

lealtad y eficacia

En el siglo IV a.C., los mercenarios griegos sirvieron al Gran Rey persa contra cualquiera de sus enemigos, incluso –sin remordimientos, pues era algo normal y aceptado– contra otros griegos. Del mismo modo, sirvieron a aspirantes al trono persa (como hicieron los Diez Mil) y a las distintas ciudades, reyes y tiranos griegos en las interminables guerras que sacudieron la Hélade en esa centuria. A veces, las milicias eran complementadas con ciudadanos; otras muchas formaron contingentes profesionales completos.

acrópolis de atenas

acrópolis de atenas

En el siglo IV a.C., cuando los jóvenes de Atenas cumplían 18 años debían realizar la Efebía, un "servicio militar" de dos años de duración. 

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En la Antigüedad, y pese a la mala fama posterior, los mercenarios no fueron especialmente desleales a sus empleadores, siempre y cuando se cumplieran las condiciones del contrato, en especial en lo referente a la paga y al botín. Diodoro de Sicilia narra que, en 301 a.C., durante las guerras entre los diádocos (los generales de Alejandro Magno que se repartieron su imperio), casi tres mil mercenarios abandonaron a Lisímaco de Tracia y se pasaron a su enemigo Antígono I el Tuerto, quien les pagó los atrasos que habían reclamado al primero y compró su lealtad con regalos añadidos.

Más extraordinario es el caso de que un contingente mercenario de élite abandone al vencedor, se pase al vencido e invierta el resultado de la batalla. Eso es exactamente lo que ocurrió unos años antes cuando, tras la batalla de Gabiene (316 a.C.), los argyraspides o «escudos de plata», viejos veteranos de Alejandro Magno considerados invencibles, abandonaron a Eumenes de Cardia y se pasaron a Antígono el Tuerto cuando se enteraron de que la caballería de éste, que ya estaba derrotado, había capturado el bagaje, a sus mujeres y a sus hijos. Los curtidos veteranos negociaron secretamente con el Tuerto y entregaron a su general (que sería ejecutado) para recuperar sus familias y bienes. No es de extrañar que el nuevo empleador de esta unidad de élite, Antígono, desconfiando de ella, la mandase de guarnición a Afganistán, donde los «escudos de plata» languidecieron hasta desaparecer.

temidos por el adversario

Pese a que autores conservadores como el historiador Polibio (que escribió en el siglo II a.C.) preferían a las tropas ciudadanas por ser más fiables, lo cierto es que los escritores antiguos reconocían la mayor eficacia de los profesionales. Ya en 391 a.C., el general ateniense Ifícrates demostró en la batalla de Lequeo que su infantería de peltastas podía incluso derrotar de manera decisiva a los temibles hoplitas espartanos. Otro historiador, Plutarco, habla de la vergüenza de los orgullosos hoplitas al ser derrotados por meros misthophoroi, «los que cobran la paga (misthos)».

Jenofonte recoge en sus Helénicas la opinión del gran Jasón de Feras, el general tesalio considerado por algunos como precursor de las ideas de Filipo II de Macedonia (padre de Alejandro Magno): «Tengo unos seis mil mercenarios extranjeros contra los que no podría combatir fácilmente ninguna ciudad», decía; y pensaba que si una polis podía reunir un número similar de ciudadanos armados, no serían combatientes de igual calidad, pues: «Unos son hombres de edad ya avanzada, otros aún no están en pleno vigor», mientras que «entre quienes están conmigo no hay mercenario que no sea capaz de realizar los mismos esfuerzos que yo».

Por el contrario, Aristóteles opinaba en su Ética a Nicómaco que si las cosas se ponían feas, los mercenarios tenderían a huir mientras que los ciudadanos mantendrían las filas.

Fue muy celebrada la actitud del general ateniense Cabrias quien, en una batalla contra los espartanos, en 378 a.C., ordenó a sus mercenarios que «descansaran armas», las lanzas verticales y los escudos apoyados en el suelo, mostrando gran desprecio por sus enemigos. Los curtidos mercenarios obedecieron sin dudar esta orden arriesgada, y los espartanos de Agesilao II, estupefactos, detuvieron su avance.

batalla gránico

batalla gránico

En la Batalla del Gránico, en el año 34 a.C., Alejandro Magno venció en su primer choque contra el ejército persa, que incluía miles de mercenarios griegos. 

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Cuenta Diodoro de Sicilia que en 340 a.C. un ejército de mercenarios enviado por el rey persa Artajerjes III ayudó a Perinto y Bizancio (la actual Estambul) a defenderse con éxito de Filipo II de Macedonia. Los macedonios no olvidaron el daño que los eficaces mercenarios helenos podían infligir: tras su victoria en el río Gránico, Alejandro Magno ordenó masacrar a los mercenarios griegos mandados por Memnón, hombres que –como venía ocurriendo con miles de griegos desde hacía muchas décadas– habían combatido en el lado persa con lealtad y eficacia. El soberano macedonio había cambiado de golpe las reglas del juego al considerarles traidores a su personal cruzada de la Helenidad contra el persa.