A media mañana le pedí al rais Ali Farouk el-Quiftaui que me acompañara al fondo del pozo. Mientras el resto del equipo estaba concentrado en sus múltiples tareas, descendimos los ocho metros por la tambaleante escalera de madera y nos asomamos al interior de la amplia cámara. La entrada, abierta solo parcialmente hacía apenas 24 horas, aún despedía un aire cálido y húmedo.
Nos colamos dentro por la pequeña apertura y nos arrastramos por encima del medio metro de tierra y piedras que cubrían el suelo. Gateamos hasta el fondo para descubrir que, detrás de unos grandes bloques de piedra apilados, se abría en el suelo un segundo pozo. ¡Otro pozo! Eso sí que no lo esperábamos, ¡un pozo dentro de otro pozo! Ali, vestido con la tradicional galabeya hasta los pies, pasó por encima de los bloques con la agilidad de un gato y descendió por la pared del pozo como lo habrían hecho los antiguos egipcios. Desde abajo, me indicó dónde debía ir colocando los pies en las oquedades de las paredes laterales. Mientras recuperábamos la respiración, observamos en silencio el estrecho hueco que daba paso a una segunda cámara.
Se asomó él primero, enfocó la luz al suelo y, al no ver ningún ataúd ni piezas del ajuar funerario, empezó a maldecir en árabe la ancestral costumbre egipcia de saquear tumbas. Me coloqué a su lado e iluminé con mi linterna la pared de la derecha. El tenue rayo de luz hizo resplandecer la fina capa de estuco blanquecino que la cubría y, al instante, el lúgubre y angosto espacio cobró vida. La pared estaba escrita, íntegramente escrita, incluso el techo estaba cubierto por completo de jeroglíficos. «¡Mira, Ali! ¡Está pintada! ¡Toda pintada!» Parpadeamos varias veces, tragamos saliva y, unos segundos después, con los ojos humedecidos por la emoción, Ali exclamó: «¡Alá ua-ákhbar!», Alá es grande.
Ali Farouk comprendió al instante la trascendencia del descubrimiento. Como encargado de organizar las tareas del equipo de excavación local, lleva una década trabajando en el Proyecto Djehuty, la expedición arqueológica hispano-egipcia coordinada desde el Centro de Ciencias Humanas y Sociales del CSIC, en Madrid, que desde enero de 2002 excava en la necrópolis tebana de Dra Abu el-Naga, en la orilla occidental del Nilo, frente a la ciudad de Luxor.
Los relevantes hallazgos en las tumbas de Djehuty y Hery, dos altos dignatarios de principios del siglo XV a.C. que desempeñaron cargos importantes en los inicios de la XVIII dinastía, no se hicieron esperar y llenaron las páginas de la revista en 2004 (véase «En busca de Djehuty y Hery», octubre 2004, y «La Tabla del Aprendiz», diciembre 2004). Por entonces, la sala más interior del monumento funerario de Djehuty estaba todavía colmatada de escombros casi hasta el techo y, aunque esperábamos que nos deparase grandes sorpresas, no sabíamos qué encontraríamos en su excavación. Cinco años más tarde, aquella mañana de 2009, descubríamos allí la entrada del pozo funerario que nos conduciría a su cámara sepulcral, comenzando así el arduo pero apasionante descenso en busca de Djehuty.
Situada a doce metros de profundidad, la cámara sepulcral era casi cuadrangular, de tres metros y medio de lado y metro y medio de altura. En el fondo, a la izquierda, había grandes bloques de piedra amontonados. Moviéndonos con sumo cuidado, nos colocamos en el centro de la sala: los textos escritos llenaban las paredes y el techo, salpicados aquí y allá por «viñetas» figurativas. El estudio posterior de aquellos textos iba a confirmar mi primera impresión: se trataba, sin duda, del Libro de los Muertos escrito para beneficio de Djehuty, supervisor del Tesoro de la poderosa reina Hatshepsut. Nuestros ojos contemplaban una de las versiones más antiguas de este compendio de textos funerarios que perduraría en la civilización egipcia durante 1.500 años, hasta época romana. Su estado de conservación, pese al daño ocasionado por el exceso de humedad, era bastante bueno. Habíamos hallado el verdadero «tesoro» de Djehuty, su guía para alcanzar el Más Allá, su pasaporte a una vida eterna.El libro de los muertos empezó a escribirse principalmente sobre las mortajas y vendas de lino que envolvían a los difuntos más pudientes en torno a 1550 a.C. Eran versiones escuetas, que generalmente se ceñían solo al texto. Cien años después, hacia 1450 a.C., comenzaría a extenderse la costumbre de escribirlo sobre papiro, que luego se depositaba dentro del ataúd del propietario o junto a él. El papiro permitía trazar los signos a menor tamaño, componer versiones más extensas e incluir viñetas con figuras en aquellos capítulos que precisaran de una ilustración. Entre la sobriedad y parquedad de la tela de lino y la vistosidad y extensión del papiro, Djehuty, hacia 1470 a.C., dotó al Libro de los Muertos de tres dimensiones, las de su cámara sepulcral. Dando rienda suelta a su afán por demostrar su profundo conocimiento de los textos sagrados, su dominio de la escritura y su capacidad para jugar con el aspecto visual y decorativo de esta, decidió escribir las paredes y el techo con el fin de quedar literalmente envuelto en letras y descansar eternamente arropado por la palabra escrita, aquella que no se desvanece con el tiempo sino que está destinada a perdurar.
Barbara Lüscher, de la Universidad de Basilea, es una de las mayores especialistas del mundo en el Libro de los Muertos y ha colaborado con nosotros en la identificación de los pasajes más dañados. El descubrimiento, comenta, «supone una valiosa aportación al estudio de textos religiosos escritos sobre papiro o en mortajas de momia. Es una de las pocas cámaras sepulcrales decoradas que se conservan de la XVIII dinastía y contiene, además, la versión más antigua que se conoce hasta la fecha de algunos sortilegios».
El Libro de los Muertos tenía, supuestamente, el poder de ayudar al difunto a superar con éxito los distintos trances, obstáculos y situaciones adversas que le aguardaban en su camino hacia una vida plena y eterna en el Más Allá, en el paraíso. Para cada uno de ellos se compuso un sortilegio específico. Los escribas empleaban pincel y tinta negra. La tinta roja se reservaba para el título de cada capítulo o para reproducir el dramatismo de ciertos diálogos. Con la intención de dotarlo de un aire arcaico y otorgarle el valor de la tradición, en lugar de escribirse con la grafía cursiva («hierático») del momento, se emplea una forma intermedia en la que los signos jeroglíficos se reconocen con facilidad y no se enlazan entre sí con el movimiento continuo del pincel, sino que se trazan separados unos de otros. Además, en vez de escribirse en horizontal como cualquier documento de la época, el texto se dispone en columnas separadas por líneas verticales. Por otro lado, para enfatizar su carácter sagrado, se invierte el sentido de su lectura; si el hierático se lee de derecha a izquierda (como el árabe o el hebreo), el Libro de los Muertos se lee de izquierda a derecha, incluso a pesar de que los signos estén orientados para ser leídos de derecha a izquierda.
Cada ejemplar podía contener su propia selección y secuencia de capítulos, dependiendo de la moda del momento en los talleres de escribas o de las preferencias del cliente que lo encargara. Además de ser uno de los más antiguos, el de Djehuty es uno de los más extensos: de él se conserva un total de 41 capítulos. Por desgracia, dos de las paredes escritas fueron posteriormente picadas y retranqueadas casi un metro para agrandar la cámara, por lo que se han perdido al menos una decena de capítulos más.
Aquella misma mañana llamé al egiptólogo José Miguel Parra, quien había asumido en aquel momento la función de fotógrafo de campaña, para que se uniera a Ali y a mí y documentara el extraordinario hallazgo tomando las primeras fotos. Ya por la tarde, en nuestra sala de trabajo del hotel Marsam, un edificio algo destartalado y decadente pero rebosante de historia arqueológica, proyectamos las imágenes sobre una pared para compartir el descubrimiento con los demás compañeros del equipo. Las expresiones de sorpresa y de júbilo se sucedían al contemplar y leer, ahora con más calma, los detalles del texto escrito. La identificación de todos los capítulos y el análisis de las particularidades de la versión compuesta para Djehuty llevaría mucho más tiempo. De hecho, todavía sigue en marcha.
Los primeros capítulos que se conservan de la versión de Djehuty consisten en sortilegios cuya finalidad es dotar al muerto del poder de transfigurarse y adoptar distintas apariencias, cada una de ellas representada con una figura dentro de una viñeta para que no hubiese duda del resultado final que se esperaba obtener.
Por ejemplo, un capítulo pretende convertir a Djehuty en golondrina, con el fin de que le fuera más fácil ascender por el pozo de su tumba al amanecer para disfrutar de las ofrendas depositadas en la capilla y, al anochecer, descender de regreso a la cámara sepulcral. El siguiente capítulo lo transformará en loto, para transmitirle la capacidad de renacer con los primeros rayos de sol de la mañana igual que lo hace la propia flor. También podrá Djehuty convertirse en cocodrilo para desafiar a los oponentes que pretenden interrumpir su marcha, o en serpiente para adquirir la capacidad de renacer cíclicamente como parece conseguir esta criatura al mudar su piel.
Los siguientes capítulos proporcionan al ilustre difunto la información necesaria para subirse a la barca solar, recorrer a bordo el subsuelo de la Tierra de oeste a este y renacer con el sol al amanecer. Una empresa nada fácil, ya que primero deberá esquivar la peligrosa cola de Apofis, la serpiente demonio de la mitología egipcia que representa el mal y cuya función es detener el recorrido de la barca solar conducida por Ra. Después, Djehuty tendrá que responder correctamente al interrogatorio al que lo someten las diferentes partes de la barca para que les diga el nombre sagrado y secreto de cada una de ellas:
«Dime mi nombre, dice el mástil.» «Aquel que trajo de vuelta a la gran diosa después de que esta se hubiera marchado muy lejos es tu nombre.»
«Dime mi nombre, dice la vela.» «Nut es tu nombre.»
«Dime mi nombre, dicen los remos.» «Los dedos de Horus el Mayor es tu nombre.»
Para no extraviarse por los laberínticos canales del inframundo, la descripción mitológica de cada uno de los 14 montículos que emergen de las aguas y conforman el paisaje imaginado se recoge en un capítulo que fue escrito a propósito en la parte inferior de las paredes, las cuales recorre como si fuese un zócalo.
Otros sortilegios le devolverían las funciones de la boca, le proporcionarían magia, conseguirían que su nombre y su recuerdo perduraran en la necrópolis y evitarían que alguien le arrebatara el corazón, o que este testificara contra su persona en su juicio final.
En uno de los capítulos el cuerpo de Djehuty es dividido en 18 partes, desde el pelo de la cabeza hasta los dedos de los pies, y cada una de ellas se equipara con la de una divinidad concreta a la que se solicita protección. Así, los ojos de Djehuty son los de la diosa Hathor, sus labios son los de Anubis, sus colmillos son los de Isis, su espalda es la de Seth, su falo es el de Osiris, sus muslos y piernas son los de Nut… Curiosamente, cuando el artista egipcio trazaba una cuadrícula para dibujar o para tallar sobre ella el cuerpo humano siguiendo unas proporciones determinadas, también él dividía verticalmente el cuerpo en 18 partes.
Un grupo de capítulos escritos sobre el techo proporciona a Djehuty el conocimiento sobre las almas que habitan los lugares más sagrados, las ciudades de Hermópolis, Pe y Nekhen, así como el de las que habitan al oeste y al este del cielo. A continuación, en el eje central del techo, que era el espacio más significativo de toda la cámara sepulcral, se escribió el capítulo tal vez más relevante, en el que Djehuty entra por fin en el «vestíbulo de las Dos Verdades» y ha de rebatir los cargos que se le imputan, negar las faltas que un fiscal dice que ha cometido en vida y de las que lo acusa ante el tribunal constituido por 42 divinidades y presidido por el dios Osiris. Es su juicio final, en el que su corazón –órgano donde los antiguos egipcios ubicaban las intenciones– será comparado en los platillos de la balanza con la pluma de la verdad (maat).
La narración dramática del juicio es interrumpida por una gran viñeta que no tiene que ver directamente con este. Se trata de una composición independiente que ocupa justo el centro del techo, como si fuese un tragaluz o lucernario que permite observar el cielo nocturno, encarnado en la diosa Nut. Vestida con un entallado traje azul oscuro, Nut mantiene los brazos alzados y abiertos en señal de protección, extendidos sobre Djehuty, cuyo ataúd y cuerpo deberían haberse depositado justo debajo de ella. Junto a la diosa, un texto destacado mediante un fondo de color amarillo expresa precisamente ese deseo: «Palabras pronunciadas por el supervisor del Tesoro del rey, Djehuty: “Oh madre, oh Nut, extiéndete sobre mí y colócame entre las estrellas imperecederas, pues yo no he de morir. Álzame. Yo soy tu hijo. Expulsa de mí la languidez y protégeme de los que actúen contra mí”».
Pero, ¿dónde estaba Djehuty? Por razones desconocidas, todo parece indicar que el fiel servidor de Hatshepsut nunca fue depositado bajo la protección de la diosa Nut. Es posible que su momia, su ataúd y su ajuar se hubieran bajado solo hasta la antecámara, donde tiempo después habrían sido saqueados, y los restos, quemados. Pero también cabe la posibilidad de que Djehuty ni siquiera llegara a ser enterrado en su tumba, ya que no hemos hallado ningún objeto con su nombre que pueda confirmarlo.
Para tan desafortunado destino tal vez tuviera algo que ver que nuestro protagonista no llegara a casarse, como así parece deducirse del hecho de que no haya en todo el monumento ninguna mención o representación de una esposa. Esta circunstancia lo habría privado de la posibilidad de tener un hijo (salvo por adopción) que se encargara de organizar su funeral y cuidar de los últimos detalles de su enterramiento. Por otro lado, también podría haber ocurrido que el techo de la cámara sepulcral ya hubiera dado muestras de fragilidad y se hubiera desprendido algún bloque. Eso habría forzado a los trabajadores a dejar la cámara sepulcral sin acabarla de tallar y decorar y obligado a los enterradores a utilizar la antecámara como destino final del ataúd y el ajuar. Esta hipótesis se apoya en el hallazgo de bloques del techo caídos en el suelo de la cámara sepulcral, en las evidencias de que el trabajo se interrumpió de manera precipitada –abandonando las últimas lascas de piedra amontonadas en una esquina, además de un cuenco con mortero tirado en el suelo– y, en tercer lugar, en el hecho de que todos los objetos asociados a enterramientos de la época de Djehuty y posteriores aparecieron en la antecámara.
Ciertos detalles en el texto del Libro de los Muertos de Djehuty inducen a creer que se escribió con prisas y que en su ejecución intervino más de un escriba. Algunos capítulos se copiaron mal del modelo que, sin duda, se empleó, ya fuera saltándose pasajes o cometiendo erratas. En ocasiones se aprecia que, al trazar un signo, se traspasó la línea que separa las columnas, y da la sensación de que las viñetas no están acabadas del todo. ¿A qué se deben tales descuidos? Tal vez cuando se escribía el texto, Djehuty estaba en las últimas o incluso ya había fallecido.
En algún momento después de su muerte, el rostro y el nombre del dignatario fueron sistemáticamente golpeados y borrados de las paredes en la parte de arriba de su monumento funerario, en la capilla dedicada a la memoria del difunto, que quedaba abierta para que pudieran visitarla familiares y allegados. El objetivo de los agresores era acabar con la identidad de su propietario y, por tanto, con la posibilidad de que fuese recordado, lo que truncaría por completo sus anhelos de alcanzar una vida eterna.
Djehuty no fue la única víctima de la damnatio memoriae; también sus familiares más próximos representados en las escenas del banquete –la madre y, de forma especialmente virulenta, el padre– corrieron la misma suerte. Sin embargo, para nuestra sorpresa y fortuna, sus violentos detractores no llegaron a descender a la cámara sepulcral, donde los nombres quedaron intactos. Ahora, 3.500 años después de que la tumba de Djehuty fuese tallada en la roca de Dra Abu el-Naga, sabemos que su madre, la «señora de la casa», se llamaba Dediu. Y mientras que su nombre se escribió siempre de la misma manera, el del padre se «deletreó» de tres formas distintas, en un intento de reproducir su pronunciación, que sonaría a algo parecido a Abuti, Abti o Abu. Esta circunstancia tan peculiar tal vez refleja la posibilidad de que los escribas que intervinieron en la decoración de la cámara sepulcral lo escribieron de oído porque no lo entendían, es decir, que no estaban familiarizados con él, de lo que puede deducirse que no era un nombre egipcio sino extranjero. El hecho de que la variante más repetida, abuti, parece derivar de una raíz semítica, tal vez nos esté indicando que el padre de Djehuty fuera extranjero, de origen semita, oriundo de la región de Palestina o de Siria.
Salima Ikram, profesora de egiptología de la Universidad Americana de El Cairo, ha formado parte del equipo desde las primeras campañas y conoce en profundidad el curso de las investigaciones sobre Djehuty. En su opinión, «todo parece indicar que alcanzó una alta posición en la corte de Hatshepsut y posiblemente también dentro de la jerarquía religiosa del momento. A lo largo de la historia de Egipto son escasas las cámaras sepulcrales decoradas en tumbas de miembros de la élite, algo reservado a la realeza. Al construirse una cámara sepulcral tan magníficamente decorada con una de las versiones más tempranas del Libro de los Muertos, Djehuty tuvo que ser alguien muy singular».
En efecto, junto con Senenmut, el hombre más influyente de la reina Hatshepsut, Djehuty es uno de los primeros altos dignatarios de la Tebas imperial que decora su cámara sepulcral. Senenmut cubrió las paredes de su tumba, situada junto al templo funerario de la reina en Deir el-Bahari, con sortilegios del Libro de los Muertos pero también con pasajes de los textos funerarios más antiguos, los que fueron inscritos en las paredes de las pirámides casi mil años antes. Decoró el techo con motivos astronómicos, con estrellas, decanos, constelaciones y sus divinidades correspondientes. Se diría que pretendía tener visible y a su alcance una guía del cielo nocturno para la eternidad, los conocimientos básicos para poder saber en todo momento en qué hora de la noche se encontraba. Mientras que Senenmut opta por plasmar en el techo una visión «científica» del firmamento, Djehuty se inclina por escribir una narración mitológica del cielo nocturno, presidido por la diosa Nut, que aparece arropada por la descripción de las almas que lo habitan y del proceso del juicio final.
Ambos dignatarios se inspiran en realidad en modelos 500 años anteriores, de hacia 2000 a.C., una época considerada «clásica» cuando los egipcios volvían la vista atrás. Hoy sabemos que escribas y personajes de la corte de Hatshepsut y de su hijastro Tutmosis III se interesaron de forma especial por el pasado y dejaron testimonio de sus visitas a monumentos funerarios de ese período. Así, en las paredes de la espléndida tumba-capilla de una mujer llamada Senet, ligada a Intefiker, visir a comienzos de la XII dinastía, se escribieron más de 50 graffiti, de los cuales al menos cinco mencionan a un «escriba Djehuty». ¿Escribiría nuestro personaje alguno de ellos? En esa búsqueda de fuentes de inspiración, algunos llegaron a adentrarse y escribir graffiti en la tumba de la princesa Neferu, una de las esposas de Montuhotep II, el primer rey que estableció la capital en Tebas en el año 2000 a.C. durante la XI dinastía. Los intrusos y curiosos habrían admirado las paredes de su cámara sepulcral, pintadas con los mismos motivos con los que se decoraba por entonces el interior de los ataúdes de madera: representaciones de los objetos que solían componer el ajuar y pasajes de los textos funerarios al uso en aquella época.
Hacia el año 2000 a.C. la cara interior de la tapa de algunos ataúdes se decoró con lo que se conoce como «reloj estelar diagonal», que servía para calcular el paso del tiempo durante la noche. La composición, que incluía una representación de Nut alzando los brazos y sosteniendo la bóveda celeste, se pintaba sobre la cara que quedaba por dentro del ataúd para que el difunto pudiera verla y usar la información, como ocurría con los techos de las cámaras de Senenmut y de Djehuty.
La creatividad y originalidad que muestran estos dos notables personajes en sus monumentos funerarios, como sucede con cualquier innovación, no parte de cero, sino que desarrolla ideas preexistentes y las actualiza mediante un nuevo enfoque. Djehuty hace gala de un interés por el pasado y la cultura «clásica» egipcia, pese a que ahora tengamos indicios de que su padre tal vez fuera extranjero. Se crió y educó en provincias, en la región de Hermópolis, en el Egipto Medio, pero con toda seguridad fue en Tebas, la capital, donde desarrolló su faceta intelectual y literaria. Servir en la Administración bajo el reinado de una mujer faraón, situación altamente excepcional, sin duda influyó en su forma de percibir la realidad, de expresarse y de actuar, al igual que influiría en el resto de los altos dignatarios de la época. Su monumento funerario refleja una vida y una personalidad complejas, como complejo fue el período histórico que le tocó vivir, un momento en el que se mezclaron y fundieron conceptos a priori antagónicos: la tradición con la innovación, lo egipcio con lo foráneo, lo masculino con lo femenino. Y probablemente fue esa «confusión» latente la principal impulsora de la creatividad «renacentista» que vivió Egipto en el siglo XV a.C. en la corte de la reina Hatshepsut.
«En esa época las tumbas se convierten en el medio idóneo para que los altos dignatarios muestren su erudición mediante una cuidadosa selección de los textos y las escenas que decoran las paredes. La tumba de Djehuty reúne un compendio de la cultura escrita del momento», señala Chloé Ragazzoli, egiptóloga de la Universidad de la Sorbona que ha recopilado y estudiado los graffiti escritos en las tumbas consideradas «clásicas» por los cortesanos de Hatshepsut.
Hoy, cinco años después del hallazgo, aún se me acelera el pulso cada vez que desciendo por el pozo y bajo el escalón del umbral que conduce al interior de la cámara sepulcral. Después, sentado en el suelo en mitad de la sala y envuelto en un silencio absoluto, una inesperada calma empieza a inundarme. A mi alrededor, las largas hileras de sortilegios garabateadas en las paredes blancas parecen dibujar el largo camino de Djehuty al Más Allá. Me siento como si flotara, aislado del mundo exterior. Solo estoy yo, a solas con el viejo dignatario.