Actualizado a
· Lectura:
Herbert Eutis Winlock fue uno de los arqueólogos más activos y afortunados de la edad de oro de la egiptología, a principios del siglo XX. Integrado en el Museo Metropolitano de Nueva York, del que llegó a ser director, participó en diversas expediciones a Egipto, donde hizo importantes descubrimientos. El que más se asocia a su nombre es el que llevó a cabo en 1920, mientras estudiaba la necrópolis de Asasif sur, cercana a Deir el-Bahari.
Winlock fijó su atención en la tumba TT280, una antigua sepultura que se abría en la montaña tebana. El sepulcro, que fue saqueado en la antigüedad, ya había sido explorado en 1895 por el egiptólogo francés George Daressy, y en 1902 por el industrial británico Robert Mond. Winlock se propuso "limpiar los corredores y fosos de la tumba de tal modo que pudiéramos elaborar el mapa que nuestros predecesores no hicieron".
Hallazgo in extremis
Durante las labores de desescombro y limpieza de la tumba, los trabajadores hallaron 22 fragmentos de un ataúd de madera con pasajes de los Textos de los sarcófagos, así como algunos restos de relieves pintados de una capilla funeraria. Así supieron que el propietario de la tumba fue un hombre llamado Meketre, un alto funcionario que vivió durante el reinado de Mentuhotep II, faraón de la dinastía XI cuyo templo se encuentra en las inmediaciones.
Un día, cuando las labores de limpieza casi habían finalizado, el fotógrafo de la expedición, Harry Burton (el mismo que poco después fotografió el descubrimiento de la tumba de Tutankhamón), penetró al anochecer en la tumba para despedirse de los trabajadores, pero halló el ambiente "electrificado con una excitación reprimida". Al parecer, uno de los obreros había visto cómo algunas piedras se deslizaban y desaparecían a través de una rendija entre el suelo y el muro. El hombre fue a avisar a su supervisor y ambos rascaron otros fragmentos de piedra que se apilaban en el lugar, algunos de los cuales también desaparecieron por el agujero. Burton se acercó y encendió una cerilla para iluminar la cavidad, pero no pudo ver nada.
Uno de los obreros había visto cómo algunas piedras se deslizaban y desaparecían a través de una rendija.

Maqueta funeraria de la tumba de Meketre que representa un granero con escribas que documentan la producción. MET, Nueva York.
Maqueta funeraria de la tumba de Meketre que representa un granero con escribas que documentan la producción. MET, Nueva York.
PD
Intrigado, el fotógrafo avisó a Winlock para que acudiera de inmediato con linternas. Cansado tras un duro día de trabajo, Winlock se mostró remiso, pero finalmente accedió a echar un vistazo. Una vez en la tumba, se tendió en el suelo y enfocó un haz de luz hacia la abertura sin mucha convicción. Para su sorpresa, la linterna reveló "una miríada de figuras de hombrecillos brillantemente pintados que hacían esto y lo otro". Más tarde, el arqueólogo evocaría de este modo el momento del descubrimiento: "Una alta y esbelta muchacha me devolvió la mirada con una compostura perfecta. Pequeños hombrecillos con palos en sus manos conducían bueyes moteados; remeros manejaban sus remos en una flota de botes, mientras que una embarcación parecía zozobrar directamente ante mis ojos con su proa precariamente equilibrada en el aire. Y todo se desarrollaba en el silencio más absoluto [...]".
Huellas milenarias
Al día siguiente, los arqueólogos penetraron en la estancia. Vieron que no era una cámara funeraria, sino una diminuta habitación donde se habían depositado veinticuatro pequeñas cajas de madera pintada que representaban talleres y patios en los que se movían cuidadores de ganado, carniceros, panaderos, cerveceros, hiladores, tejedores, carpinteros y escribas. Todos trabajaban afanosamente, ofreciendo una visión de cómo era la vida diaria en las propiedades de Meketre. Alrededor de las cajas se encontraban las maquetas de diez barcos con los que probablemente Meketre disfrutó de tranquilos viajes por el Nilo. En uno de ellos aparece sentado con su hijo pequeño y una cantante; en otro, un arpista ciego ameniza la velada. Todo ello tenía como finalidad recrear en el más allá la apacible y cómoda existencia de Meketre.
En la tumba se hallaron pequeñas cajas de madera pintada que representaban talleres y patios.

Figurillas que representan a personas elaborando pan y cerveza. Tumba de Meketre. MET, Nueva York.
Figurillas que representan a personas elaborando pan y cerveza. Tumba de Meketre. MET, Nueva York.
PD
Winlock observó que algunas figuras estaban rotas: a un pescador le faltaba un brazo y algunos botes mostraban marcas de quemaduras o tenían los mástiles partidos. Ciertas maquetas habían sido roídas por ratones y algunas tenían manchas de moscas y arañas, aunque los arqueólogos no hallaron pruebas de la presencia de estos animales en el interior de la cámara. Tal vez Meketre hizo preparar sus modelos funerarios mucho antes de morir y los guardó en algún rincón de su casa, donde sufrieron algunos desperfectos.
Los arqueólogos, que apenas podían permanecer en pie en aquella habitación atestada de objetos, fueron retirando con sumo cuidado los modelos de botes y las cajas repletas de figuras para llevarlos al exterior. Solo Winlock y un miembro de su equipo tocaron los objetos, con las manos envueltas en pañuelos para no dañarlos. Una vez bajo el ardiente sol egipcio, Winlock tuvo una última y emotiva sorpresa: vio que las maquetas estaban llenas de huellas dactilares... Y no eran las suyas, sino las de "los hombres que las habían trasladado a la tumba desde la casa en Tebas hacía cuatro mil años y las habían dejado allí para su largo descanso".