Un vínculo especial

Las madres en el arte, obras maestras que hablan de maternidad

Piedad

Piedad

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Madre no hay más que una. La figura maternal ha despertado el interés de la humanidad desde hace milenios, puesto que está asociada al principio mismo de la vida y conceptos como la fertilidad y la abundancia. Las madres dan la vida a sus hijos y generan el alimento que los nutre. Esto ha hecho de las madres también una fuente de inspiración de las grandes obras de arte de la historia.

¿Las madres quieren incondicionalmente a sus hijos? ¿Hay malas madres? La madre por excelencia del arte occidental, la Virgen María, es un cúmulo de virtudes. Esta mujer pura que dio a luz al hijo de Dios y lloró desconsoladamente su muerte convive con otras madres, reales o imaginarias, cuya imagen ha quedado ligada a la maldad, a la muerte y a la envidia. Estas obras de arte de todos los tiempos hablan sobre maternidad y de alguna de ellas tal vez no lo imaginarías.

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La madre naturaleza

Cordon Press

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La madre naturaleza

Las venus paleolíticas son las primeras representaciones humanas conocidas del homo Sapiens. Actualmente conocemos unas 200. Desde tiempos inmemoriales la idea de maternidad ha estado asociada a la de fertilidad y abundancia. Aunque no sabemos con exactitud qué significaban, parece que estas voluptuosas figuras estaban asociadas de alguna manera con la fertilidad y la reproducción, de ahí sus grandes pechos y vulva. Sobre estas líneas la más famosa de estas estatuillas, la Venus de Willendorf, de más de 25.000 años de antigüedad.

La madre perfecta

MNAC

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La madre perfecta

Sin duda, la milenaria tradición cristiana que arrastra el arte occidental ha hecho de la virgen María la madre (y mujer) perfecta. Esta figura se muestra en todo su esplendor en la llamada maiestas Mariae, la virgen sentada en su trono celestial con su hijo en brazos. Sobre estas líneas, la pintura mural del ábside de Santa María (siglo XII), en el recóndito valle de Taúll en el pirineo catalán. La pintura románica tenía una función eminentemente didáctica y las pinturas de las iglesias del valle de Taúll iban dirigidas a una comunidad pequeña, aisldada y analfabeta. Las obras tenían como finalidad hacer llegar un mensaje claro a los iletrados habitantes que se reunían en esas iglesias. En este caso, la iconografía nos remite –y no por casualidad– a la del Cristo en Majestad del vecino templo de Sant Climent y proyecta un personaje todopoderoso y triunfante sobre el mal.  

Los colores de la Virgen

Alinari / Cordon Press

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Los colores de la Virgen

Otra de las representaciones preferidas a lo largo de la historia para representar a la virgen María es en la que amamanta a su hijo, como esta Madonna Litta, que leonardo da Vinci pintó en la década de 1490. Una escena muy maternal y la única excusa para recrear un seno desnudo sin que ello fuera considerado una blasfemia o un sacrilegio. La tabla leonardiana y el mural anterior de Taúll, coinciden en la elección de tonos para la ropa de la Virgen. Había una convención en atribuir a estos colores valores alegóricos de la dualidad divina (rojo) y humana (azul) de su hijo. Por otra parte, el rojo era el color de los máximos representantes de la Iglesia, los cardenales, y se asociaba también a emperadores y emperatrices desde la antigüedad.

Una madre preoupada

Gemäldegalerie Alte Meister de Dresde

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Una madre preocupada

Rafael pintó su Madonna Sixtina hacia 1512. Aunque fue un encargo de los monjes de San Sisto para para decorar una pared de su convento en Piacenza, la obra terminó engrosando la coleción de Augusto III en Dresde (Alemania). En este caso madre e hijo no parecen felices, no se miran el uno al otro. Sus cabezas en contacto sí denotan un vínculo emocional, pero sus miradas parecen fijadas y preocupadas en el horizonte. Tal vez miran lo que señala con su dedo San Sixto (papa del siglo III) y que se ha interpretado como una pintura de la Crucifixión.

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La madre doliente

La imagen más conmovedora de la iconografía mariana es, tal vez la que sostiene en brazos a su hijo muerto. Y entre todas ellas, la más impactante es, sin duda, la Piedad de Miguel Ángel, en San Pedro del Vaticano. El genio del Renacimiento esculpió esta estatua en mármol de Carrara y representó a la Virgen como una mujer bella y joven –más incluso que su propio hijo–, como símbolo de su pureza, su virginidad y su perfección. Por cierto, que esta escultura es la única obra de Miguel Ángel que lleva su firma. Cansado de que se dudara de su autoría, el por entonces joven artista esculpió su nombre en la banda que cruza el vestido de la madre de Dios. 

Museo del Prado

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Oda a la propia familia

Para representar a los personajes de sus obras, los artistas se basaron en rostros conocidos, incluída su propia familia. Es el caso de la Adoración de los Reyes Magos, de Diego Velázquez. En esta escena el modelo de la Virgen es la propia esposa del pintor y el niño Jesús que sostiene en brazos es en realidad una niña, la hija del matrimonio, que acababa de nacer cuando Velázquez pintó el óleo. 

La madre asesina

Palais des Beaux-Arts de Lille

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La madre asesina

Así como hay madres buenas, también hay madres malvadas. Según la tragedia de Eurípides, corroída por los celos al ver que su esposo Jasón la abandonaba, decidió asesinar a sus propios hijos para vengarse de su esposo. En una sociedad tan patriarcal y machista como la griega, Medea representó el temor a lo diferente, a una mujer independiente y decidida que no aceptaba el rol secundario que le reservaba la sociedad.

Museo del Prado

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Relación turbulenta

Una relación intensa y turbulenta es la que tuvieron Nerón y su madre Agripina. Ella ha pasado a la historia como una madre que mueve los hilos para encumbrar a su hijo, que no estaba destinado al trono, pero también como una mujer que no se conformó con un papel secundario y que trató de influir en la política de su hijo cuando accedió al trono, lo que los enemistó hasta la muerte. Nerón trató de asesinarla varias veces. Hizo hundir el barco en el que viajaba, pero ella logró alcanzar la orilla nadando. Al conocer su fracaso, el emperador mandó a sus secuaces a acabar el trabajo y Agripina con un gesto dramático mostró su vientre a los asesinos para que la hirieran allí donde había gestado a Nerón. Según Suetonio en Vidas de los doce Césares, el emperador "acudió precipitadamente para ver el cadáver de su madre, palpó sus miembros, criticando unos y alabando otros, y, como entretanto sintiera sed, se puso a beber. No obstante, ni en aquel momento ni jamás en los tiempos que siguieron pudo soportar la conciencia de su crimen".