Para los aztecas los niños no venían de París, sino del último de los cielos, el décimo tercero, donde permanecían hasta que los dioses colocaban «una piedra preciosa y una pluma rica, que es la criatura, en el vientre de su madre». Por lo tanto, el buen desarrollo del feto dependía fundamentalmente de la voluntad de los dioses, aunque sobre los seres humanos recaía la responsabilidad de que todo el proceso culminara satisfactoriamente y, para ello, controlaban el embarazo desde el primer momento.
Nada más sospechar que estaba embarazada, la mujer visitaba a la partera, o tlamatlquiticitl, para que hiciera el seguimiento del embarazo, tal como ocurre en la actualidad. La partera visitaba con regularidad a la embarazada en su casa, donde la examinaba y orientaba sobre los cuidados que ella misma debía tener, así como sobre la higiene y posterior educación del bebé. Durante los meses de embarazo recibía una especie de cursillo prenatal para aconsejarla sobre la alimentación y otros hábitos que debía observar, como no darse baños demasiado calientes o no cargar peso. También se recomendaba mantener relaciones sexuales hasta el séptimo mes de embarazo, aunque «templadamente, porque si del todo se abstuviese del acto carnal la criatura saldría enferma y de pocas fuerzas cuando naciese».

Chalchiuhtlicue copy
la diosa Chalchiuhtlicue representada en el códice Borgia, siglo XVI.
Foto: Wikimedia Commons
También a partir de ese mes, la partera realizaba un examen ginecológico para verificar la posición del feto; si advertía alguna anomalía, «metía en el baño a la moza preñada y la palpaba con las manos el vientre para enderezar la criatura si por ventura estaba mal puesta. Y volvíala de una parte a otra», según escribe en su crónica fray Bernardino de Sahagún. Si la paciente era madre primeriza, la partera buscaba a una vecina o a un pariente femenino que la ayudara en las tareas domésticas más duras, evitando, sobre todo, que la futura madre cargara con pesos excesivos que pudieran malograr el embarazo y recomendándole encarecidamente que «no tomase pena o enojo, ni recibiese algún espanto, porque no abortase o recibiese daño la criatura».
Baños y masajes prenatales
Cuando faltaba poco para el alumbramiento, la partera se alojaba cuatro o cinco días en casa de la embarazada para prepararla, vigilarla y hacer las tareas domésticas. Si era una mujer noble, entonces acudían a su cuidado más de una tlamatlquiticitl. En los momentos previos al alumbramiento, la partera lavaba a la mujer, incluido el cabello, limpiaba bien la habitación donde iba a parir y preparaba un baño de vapor en el temazcal –una especie de sauna separada de la casa con techos bajos–, con una leña especial, que no desprendía humo, y plantas aromáticas para que la embarazada se relajara mientras la partera le practicaba masajes que le permitían comprobar el estado del feto. Cuando los dolores del parto arreciaban, le hacía beber infusiones preparadas con cioapatli, una hierba «que tenía la virtud de impeler o rempujar hacia fuera a la criatura». Si a pesar de ello la mujer seguía con dolores y no dilataba, «dábanla medio dedo de la cola del animal que se llama tlacuatzin. Con esto paría fácilmente».

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Cihuacoatl, otro aspecto de la diosa de la fertilidad. Museo Nacional de Antropología en Ciudad de México
Foto: Wikimedia Commons
Para dar a luz, las mujeres se ponían en cuclillas y la partera se colocaba detrás, sujetándolas, para que la gravedad favoreciera la expulsión del feto y minimizara los esfuerzos de madre e hijo. Fray Bernardino de Sahagún comentaba sorprendido, en su enciclopédica obra Historia general de las cosas de Nueva España, que las mujeres indígenas parían con menos esfuerzo y dolor que las españolas y tras el parto quedaban tan bien que enseguida volvían a concebir.
Rituales para el recién nacido
Mientras el bebé venía al mundo, la partera le recibía con dulces palabras y, a continuación, se atendía a la higiene de la madre y el recién nacido. A la primera se la llevaba de nuevo al temazcal para que sudara y eliminara las toxinas; además, con las resinas y las plantas aromáticas conseguían que se relajara, lo que favorecía la subida de la leche. Al bebé lo envolvían en un lienzo de algodón limpio y lo lavaban con agua fría para que la diosa de las aguas «limpiara su corazón y le hiciera bueno y limpio».

Aztec painting of a birth
Mujer de parto en el códice Borgia.
Foto: Wikimedia Commons
Tras el alumbramiento, la partera permanecía en el domicilio de la feliz madre cuatro días más para cuidarla y vigilar la subida de la leche y su calidad. Éste era un aspecto importantísimo porque el destete no se producía hasta los dos años o más, y por otra parte los aztecas carecían de animales con cuya leche pudieran sustituir a la leche materna. Además, durante esos días debían prepararse una serie de ritos con la placenta, que se enterraba en un rincón de la casa, y con el cordón umbilical, que se ponía a secar tras el parto. Si el recién nacido era un niño, el cordón umbilical se entregaba a un guerrero para que lo enterrara en territorio enemigo. Con ello se pretendía infundir fuerza y valor al futuro guerrero, ya que el principal destino de los varones aztecas era la guerra.

The Florentine Codex Life in Mesoamerica II
Unos niños aztecas son llevados a la escuela por su madre en esta ilustración del Códice Florentino.
Foto: Wikimedia Commons
En los huehuetlatollis o libros de consejos, una especie de manuales donde se recopilaban dichos, discursos o consejos que los aztecas pronunciaban en los momentos más importantes de sus vidas, se recogen las palabras de bienvenida que la comadrona y los abuelos dirigían al niño recién nacido: «Tu oficio y facultad es la guerra; tu oficio es dar a beber al sol con sangre de tus enemigos y dar de comer a la tierra, que se llama Tlaltecutli, con los cuerpos de tus enemigos». Si el recién nacido era una niña, el cordón umbilical se enterraba junto al fuego del hogar para que fuera una buena esposa y madre, aconsejándole que estuviera «dentro de la casa como el corazón dentro del cuerpo».
La imposición del nombre era otro rito muy importante en la sociedad azteca. El padre notificaba a los sacerdotes el día y la hora del nacimiento, y éstos consultaban en el libro de los destinos o Tonalamatl el nombre más adecuado y la fecha propicia para ponérselo, y de esta manera «pronosticábanle su ventura, buena o mala, según la calidad del signo en que había nacido». Los aztecas consideraban que los últimos cinco días del año eran de mal agüero; por eso a los que nacían durante esos días intentaban no ponerles nombre hasta que hubieran pasado, para que no tuvieran una vida desafortunada.
Complicaciones en el parto
Aunque las precauciones y los cuidados eran exhaustivos durante todo el embarazo, existía la posibilidad de que éste no evolucionara bien o de que, durante el parto, surgieran complicaciones para la madre o el bebé. Si se detectaba que el feto estaba muerto, «la partera, con una navaja de piedra que se llama itztli, corta el cuerpo muerto dentro de la madre y a pedazos le saca. Con esto libran a la madre de la muerte».

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Mujer azteca con su hijo en brazos. Museo nacional de Antropología, Ciudad de México.
Foto: Wikimedia Commons
una guerrera caída en combate niños muertos durante el parto
Para esta operación se necesitaba el consentimiento de los padres de la paciente; si éstos no lo daban o a pesar de todos los esfuerzos la madre moría durante el parto, era considerada como
, por lo que se la enterraba en un templo especial durante el atardecer y su alma viajaba a la casa del sol por ser una mujer valiente. En cuanto a los
, los aztecas creían que sus almas viajaban a un lugar llamado Chichiualcuauhco, donde un árbol nodriza los amamantaba con su leche hasta que los dioses los enviaban de nuevo a otro vientre materno.