TRANSCRIPCIÓN DEL PODCAST
En la Francia de 1789, la mitad de los hombres y más del setenta por ciento de las mujeres no sabían leer. Por eso, uno de los medios más eficaces para transmitir las nuevas ideas revolucionarias fueron las canciones. Entre 1789 y 1800, los especialistas han contabilizado casi 200 himnos y más de 2.000 canciones populares de contenido político. Mientras que los himnos solían ser encargos de las autoridades para las ceremonias oficiales (coros, cantos fúnebres, odas…), las canciones tenían un carácter popular. Circulaban en hojas volantes o en opúsculos y almanaques, se reproducían en los periódicos y hasta se recopilaron en cancioneros. Había autores, chansonniers, que cantaban y vendían sus composiciones (o las de otros) en los puntos más concurridos de París, como el Pont Neuf, el Palais Royal o los Campos Elíseos. Pero otros muchos se limitaban a idear una letra que podía cantarse sobre una melodía ya conocida (de una opereta, un vaudeville o una canción folclórica). Estos paroliers eran casi siempre anónimos.
Entre 1789 y 1800, los especialistas han contabilizado casi 200 himnos y más de 2.000 canciones populares de contenido político
Los ciudadanos cantaban en todas partes: en los teatros, en los cafés, en las calles... Los líderes revolucionarios reconocían la utilidad de los cantos patrios. En 1793, el diputado Dubouchet declaraba: «Nada es más propio que los himnos y las canciones para electrizar las almas republicanas». En la asamblea, el público de entusiastas profería cánticos que llegaban al punto de interrumpir las sesiones, provocando las quejas de los diputados, entre ellos Danton. Entre las numerosas canciones políticas de esos años hubo algunas que alcanzaron especial popularidad, como el Ça ira, creada en 1790; La Carmagnole, de 1792, o el Canto de la partida. Pero fue La Marsellesa la que acabó convirtiéndose en símbolo de la Revolución.
«¡A las armas, ciudadanos!»
Todo empezó el 24 de abril de 1792 con una cena en casa del alcalde de la ciudad fronteriza de Estrasburgo, el barón de Diétrich, quien encargó a un capitán de ingenieros y compositor aficionado, Claude-Joseph Rouget de Lisle, que compusiera un nuevo himno militar, considerando que el Ça ira no era adecuado para esa función.
La iniciativa no fue un capricho personal. En esos días la Revolución atravesaba una fase dramática. La creciente hostilidad de los partidos contra Luis XVI había alarmado a las monarquías absolutistas europeas, hasta el punto de que en agosto de 1791 el emperador Leopoldo II y el rey de Prusia lanzaron un ultimátum a la Asamblea Nacional: si no se respetaban los derechos de Luis XVI intervendrían militarmente. Fue el inicio de una escalada de declaraciones y de movilización de tropas que desembocó inevitablemente en la guerra. El 20 de abril de 1792, la Asamblea Nacional aprobó, de forma prácticamente unánime, declarar la guerra a Austria e hizo un llamamiento a todos los franceses para que se unieran al ejército que debía enfrentarse al invasor.
Ya desde la primera estrofa (Allons, enfants de la Patrie), los franceses son llamados a luchar contra los invasores, «los feroces soldados» que vienen «a degollar a vuestros hijos y compañeras»
El alcalde de Estrasburgo, al encargar el himno cuatro días después de la declaración de guerra, quería levantar la moral de los voluntarios que acudían a formar el nuevo ejército. De ahí justamente el nombre inicial del himno que compuso Rouget de Lisle, Canto de guerra para el ejército del Rin, y que el estribillo dijera: «¡A las armas, ciudadanos!», como en los bandos pegados en los muros de la ciudad que conminaban a los hombres adultos a alistarse. Todo el texto de la canción se refiere a este momento dramático. Ya desde la primera estrofa (Allons, enfants de la Patrie), los franceses son llamados a luchar contra los invasores, «los feroces soldados» que vienen «a degollar a vuestros hijos y compañeras». Las siguientes estrofas repiten la misma imagen: «¿Qué pretende esa horda de esclavos, / de traidores, de reyes conjurados? Se atreven a tramar / reducirnos a la antigua servidumbre [...] ¡Cohortes extranjeras, / harán la ley en nuestros hogares! / ¡Esas falanges mercenarias / derrotarán a nuestros fieros guerreros! [...] Unos déspotas viles serán / los dueños de nuestros destinos». La melodía transmite una perspectiva siniestra, como si se aproximase algo terrorífico que sólo puede ser vencido por la llamada a las armas del estribillo: «¡A las armas, ciudadanos! / ¡Formad vuestros batallones! / ¡Marchemos, marchemos! / ¡Que una sangre impura / abreve nuestros surcos!», en alusión a la sangre del enemigo que regará el suelo de la nación cuando el ejército francés lo derrote. Pese a su dureza, hay un instante compasivo con los soldados enemigos –«perdonad a esas víctimas tristes, / que a su pesar se arman contra nosotros»–, perdón que en cambio se niega a los «déspotas sanguinarios» que «desgarran el seno de su madre». La conclusión es una llamada a la lucha a ultranza: «Menos deseosos de sobrevivirles / que de compartir su tumba, / tendremos el orgullo sublime / de vengarlos o de seguirlos».
Himno nacional de Francia
El himno de Rouget de Lisle tuvo un éxito fulgurante. Sus vibrantes notas y su combativa letra se propagaron entre los soldados que marchaban a la frontera y, a través de ellos, por las ciudades y pueblos. Inevitablemente, el himno llegó a la capital. En junio de 1792, los partidos revolucionarios decidieron reunir en París una fuerza armada de 20.000 hombres para defender la capital en caso de invasión extranjera, los llamados «federados», que deberían estar listos para el 14 de julio, fiesta revolucionaria.
Un diputado llamado Barbaroux escribió a las autoridades de su ciudad natal, Marsella, para que enviaran 600 hombres. Provistos de una copia impresa del canto de Rouget de Lisle, los marselleses, a lo largo de su travesía hasta París, que duró del 3 al 29 de julio, iban cantando el himno en cada pueblo que atravesaban. Una gaceta de la época cuenta que «cantan el himno con gran fuerza, y el momento en que agitan sus sombreros y sus sables, gritando todos a la vez “¡A las armas, ciudadanos!” es realmente estremecedor. Han hecho que escucharan este himno guerrero en todos los pueblos que atravesaban, y estos nuevos bardos han inspirado así en el campo sentimientos cívicos y belicosos». Los marselleses se quedaron varias semanas en París, y en ese tiempo no cesaron de cantar el himno. «A menudo lo cantan en el Palais-Royal, y a veces en los espectáculos entre dos obras», decía la misma fuente. Fue entonces cuando los parisinos descubrieron esta música, que pasaron a llamar Himno de los marselleses, y después, simplemente, La Marsellesa.
Este himno acompañó a las tropas durante toda la Revolución. En septiembre de 1792, en la batalla de Valmy, la primera gran victoria de los ejércitos revolucionarios, se dice que el general Kellerman gritó: «¡Vive la Nation!», a lo que sus hombres respondieron entonando La Marsellesa. Para los combatientes, esta canción era una especie de amuleto. Un general escribió en una ocasión a su ministro: «He ganado la batalla, La Marsellesa combatía conmigo», mientras otro pedía un refuerzo de mil hombres y una edición de la canción para animar a sus hombres.
La Marsellesa emprendió así su camino para convertirse en himno nacional de Francia, o, como se la designó el 14 de julio de 1795, «canción nacional». Sin embargo, ese triunfo no fue instantáneo. El carácter virulentamente antimonárquico del texto hizo que el himno fuera vetado bajo Napoleón y durante la Restauración borbónica. Regresó fugazmente con la Revolución de 1830, para quedar de nuevo arrinconado bajo Napoleón III. Tras otro momento de gloria con la Comuna de París, como canción enseña de los sublevados, en 1879 la Tercera República le otorgó por fin la categoría de «himno nacional» de Francia.
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