Entre la moral y el pragmatismo

La prostitución en el Renacimiento, el negocio del “pecado permitido”

A pesar de la moral religiosa imperante, en el Renacimiento la prostitución no solo estaba aceptada sino que, además, fue una de las épocas en las que esta actividad estuvo más regulada.

El hijo pródigo, Palma el Joven

El hijo pródigo, Palma el Joven

"Las diversiones del hijo pródigo", óleo del pintor veneciano Palma el Joven (ca. 1600).

Foto: Galería de la Academia (Venecia) / CC

Pocas épocas, en la historia europea, han abordado la prostitución de una manera tan reglamentada como lo hizo el Renacimiento. El crecimiento de las ciudades y el tráfico de gente a consecuencia del comercio incrementó la demanda de servicios sexuales; y las autoridades civiles y eclesiásticas abordaron la cuestión de la forma que consideraron más pragmática: intentando controlar la prostitución en la medida de lo posible y, de paso, hacer negocio con ello.

Entre los siglos XIV y XVI, la prostitución estuvo regulada hasta un punto que, posiblemente, nunca antes se había dado y nunca volvió a darse, al menos en Europa. Los burdeles debían estar situados en zonas específicas, eran a menudo propiedad del municipio y debían contar con ciertas garantías de orden y sanidad. En muchas ciudades las prostitutas necesitaban una licencia para ejercer y en algunas contaban incluso con una cierta protección legal ante los abusos de los que eran víctimas. Más que una genuina preocupación por el bienestar de las mujeres, la motivación de las autoridades era casi siempre impedir problemas mayores, como la inseguridad y las epidemias.

El pecado permitido

Puede parecer chocante que esta regulación se diese precisamente en una época en la que la influencia de la Iglesia católica era muy grande. Oficialmente, esta consideraba a las prostitutas como mujeres descarriadas a las que, en el mejor de los casos, había que devolver al buen camino. Sin embargo, de una forma más pragmática, consideraba la prostitución como una especie de pecado que debía permitirse para evitar males mayores: partiendo de la base que cualquier relación sexual fuera del matrimonio era considerada pecaminosa, era preferible que este pecado se cometiera con profesionales antes que “corromper” a las chicas en edad casadera. Por ese motivo, toleraba la existencia de la prostitución como un mal menor.

Por su parte, las autoridades seculares tenían motivos pragmáticos para permitir esta actividad. Por una parte, les permitía ejercer un cierto control y evitar los problemas que generaba tener a las prostitutas en las calles: más allá del decoro, les interesaba sobre todo vigilar que no se produjeran altercados con clientes problemáticos y prevenir los brotes de epidemias. En algunos lugares, por ejemplo en las coronas de Aragón y de Castilla, las grandes ciudades incluso tenían la propiedad de burdeles municipales para tener controlada su actividad y, de paso, obtener beneficios de ella.

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La vida en el burdel

Estos burdeles municipales funcionaban mediante concesiones: el municipio compraba o edificaba todas las casas en una o varias calles y concedía su gestión a todo tipo de personas que, de una manera u otra, hacían negocio con la prostitución. Esto no se limitaba a gestionar las casas donde vivían y trabajaban las prostitutas, sino a una serie de servicios para ellas o para los clientes: alojamiento, comida, tiendas donde las mujeres compraban su ropa o accesorios, etc.

Para las autoridades era ventajoso concentrar la prostitución en un área reducida para mantener el control de la actividad y asegurarse de que se cumplían las regulaciones. Algunos burdeles, como el de Valencia, llegaron a ser tan grandes que constituían un barrio en miniatura; esta sensación se veía favorecida, además, porque las autoridades ponían guardias armados en las entradas para actuar rápidamente en caso de que se produjeran altercados. Estos “barrios rojos” acostumbraban a estar situados directamente extramuros de la urbe o, en caso de las ciudades portuarias, cerca del puerto. Algunos llegaron a ser auténticas metas de “turismo sexual”, como el ya mencionado en Valencia.

 

Burdel, Joachim Beuckelaer

Burdel, Joachim Beuckelaer

"Burdel", óleo por el pintor flamenco Joachim Beuckelaer (1562).

Foto: Museo Walters (Baltimore) / CC

Las regulaciones se centraban en dos aspectos: el orden público y la sanidad. En el primero, las autoridades vigilaban que no se produjeran altercados e intervenían expulsando a los clientes problemáticos, a los cuales se imponían multas o cárcel - en los casos más graves, incluso azotes - y se les prohibía volver a entrar al burdel. En el segundo, se realizaban inspecciones médicas periódicas a cargo del municipio para asegurar que las condiciones sanitarias e higiénicas eran adecuadas; si estas se incumplían, se podía imponer una multa y hasta retirar la concesión. El objetivo era prevenir los brotes y la propagación de epidemias, especialmente de transmisión sexual; algo que no siempre lograron, por ejemplo, con la amplia difusión de la sífilis.

La vida de las prostitutas

En el otro extremo del negocio, las prostitutas obtenían notables ventajas de esta regulación, al precio de caer bajo la tutela de las autoridades y el control de quienes gestionaban las viviendas. Para ejercer debían, en primer lugar, pedir una licencia – al menos, si querían hacerlo de manera legal – a la justicia municipal. Esto suponía estar “fichadas” por las autoridades y tener derecho a la protección, a la justicia y a los servicios médicos que ofrecían. Por su parte, el municipio tenía un censo del número de prostitutas que había en la ciudad, lo cual les daba una medida de la actividad del burdel y los ingresos que podían esperar.

Las prostitutas censadas también tenían acceso a préstamos, que les servían para procurarse ropa y accesorios. Esta era un arma de doble filo, ya que si pedían un préstamo, tenían prohibido irse de la ciudad sin haberlo restituido. Esto hacía que muchas prefiriesen recurrir a sus compañeras más veteranas, que les facilitaban cosas que ellas ya no usaban y las cubrían cuando no podían trabajar, a causa de enfermedades o dolores provocados por la regla. Puesto que, alcanzada una edad, los clientes empezaban a ser menos, las que se retiraban podían seguir trabajando en el burdel sin ofrecer servicios sexuales, como por ejemplo en las tabernas o tiendas.

Cortesana como Flora

Cortesana como Flora

Retrato de una cortesana como la diosa Flora, por Bartolomeo Veneto (ca. 1520). Se considera que la modelo fue Lucrecia Borgia.

Foto: Städel Museum (Frankfurt) / CC

A pesar de aceptarlas, aunque fuese con recelo, la Iglesia siguió considerando a las prostitutas como mujeres descarriadas a las que había que llevar por el buen camino y veía en cada una de ellas a una María Magdalena en potencia. Hay que tener en cuenta que las prostitutas eran, en su mayoría, mujeres procedentes de otras poblaciones, a menudo del ámbito rural, donde la falta de recursos era extrema, y sufrían las consecuencias de una imposición contradictoria: se esperaba que toda mujer decente se casara, pero no podía casarse si no aportaba una dote. Las alternativas eran dos: hacerse monja o entrar en el servicio doméstico de una familia acaudalada, de la que se esperaba que, llegado el momento, procurase una dote a las mujeres del servicio. Por supuesto, todo esto se aplicaba a las prostitutas "comunes", no a las cortesanas de alto nivel que podían llegar a ser muy ricas y llevar una vida independiente.

Precisamente los conventos ofrecían dos alternativas a las prostitutas que querían retirarse; otra cosa es que dichas alternativas les parecieran convincentes: la primera era hacerse monjas y la segunda era casarse. Esta última podría parecer la más apetecible, ya que incluso se les entregaba una dote sufragada por las arcas municipales, pero se tienen pocos registros de mujeres que hicieran esta elección, seguramente porque implicaba quedar bajo la autoridad de un marido al que, además, no podían elegir.

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Derechos y obligaciones

Aunque no era una vida fácil, la regulación mejoró la situación de las prostitutas respecto a épocas anteriores. En algunas ciudades, las prostitutas censadas tenían una cierta protección legal contra los abusos a los que estaban expuestas, tanto por parte de clientes como de quienes gestionaban los alojamientos. Si estos les obligaban a trabajar estando enfermas, las maltrataban, no les daban ropa limpia para las camas o incumplían las normas de higiene, las mujeres podían denunciarlos ante las autoridades, que podían – o no – abrir una investigación y, si procedía, condenar a los culpables.

Y, contrariamente a lo que podría pensarse, las autoridades se tomaban dichas denuncias en serio. Un caso célebre es el de Els von Eystett, una prostituta de la ciudad de Nördlingen (Baviera) que en 1472 denunció a los propietarios del burdel en el que trabajaba por haberle provocado un aborto mediante una pócima; el jurado de la ciudad exilió al propietario del burdel y su esposa fue sometida a escarnio público y marcada a fuego. El documento del juicio, de 40 páginas, se conserva en los archivos municipales de Nördlingen y es considerado una de las fuentes primarias más importantes sobre la prostitución en la Edad Media europea.

Las prostitutas censadas tenían ciertos derechos, a cambio de cumplir unas normas.

A cambio, las prostitutas estaban obligadas a acatar ciertas normas. Las más importantes eran la obligación de residir en el burdel y la de no trabajar en domingo ni durante las fiestas religiosas. En periodos largos, como la Semana Santa, debían trasladarse a un convento para evitar que se saltasen la prohibición. Incumplir estas reglas también tenía consecuencias, como la retirada de la licencia y, en casos graves, el exilio de la ciudad. Finalmente, debían ser fácilmente identificables con una prenda de ropa característica o de un color determinado, que establecía cada ciudad.

También tenían ciertas obligaciones de cara a los gestores de las viviendas. La principal era entregarles una parte de las ganancias, en concepto de alojamiento y ropa, aunque claramente estos sacaban un beneficio importante y actuaban a menudo como proxenetas. En teoría también tenían limitado el número de servicios por día (generalmente un máximo de tres), pero este aspecto era más difícil de controlar. Se prefería precisamente que los burdeles fuesen gestionados por un matrimonio para que la mujer ejerciera de vigilante de las prostitutas en el ámbito más íntimo, algo que el hombre – en teoría – no podía hacer.

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El fin de la prostitución regulada

Esta permisividad con la prostitución fue decayendo a partir de la Reforma luterana, especialmente en los territorios que se pasaron al protestantismo pero también en los católicos, que querían contrarrestar la imagen pecaminosa que daba de ellos la nueva corriente religiosa. Los burdeles fueron cerrados y muchas de sus mujeres enviadas a los conventos, aunque no por ello terminó la actividad que en ellos se ejercía, que se trasladó a las calles de los barrios bajos.

Este cambio no fue bien recibido por las autoridades seculares, que se quejaban de los problemas que suponía el cierre de un lugar donde, al menos, podían controlar la prostitución. Incluso algunos eclesiásticos admitían el problema, como un jesuita que alertaba de la difusión de enfermedades venéreas en Madrid tras el paso de las tropas del archiduque Carlos, durante la Guerra de Sucesión española.

Los mercenarios eran, precisamente, parte importante del problema que había llevado a regular la prostitución en primer lugar: provocaban numerosos altercados, a menudo agrediendo o molestando a las mujeres de las poblaciones por donde pasaban, pero las autoridades no podían correr el riesgo de expulsarlos. Como solución, algunas ciudades llegaban a contratar prostitutas para que acompañasen al ejército y así dejasen en paz a las mujeres de la ciudad. Una sola cosa no había cambiado: el pragmatismo de las autoridades respecto a los “pecados de la carne”.

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