Unas ramas verdes o unas guirnaldas con cintas blancas colgadas en la puerta de la casa: estos signos indicaban en la antigua Roma que en aquel lugar se debía celebrar una boda. El matrimonio en Roma era una ceremonia pública, pero se realizaba en el ámbito privado, con un amplio protocolo de ritos. Se desarrollaba en dos escenarios: la casa de la novia y el hogar del nuevo matrimonio en casa del esposo. Los ritos, teñidos de intenso paganismo, y los invitados, que atestiguaban con su presencia el compromiso social del matrimonio, enaltecían el enlace y lo dotaban de gran proyección y trascendencia.
Los romanos que no necesitaban trabajar podían ocupar parte del tiempo de sus mañanas contemplando el desarrollo de diversos tipos de ceremoniales: los esponsales, las bodas, el sellado de testamentos o las investiduras de toga viril. Se trataba de actos sociales en los que los asistentes actuaban simultáneamente como invitados y testigos. Los esponsales constituían un compromiso en el que se establecía la promesa de matrimonio con la aprobación de los familiares más próximos y capacitados en derecho para representar a los contrayentes. Ese consentimiento, preferiblemente paterno, estaba prescrito.
Los esponsales constituían un compromiso en el que se establecía la promesa de matrimonio con la aprobación de los familiares más próximos y capacitados en derecho para representar a los contrayentes.

Estela funeraria de un matrimonio romano.
Foto: iStock
La alianza se sellaba mediante las arras, un depósito en metálico, aunque poco a poco se fue imponiendo la costumbre del anillo de compromiso, de hierro, de oro o hasta de piedras preciosas, si el novio podía permitírselo. Con frecuencia, el novio colocaba el anillo en el dedo anular de su futura esposa sin conocerla. No había, pues, nada de amor en el gesto, a pesar de que, según Apiano, se eligiera ese dedo porque posee un nervio que conduce directamente al corazón, "el órgano más importante del cuerpo". El acto se cerraba con un banquete que realzaba el compromiso y lo transformaba en celebración o ceremonia.
Estos esponsales podían preceder en varios años a la boda, y constituían un pacto de alianza entre familias que podía atar a una niña de seis o siete años a su destino de madre de familia apenas se la considerara núbil. Para un varón, la transición de la adolescencia a la edad adulta estaba marcada por un rito de paso de eco social público y visible: la investidura de la toga viril, subrayada por la aparición de la primera barba. En cambio, para una adolescente romana, el tránsito a la condición adulta se reconocía en el seno del hogar en la víspera de su boda, como indicio de su naturaleza núbil, de que era apta para ser fecundada y, por tanto, para casarse.
La novia se despide de su casa
Ese momento llegaba cuando convenía casar a la joven para cumplir con su función social básica, la de la procreación a través de la unión matrimonial. Con frecuencia ocurría en edades muy tempranas, a partir de los 12 años, comúnmente antes de los 15, y para cumplir con el enlace pactado años antes a través de una ceremonia de esponsales. De hecho, el matrimonio entre las clases acomodadas de Roma no era la culminación de un vínculo amoroso, sino una alianza.

Larario descubierto en Pompeya.
Foto: Cordon Press
La joven ofrendaba los juguetes de su infancia a los dioses del hogar en el larario o altar doméstico, lo que entrañaba un acto de veneración, de reclamo de protección y de voluntad de afrontar, a partir del día siguiente, una nueva etapa en su vida dejando atrás la niñez. A continuación, la doncella se desvestía para ponerse, por vez primera, la tunica recta, una vestimenta lisa y talar, de color blanco, del mismo tipo que la que portaría en la ceremonia nupcial. Además, antes de acostarse, debía cubrir su cabello con una redecilla roja. Los colores níveo y sanguíneo sugerían, simbólicamente, la candidez virginal de la doncella.
La doncella se desvestía para ponerse, por vez primera, la 'tunica recta', una vestimenta lisa y talar, de color blanco, del mismo tipo que la que portaría en la ceremonia nupcial.
La boda iba precedida de una lectura de auspicios al amanecer. Se examinaban las entrañas de un animal sacrificado por el dueño de la casa en honor a los dioses, los cuales manifestaban de este modo su beneplácito. Mientras los invitados llegaban a la casa, la novia se acababa de preparar: una vez colocada la tunica recta, se la ceñía con un cinturón atado por un doble nudo, el llamado nodus herculeus, en memoria del héroe Hércules, cuya progenie alcanzó los 60 vástagos. Era un elemento simbólico que sugería custodia y protección, la castidad que preludiaba una descendencia legítima, pues sólo el marido podría desatarlo en la noche de bodas.
La boda y el banquete nupcial
En la ceremonia de la boda propiamente dicha se unían los acuerdos de la alianza con los gestos personales de los contrayentes: se leían las capitulaciones matrimoniales pactadas ante diez testigos y se consignaban en unas tablillas, las tabulae nupciales. Luego, los novios declaraban aceptarlas y se procedía a la unión. La oficiaba la pronuba, una mujer que acompañaba a la novia en todo el ritual de iniciación que constituía la boda y que debía cumplir un requisito: haberse casado una sola vez. Esta mujer de un solo hombre –univira– procedía entonces a unir las manos derechas de los novios tras su consentimiento, con lo que quedaba instituido el matrimonio.
Durante la ceremonia se leían las capitulaciones matrimoniales pactadas ante diez testigos y se consignaban en unas tablillas, las 'tabulae' nupciales.
Después, el sacerdote que había leído las entrañas del animal sacrificado hacía una plegaria invocando la protección divina para los esposos. Éstos procedían luego a llevar a cabo su primera empresa matrimonial: el sacrificio de un buey y un cerdo. Con ello acababa la ceremonia y los asistentes felicitaban a los contrayentes, mientras se preparaba el banquete nupcial, que se prolongaría varias horas, y en el cual tendrían lugar bromas y chanzas jocosas.
Al caer la noche, el banquete tocaba a su fin y los esposos marchaban juntos a su nuevo hogar, la casa del marido. La tradición exigía remedar el ancestral rapto de las sabinas perpetrado por los hombres de Rómulo en los inicios de Roma. La novia se resistía a abandonar su hogar arrojándose en brazos de su madre, mientras el marido fingía arrebatarla a la fuerza.
La llegada al nuevo hogar
Los recién casados abandonaban la casa entre un cortejo que llevaba antorchas, cantaba y lanzaba bromas obscenas. De este modo se ahuyentaban los malos augurios y se propiciaba la fertilidad de la nueva unión, mientras los transeúntes evaluaban la importancia del enlace a tenor de lo nutrido y animado de la comitiva.

Detalle del fresco romano conocido como Matrimonio Aldobrandini. Copia. 1838.
Foto: Cordon Press
Al llegar al nuevo hogar se oficiaban nuevos ritos de agregación y fecundidad: la recién casada ungía con manteca los goznes de la puerta, recabando una unión fértil y fecunda, tras lo cual la desposada mostraba la rueca y el huso que portaba, y el marido le hacía entrega de un copo de lana. A continuación ella colocaba un velo o un hilo de lana sobre la puerta como promesa de trabajo y dedicación al hogar. Por último pronunciaba la fórmula clásica de unión, fidelidad y también de obediencia: "Donde tú eres Cayo, yo seré Caya".
La desposada mostraba la rueca y el huso que portaba, y el marido le hacía entrega de un copo de lana. A continuación ella colocaba un velo o un hilo de lana sobre la puerta.
Desde este momento ya podía penetrar en su nueva casa, pero sin pisar el umbral, por lo que debía entrar en brazos de los invitados y ser recogida por el esposo. Éste la investía de sus poderes como señora del hogar entregándole el agua y el fuego, elementos que simbolizaban los principios opuestos, el del marido y el de la mujer, que integraban el matrimonio. Éste se materializaba finalmente cuando los esposos compartían por primera vez el lecho conyugal en la noche de bodas y, por fin, la cortina se corría.