Hecho histórico

Maoríes contra ingleses en Nueva Zelanda

En la década de 1860, los indígenas de Nueva Zelanda se levantaron contra los colonos británicos que les desposeían de sus tierras y medios de subsistencia ancestrales

Revuelta maorí 1

Revuelta maorí 1

Asalto británico a una fortificación maorí durante la guerra de la década de 1860 en Nueva Zelanda. Acuarela por Olando Norie. 

Foto: Erich Lessing / Album

En la historia de las migraciones humanas, las últimas grandes islas en ser pobladas fueron las de Nueva Zelanda. Los maoríes llegaron a ellas a mediados del siglo XIII desde la Polinesia oriental y ocuparon todo el territorio, dividiéndose en tribus y subtribus. Además de cazar hasta la extinción al moa (un ave semejante al avestruz), introdujeron cultivos, cerdos y perros como fuente de alimento, y se adaptaron al clima frío de las islas usando pieles y aguas termales.

Tras las expediciones del neerlandés Abel Tasman, en 1642, y del inglés James Cook, en 1769, los europeos, sobre todo británicos, comenzaron a llegar a Nueva Zelanda a finales del siglo XVIII. Eran balleneros, cazadores de focas y comerciantes a los que los maoríes adquirían tejidos, clavos y otros utensilios de metal, especialmente armas de fuego para saldar viejas rencillas tribales.

Tamati Waka Nene

Tamati Waka Nene

Tamati Waka Nene, jefe maorí aliado de los británicos.

Foto: Album

Los misioneros que llegaron poco después se escandalizaron ante el caos y descontrol de los asentamientos europeos, en los que abundaban el alcoholismo, la prostitución y las estafas a los maoríes para conseguir tierras baratas. Los misioneros pidieron al gobierno británico que interviniera para imponer el orden. Tras algunas reticencias, las autoridades de Londres concluyeron que la mejor solución era anexionar las islas al Imperio británico, tanto para proteger a los maoríes como para controlar a sus súbditos y, naturalmente, para asegurar los intereses comerciales británicos frente a potencias extranjeras.

En 1840, los jefes maoríes reconocieron la soberanía de la Corona británica

En 1833 llegó a las islas el primer residente británico. Establecido en Waitangi, James Busby tejió alianzas con los jefes locales a fin de preparar el terreno a la anexión. En 1839 arribó a Nueva Zelanda el capitán William Hobson para «conseguir el consentimiento libre e informado» de los maoríes a fin de convertir Nueva Zelanda en una colonia británica. Se decidió que lo mejor sería la firma de un tratado entre Reino Unido y los jefes tribales del archipiélago, por el cual los maoríes aceptarían a la reina Victoria como su soberana y, a cambio, ésta les reconocería la propiedad de sus tierras, se comprometería a comprarlas a precios justos para revenderlas a los colonos y concedería a los maoríes todos los derechos y privilegios de los súbditos británicos.

Pahu

Pahu

La vida de los maoríes se organizaba en torno a aldeas fortificadas llamadas pa, situadas en lugares altos desde los que se dominaba el acceso a puntos estratégicos. Cuando se hacía sonar el pahu o gong para advertir de un peligro, los pa se convertían en refugios. Pahu en el Museo Nacional de Nueva Zelanda, Wellington.

Foto: Bridgeman / ACI

Súbditos de la reina

El Tratado de Waitangi, considerado como el texto fundacional de Nueva Zelanda, fue redactado por Hobson, su secretario, y Busby, y lo firmaron 43 jefes maoríes el 6 de febrero de 1840. Durante los meses sucesivos, otros quinientos jefes suscribieron el documento. La mayoría de ellos pensaban que la Corona británica gobernaría sobre los colonos, pero que los maoríes seguirían controlando sus propios asuntos, ejerciendo plena autoridad sobre sus propias comunidades, tierras y recursos.

Pero las cosas cambiaron rápidamente desde que Hobson proclamó la soberanía británica sobre Nueva Zelanda en junio de 1840. La afluencia de colonos fue tan grande que no había suficiente tierra disponible para todos. Bajo la presión de empresas encargadas de la colonización, como la New Zealand Company, el gobierno británico empezó a comprar a bajo precio las tierras de los maoríes para venderlas en provecho de los colonos. Los gobernadores sucesivos tendieron a favorecer a los colonos en contra de los maoríes mediante leyes especiales. El tratado de 1840 había prometido a los maoríes los mismos derechos que todos los súbditos británicos, pero cuando en 1852 se creó el primer Parlamento de Nueva Zelanda, los maoríes no pudieron votar porque el derecho a sufragio dependía de la posesión individual de tierra, y las tierras maoríes eran de propiedad comunal.

Batalla de Saint John

Batalla de Saint John

Batalla de Saint John. El 19 de julio de 1847, los británicos rompieron el cerco maorí sobre Whanganui, en la Isla Norte. Pintura por George Hyde Page.

Foto: Alexander Turnbull Library, Wellington, New Zealand

Nacionalismo maorí

Los maoríes, presionados para vender sus tierras a cualquier precio, se sintieron traicionados. La tierra era el medio de subsistencia de sus tribus, pero también la fuente de sus tradiciones y su cultura. Venderlas era renunciar a su pasado y a su futuro. Como reacción surgió el movimiento Kingitanga, formado por varios jefes tribales que no habían firmado el acuerdo y que decidieron nombrar rey a uno de ellos, Potatau Te Wherowhero. Éste debía actuar como un contrapeso local a la reina Victoria y evitar así la venta de las tierras maoríes. Pero el rey maorí nunca fue reconocido por los británicos, y en 1858 ya había en Nueva Zelanda más colonos que maoríes.

La guerra era inevitable. Entre 1844 y 1845, en la llamada guerra del Asta, el líder maorí Hone Heke, que había sido el primer firmante del tratado, derribó hasta tres veces el asta de la bandera británica de Kororareka y acabó saqueando la ciudad. La represión organizada por el gobernador George Grey sofocó la revuelta y abrió una fase de trece años de paz.

A partir de 1860, la tensión escaló rápidamente. En los alrededores del volcán Taranaki, en la costa oeste de la isla del Norte, los maoríes empezaron una guerra de guerrillas protegidos por una tierra salvaje y hostil que conocían muy bien. Su coraje, astucia y habilidad para luchar los convirtieron en enemigos formidables del ejército imperial británico y las milicias coloniales. El historiador militar John Fortescue escribió que, para los británicos, «los maoríes fueron los más extraordinarios enemigos con los que jamás toparon». Se los admiraba por el caballeroso tratamiento que daban a los heridos y por el carácter deportivo con el que encaraban la guerra: en más de una ocasión, los maoríes pidieron munición o agua a sus enemigos para poder seguir luchando, o mandaron comida a los británicos para continuar la batalla.

Te Porere

Te Porere

Te Porere. Restos de la fortificación maorí que fue escenario de la última gran batalla de la guerra. Los ingleses la tomaron en 1869.

Foto: Alamy / ACI

Fiera resistencia

Uno de los momentos culminantes de la guerra tuvo lugar en 1863 durante el sitio de Orakau, una fortificación maorí en la que se refugiaron cerca de trescientos hombres, mujeres y niños guiados por el jefe Rewi Maniapoto. Cuando el general Duncan Cameron, al frente de más de 3.000 soldados británicos, les ofreció la rendición, los maoríes respondieron: «Ka whawhai tonu ahau ki a koe, ake ake!» («¡Seguiremos luchando para siempre!»). Cuando el general ofreció que salieran las mujeres y los niños, le respondieron que lucharían junto a los hombres. Aquel mismo atardecer, los maoríes lanzaron un ataque sorpresa que permitió escapar a cerca de la mitad de ellos, incluido Rewi Maniapoto.

Los británicos se vengaron confiscando la tierra de las tribus rebeldes: más de un millón de hectáreas, algunas pertenecientes a tribus que se habían mantenido neutrales, pasaron a propiedad de la colonia. En 1865, otra ley permitió a los maoríes vender directamente las tierras a los colonos sin pasar por la Corona, en contra de lo establecido en el tratado. Desesperados por la imposibilidad de conservar sus tierras, los maoríes cayeron en la desmoralización y la depresión. El novelista Anthony Trollope, que viajó por Nueva Zelanda en 1872 al final de la guerra, escribió que no había esperanza para su futuro.

A finales del siglo XIX, los maoríes sólo representaban un cinco por ciento de la población y sus tierras se habían reducido al diecisiete por ciento de la superficie del país. Durante el siglo XX, sin embargo, siguieron luchando por la autodeterminación y la recuperación de las tierras ancestrales, y aun hoy siguen reclamando al gobierno de Nueva Zelanda que honre el Tratado de Waitangi.

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El Imperio británico en el siglo XIX

El Imperio británico en el siglo XIX

El Imperio británico en el siglo XIX

Foto: AKG / Album

De una isla a otra

El archipiélago de Nueva Zelanda se conoció con este nombre (alusivo a la provincia neerlandesa de Zelanda) tras el viaje de exploración del neerlandés Abel Tasman en 1642. Se integró en la órbita británica a raíz del viaje de James Cook en 1769, y, tras la fundación en 1788 de Nueva Gales del Sur, en el sureste de Australia, empezaron a partir colonos de Sídney hacia las islas de los maoríes.

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Tratado de Waitangi

Tratado de Waitangi

Varios jefes maoríes firman el Tratado de Waitangi en presencia de las autoridades británicas. Ilustración del siglo XIX.

Foto: Bridgeman / ACI
Tratado de Waitangi 2

Tratado de Waitangi 2

Tratado de Waitangi. Fragmento del documento original firmado en 1840.

Foto: Bridgeman / ACI

La sombra de la tierra, para la reina Victoria

Una vez redactada la versión inglesa del Tratado de Waitangi entre la Corona británica y los maoríes (1840), se encargó su traducción a la lengua maorí al reverendo Henry Williams, un misionero establecido en el país desde hacía años y que conocía bien a varios jefes tribales. La existencia de estas dos versiones hizo que el tratado tuviera, en varios puntos, una significación diferente para británicos y maoríes. Por ejemplo, mientras la versión inglesa decía que los maoríes habían traspasado a la Corona británica la «soberanía» de las islas, los maoríes hablaban sólo de kawanatanga, gobernanza. Del mismo modo, los maoríes leían en su versión del tratado que la Corona británica prometía proteger la tino rangatiratanga, el ejercicio de la autoridad de los jefes sobre sus tierras y pueblos. Muchos creyeron que el tratado les permitiría conservar su autonomía y les daría garantías en sus relaciones con los colonos. Quizá por ello un jefe maorí, Nopera Panakareao, interpretó que «la sombra de la tierra era para la reina Victoria, pero la sustancia quedaba para los maoríes». El desengaño llegaría enseguida.

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Hauhau 1

Hauhau 1

Seguidores hauhau presos en un barco británico atracado en el puerto de Wellington, antes de su traslado a la cárcel, en 1866.

Foto: Bridgeman / ACI
Rewi Maniapoto

Rewi Maniapoto

Rewi Maniapoto encabezó la resistencia maorí durante el sitio de Orakau en 1863. Foto tomada hacia 1879.

Foto: Bridgeman / ACI

Los temibles guerreros hauhau

Una de las consecuencias de las guerras maoríes fue el surgimiento de varios movimientos proféticos que buscaban reforzar la identidad maorí con un estilo de vida y una organización política alternativos. El primero fue la Pai Marire (Bondad y Paz), creado por Te Ua Haumene en 1862. A partir de una lectura particular de la Biblia y de un cristianismo «purificado del error de los misioneros», Te Ua instaba a los maoríes a luchar como los judíos para recuperar la tierra de Canaán, que él asimilaba a Nueva Zelanda. Sus adeptos fueron conocidos como hauhau por el grito que daban invocando a Te Hau, el aliento de Dios.

En contra de la idea fundadora de Te Ua, los hauhau se tornaron violentos y empezaron a lanzar ataques contra los colonos y los soldados británicos. En abril de 1864 tendieron una emboscada a un regimiento, decapitaron a siete soldados y mostraron después sus cabezas como estandartes de victoria. Pocos meses después, los hauhau más radicales y fanáticos atacaron también la misión de Opotiki, colgaron al misionero alemán Carl Völkner y canibalizaron parte de su cadáver. Los británicos persiguieron el movimiento, y encarcelaron tanto a Te Ua (que murió en 1866) como a gran parte de sus correligionarios.

Este artículo pertenece al número 203 de la revista Historia National Geographic.