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Monedas romanas antiguas dentro de un frasco de cerámica.

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Curiosidades de la historia: episodio 145

Marco Licinio Craso, el hombre más rico de Roma

De origen humilde, Marco Licinio Craso acabó siendo un hombre inmensamente rico gracias, sobre todo, a sus prósperos negocios inmobiliarios. Deseoso de emular a Pompeyo, inició una guerra contra Partia que le costaría la vida.

De origen humilde, Marco Licinio Craso acabó siendo un hombre inmensamente rico gracias, sobre todo, a sus prósperos negocios inmobiliarios. Deseoso de emular a Pompeyo, inició una guerra contra Partia que le costaría la vida.

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"El dinero no da la felicidad". A ningún personaje histórico le puede resultar más adecuada esta famosa frase que a Marco Licinio Craso, el hombre que pasó a la posteridad no sólo por su desmesurada riqueza, sino también por haber regalado a Roma una de las derrotas más dolorosas de su historia. En cierto modo resulta sorprendente que Shakespeare no escribiera una tragedia sobre él: nadie habría encarnado mejor que Craso la épica del hombre insaciable castigado por su ambición desmedida, tema que aparece con frecuencia en las obras del dramaturgo isabelino.

La fuerza evocadora de su pluma habría retratado de manera extraordinaria el fin del romano cuando, entre el polvo que levantan los caballeros partos en el desierto mesopotámico, el protagonista ve la cabeza de su hijo clavada en una pica y oye que sus enemigos se preguntan quiénes serán sus padres, «porque no era posible que un hijo tan generoso e increíblemente valiente hubiera nacido de un padre tan cobarde e inútil como Craso».

Más hábil para los negocios que para la guerra, Marco Licinio Craso tenía sesenta años cuando afrontó su destino en Carras, tras haber ocupado el centro de la vida política y económica de Roma durante casi toda su vida, desempeñando un papel decisivo en las guerras civiles entre Mario y Sila, en la revuelta de esclavos liderada por Espartaco y en el triunvirato que formó con César y Pompeyo.

Un hombre discreto

Sus inicios fueron difíciles: su familia no era rica y vivía en una casa humilde, donde todos comían en la misma mesa. Según su biógrafo Plutarco, esto fue la causa de su vida sobria y moderada, muy distinta de la ostentación de que hacía gala su casi contemporáneo Lúculo. Parece que también fue discreto con respecto a las mujeres y, al contrario de César, oficialmente sólo tuvo una, la viuda de su hermano mayor, con la que se casó y que fue la madre de sus hijos.

Pero ni siquiera él se libró de las calumnias, pues se le llegó a atribuir una relación con la vestal Licinia, lo cual, más que un delito, en Roma suponía un sacrilegio. Pero durante el juicio la verdad salió a la luz: Craso la había visitado no para cortejarla, sino para comprar una de sus propiedades a las afueras de Roma. Así, obtuvo la absolución gracias a su avaricia, defecto que, según los romanos, fue el único que eclipsó sus numerosas virtudes.

 

Busto de Marco Licinio Craso. Gliptoteca de Copenhague.

Busto de Marco Licinio Craso. Gliptoteca de Copenhague.

Foto: CC

Es justamente Plutarco quien precisa que, en realidad, Craso tenía muchos defectos, aunque su sed de riqueza era tan fuerte que hacía palidecer todos los demás. No es casualidad que los trescientos talentos con los que comenzó en la vida política se convirtieran, según el inventario de su patrimonio realizado en vísperas de su última campaña, en unos 7.100. En gran parte se trataba de bienes acumulados «con el fuego y con la guerra», aprovechándose de las desgracias públicas, concluye Plutarco.

Aunque, en aquel período, la fortuna de los romanos cambiaba radicalmente de un día para otro, según la del partido al que apoyaran. Era la época de las guerras civiles, iniciadas en la segunda década del siglo I a.C. por Sila, caudillo militar de la oligarquía senatorial (los optimates), enfrentado con Cayo Mario, dirigente de los populares, que querían poner fin al dominio de aquella. Craso perdió a su padre y a su hermano en las matanzas perpetradas por Mario, pero como partidario de Sila se recuperó con creces después de la victoria final de su líder.

En efecto, Craso fue uno de los más estrechos colaboradores de Sila, y llegó a dirigir el ala derecha de sus tropas durante el combate final ante las murallas de Roma, en la batalla de Puerta Colina, en 82 a.C. Y probablemente fue el principal artífice del triunfo de Sila: él lideró la victoria frente al enemigo, al que persiguió hasta la confluencia de los ríos Tíber y Aniene, y no volvió hasta entrada la noche para anunciar el triunfo a Sila.

Astuto hombre de negocios

El agradecimiento de Sila permitió a Craso estar en primera fila durante las proscripciones, cuando el señor indiscutible de Roma confiscó los bienes de los seguidores de Mario y dejó que sus aliados los compraran a precio de saldo. Pero Craso no era sólo un oportunista; tenía ver dadero olfato para los negocios y fue muy hábil a la hora de aumentar su patrimonio, por lo que aprovechó la plaga más extendida en Roma: los incendios que destruían periódicamente sectores enteros de la ciudad, donde los edificios se sucedían unos a otros sin interrupción.

Cuando un bloque se incendiaba, los propietarios de los edificios adyacentes solían malvender los suyos por miedo a que se derrumbaran, y entonces Craso compraba lo que quedaba de los inmuebles. Plutarco dice que así se adueñó de gran parte de Roma. Al mismo tiempo, consiguió más de 500 esclavos arquitectos y albañiles, a los que hacía reconstruir los edificios para luego revenderlos a precios elevados sin haber tenido que pagar a ningún trabajador. Pero los constructores eran sólo una parte de su ejército de esclavos, que muchos consideraban más valiosos que sus minas de plata y sus tierras.

Su servidumbre era interminable, pero muy especializada. Estaba formada por escribas, orfebres, administradores, ayudantes de cocina... Él mismo los instruía, con la convicción de que «todo tenía que ser dirigido por los esclavos, pero que los esclavos tenían que ser dirigidos sólo por él». A pesar de su sed de riqueza, Craso no era avaro, ni el usurero que algunos creen.

Su casa estaba abierta a todo el mundo; llegó a ofrecer banquetes y a repartir trigo a toda la ciudadanía, y nunca rehusaba prestar dinero a quien se lo pedía, y sin intereses. Pero, eso sí, cuando vencía el plazo exigía que se lo devolvieran puntualmente, sin conceder prórrogas. La generosidad, en política, siempre conlleva segundas intenciones, y él no era una excepción: convertir a alguien en su deudor significaba hacer que dependiera de él, o, al menos, que le estuviera agradecido. Hacer un favor a un personaje importante que se encontrara en dificultades económicas podía resultar una buena inversión de futuro: el deudor podía ocupar un cargo importante, como la administración de una provincia, y volver a casa rico y con una gran influencia.

Precisamente eso es lo que le sucedió a Julio César: endeudado hasta el cuello para lograr apoyos, el futuro dictador consiguió mantenerse a flote gracias a los préstamos de Craso; después partió para gobernar Hispania, emprendió guerras contra los lusitanos para conseguir botines y a su regreso ya no tuvo más problemas económicos.

La esquiva gloria militar

Craso tenía don de gentes. Era un gran orador y no le costaba tomar la palabra en el Senado; era cordial y amable con todos, incluso con la gente más humilde que lo paraba por la calle, a la que gracias a sus esclavos expertos en nomenclatura incluso podía llamar por su nombre.

Además, era un astuto adulador al que también le gustaba ser adulado, y sabía desenvolverse con políticos de distinto signo, cambiando de posición según sus intereses. Aunque había alguien a quien no soportaba: el general Cneo Pompeyo Magno. La causa de sus discrepancias, al parecer, era el triunfo que Sila permitió celebrar a Pompeyo tras su victoria en África contra los partidarios de Mario, aunque entonces Pompeyo era tan joven que aún no formaba parte del Senado. Corroído por la envidia, Craso ironizó sobre el término «Magno» que su futuro aliado se había atribuido, y se sintió cada vez más frustrado ante sus victorias militares y las de César.

Así pues, se mostró encantado de que los romanos acudieran a él cuando el gladiador Espartaco encabezó una revuelta de esclavos que provocó una grave crisis política, al derrotar a Roma una y otra vez. En realidad, su nombre surgió porque los mejores comandantes estaban ocupados en campañas en el extranjero –Pompeyo, en concreto, se encontraba en Hispania–.

Craso afrontó la empresa con más entrega y recursos que sus predecesores y se mostró inflexible, eficiente y despiadado. Con diez legiones cuatro de las cuales estaban formadas por los supervivientes de las unidades derrotadas por los esclavos), en abril de 71 a.C. aisló a Espartaco en el sur de Italia y lo forzó a presentar batalla en el río Sele. Logró una victoria aplastante y crucificó a 6.000 cautivos a lo largo de la vía Apia, aunque el cuerpo de Espartaco nunca fue hallado. Pero a Craso le esperaba una amarga desilusión.

Al menos 5.000 esclavos se le habían escapado, y en su fuga hacia la Galia acabaron en manos de Pompeyo, que volvía de Hispania tras haber derrotado al líder rebelde Sertorio mediante una traición. El joven general derrotó a los fugitivos y se apropió así de la victoria definitiva, lo que le permitió celebrar un triunfo que, a ojos de Craso, era inmerecido. A él, en cambio, le correspondió tan sólo una ovatio, un triunfo menor que se celebraba sin cuadriga ni cetro ni séquito de soldados, con una corona de mirto en lugar de laurel y con el sacrificio de una oveja en vez de un toro.

Este episodio acrecentó el resentimiento y la frustración de Craso. Las tensiones continuaron al año siguiente, cuando él y Pompeyo compartieron el consulado. En los años sucesivos, además, Pompeyo sumó victoria tras victoria: en el Mediterráneo contra los piratas y en Oriente contra Mitrídates del Ponto y contra pueblos poco conocidos para los romanos. Fue entonces cuando el vínculo que Craso había establecido con César en el pasado se volvió útil para su carrera política. En efecto, el futuro dictador fue el artífice de la reconciliación entre los dos grandes hombres, a los que convenció de que favorecería sus intereses si apoyaban su candidatura al consulado.

Una vez convertido en magistrado supremo de la República, en el año 59 a.C., César utilizó la influencia de ambos para imponer a Roma un «gobierno en la sombra» a partir de un acuerdo privado entre los tres, que pasaría a la historia como primer triunvirato. Su alianza, que al principio se mantuvo en secreto, no se hizo pública hasta que el Senado bloqueó una propuesta de ley agraria de César.

Una guerra innecesaria

Los tres amos de Roma se repartieron provincias y cargos, y permitieron que César prolongara su gobierno de las Galias, que Pompeyo y Craso compartieran de nuevo un consulado en 55 a.C. y que este último se encargara del gobierno de Siria. La intención de Craso era lanzarse a la conquista del Imperio parto, en una guerra que iba a servir tan sólo para satisfacer su vanidad y para procurarle una gloria militar equivalente a la de sus dos colegas. Plutarco escribió: «En el reparto de las provincias no se mencionaba una guerra contra los partos; pero todos sabían que Craso se volvía loco por aquel proyecto».

El Imperio parto nunca había causado problemas y los romanos no aprobaban esa guerra, pero ello no impidió que Craso partiese hacia su última empresa a mediados de noviembre de 55 a.C., librándose de una multitud hostil sólo gracias a la intervención de Pompeyo y llevando consigo la maldición de un tribuno de la plebe.

Tras año y medio de campaña infructuosa, su cabeza acabó sobre la mesa del rey Orodes, justo durante la representación de Las bacantes de Eurípides; el actor principal cogió entre sus manos el macabro despojo mientras recitaba: «Del monte traemos al palacio hiedra apenas cortada, caza afortunada». «Éste, se dice, fue el final de la expedición de Craso: el de una tragedia», escribió Plutarco. Ah, Shakespeare, ¿por qué no la escribiste?