A primera vista, la británica Jane Digby, como casi todas las aristócratas de principios del siglo XIX, daba la impresión de ser una mujer frívola, con una eterna sonrisa en los labios, y que se sentía sumamente satisfecha con la comodidad y placidez de su vida, en la que no tenían cabida ni trastornos ni preocupaciones. Pero la realidad era muy distinta. Jane, de hecho, era dueña de una rica vida interior, alimentada gracias a las numerosas horas que dedicaba a la lectura, una práctica que la había acabado convirtiendo en una mujer con una gran cultura, que llegó a desarrollar un imparable deseo de libertad muy poco acorde con los parámetros que se consideraban adecuados para las mujeres de su tiempo.
Y es que en aquellos tiempos, las mujeres se encontraban relegadas a un segundo plano. Las de clase alta, como Jane, única y exclusivamente debían saber estar en sociedad, hacer gala de una refinada y esmerada educación, sobre todo en temas de protocolo y modales. Debían saber manejar adecuadamente la cubertería de plata en las mesas más elegantes y refinadas de la época y, por encima de todo, debían aprender a no involucrarse en nada que pudiera provocar un disgusto a su adinerada familia. Por eso Jane Digby fue considerada un "bicho raro", y su forma de actuar causó un gran escándalo en una sociedad que privaba a la mujer del menor atisbo de libertad individual.
La personalidad rebelde de Jane Digby
Nacida el 3 de abril de 1807 en el condado de Dorset, Jane era hija del almirante Henry Digby, un héroe de guerra que había luchado en la batalla de Trafalgar, en las Indias Occidentales y también fue capitán de uno de los cuatro barcos británicos que se apoderaron del tesoro que cargaba el galeón español Santa Brígida en su ruta desde México hasta España en el año 1799. Con tan solo quince años, y gracias a la esmerada educación que recibió, Jane ya hablaba y escribía en griego y en latín, además de dominar otros idiomas. Asimismo, la joven Jane también tocaba la guitarra y el laúd. Su vida, como la de cualquier joven de su condición, consistía en un sinfín de actos sociales en los que la apariencia y los buenos modales lo eran todo.
Jane hablaba y escribía en griego y latín, además de dominar otros idiomas. Asimismo, la joven también tocaba la guitarra y el laúd.

Retrato de Jane Digby, cuando era lady Ellenborough, por William Charles Ross.
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Pero a Jane Digby desde muy pronto ese mundo se le empezó a quedar pequeño y la joven pensó que necesitaba más. Con los años, se había convertido en una muchacha segura de sí misma, que no tenía reparo alguno en saltarse las normas sociales de la época. De este modo, cuando a los 17 años sus padres pensaron en concertar su matrimonio, la joven decidió casarse con quien ella misma decidiera, en este caso el joven parlamentario Edward Law, conde de Ellenborough. La pareja tuvo un hijo, aunque muy pronto Jane se cansó de su esposo y se encaprichó de su primo, el coronel George Anson. Más tarde mantendría una relación con el príncipe austríaco Felix Schwarzenberg, con quien tuvo dos hijos.
A partir de entonces, Jane tendría aventuras con diversos políticos, e incluso monarcas. En un viaje a Múnich se convirtió en amante del rey Luis I de Baviera. Allí conocería al barón Karl von Venningen, con el que se casó en 1833 y con quien tuvo dos hijos, aunque el matrimonio no duraría mucho. Más tarde, durante un viaje a Grecia, Jane conoció al conde griego Spyridon Theotokis, que se convertiría en su tercer marido en 1841 y con el que tuvo otro hijo. Tras divorciarse de él tendría una aventura con el rey de Grecia, Otón I. Incluso tuvo un romance con un héroe de la guerra de Independencia griega, Christodoulos Hatzipetros.
La fascinación por Oriente
En total, Jane Digby tuvo seis hijos de tres padres distintos, algunos fuera del matrimonio, una situación bastante embarazosa por aquel entonces. Pero no fue su azarosa vida sentimental la que provocó un vuelco en el pensamiento y personalidad de Jane, sino la lectura de un clásico de la literatura árabe: las Mil y una noches. Los sensuales relatos contados por la princesa Sherezade a su esposo el sultán, en los que describía un mundo lleno de misterios, caravanas, bazares, harenes, nómadas, e incluso genios, fascinaron a Jane. De este modo, cansada de la que ella consideraba una vida convencional, decidió repartir a sus hijos entre sus padres y embarcarse rumbo a Oriente Medio cuando contaba ya 46 años, en 1853.
Lo que provocó un vuelco en el pensamiento y personalidad de Jane fue la lectura del clásico de la literatura árabe las Mil y una noches.

Caravana de camellos. Imagen del siglo XIX.
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A su llegada a Damasco, Jane no se sintió en absoluto defraudada. Todo lo contrario. La aristócrata inglesa quiso perderse por las estrechas callejuelas de la capital siria en las que para ella todo era misterioso y estaba lleno de imprevistos: bazares repletos de gente donde se vendían alfombras, chilabas, objetos arqueológicos... lugares exóticos por los que deambulaban aguadores y vendedores de té ambulantes y donde proliferaban los cafés donde se reunían los fumadores de narguile (pipa de agua). Pero de todo ello, lo que más fascinó a la viajera británica fueron las inmensas caravanas de camellos que pudo ver, conducidas por nómadas beduinos. Todo aquello le abrió los ojos a un mundo totalmente nuevo y fascinante para ella. Pero aquella era una aventura llena de peligros. Una mujer viajando sola a mediados del siglo XIX no era algo ni aceptable ni bien visto, aunque en su periplo Jane acabó por encontrar algo que cambiaría su vida para siempre.
Jane Digby, la aristócrata nómada
En aquel país misterioso, desértico y con un calor infernal Jane conocióal jefe de la tribu de los Mezrab, Abdul Medjuel el Mezrab, un hombre veinte años menor que ella que poseía una gran delicadeza y hacía gala de una exquisita educación. Rápidamente se interesó por aquella extranjera que parecía haberse perdido en el desierto y juntos emprendieron un fascinante viaje hasta las ruinas de Palmira, durante el cual se enamoraron perdidamente. Poco tiempo después, la pareja se casó y pasaron juntos los siguientes veintiocho años, en los que Jane se adaptó sin ningún tipo de problema a la dura vida de los beduinos, aprendió su idioma y se convirtió en una más de la tribu de su esposo. Por fin parecía haber encontrado lo que buscaba. Era feliz en medio del desierto viviendo con un jeque árabe, tiñéndose el pelo de color azabache, aplicándose khol en los ojos, aprendiendo a montar en camello (con gran destreza por cierto) y a fumar en narguile.
Jane se casó con Abdul y pasaron juntos los siguientes veinticinco años, en los que Jane se adaptó a la dura vida de los beduinos.

Ruinas de la antigua ciudad Palmira, en el desierto sirio.
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Durante aquellos años Jane recorrió con su marido Siria, Irán, Irak, y llegó a conocer el desierto mejor incluso que algunos de los barrios de un ya lejano y casi olvidado Londres. Asimismo, la pareja pasaba algunos meses al año en Damasco, donde Jane ejercía como guía de los pocos extranjeros que se aventuraban en aquellas inhóspitas tierras. Por fin parecía haber encontradoel equilibrio que necesitaba. Al final, la jequesa acabó borrando cualquier tipo de atadura emocional con Europa y con su antigua vida hasta el punto de incorporar el nombre de la tribu de su esposo, El Mezrab, en sus apellidos y acabar sus días en aquellas cálidas tierras. Allí Jane era conocida como Shaikhah Umm al-Laban (literalmente "jequesa madre de leche") debido a la palidez de su piel, y el eco de sus aventuras llegaba hasta su Londres natal, donde se contaban historias escandalosas en las que ella era la protagonista, algo que le causaba una total indiferencia. En aquellos momentos su vida era perfecta y nada ni nadie la iba a enturbiar.
La muerte de la jequesa
Pero esa felicidad compartida con su esposo tuvo un abrupto final. Durante el verano de 1881, Jane contrajo el cólera y no fue capaz de soportar la virulencia de las altas fiebres. La disentería la debilitó hasta el punto de no poder moverse del lecho. Vestida como un beduino, Jane murió a los 73 años fiel a la gente con la que había compartido los mejores momentos de su vida. Fue enterrada en el cementerio protestante de Damasco, en un funeral presidido por un Abdul montado en la yegua preferida de Jane, tal como a ella le gustaba verlo, en su faceta de noble hombre del desierto a lomos de su pura sangre, mientras la tribu entera lloraba su pérdida vestida con túnicas blancas en señal de luto. Jane Digby partió de este modo de la tierra donde había hallado la felicidad como si se tratara de la reencarnación de su admirada Zenobia, la legendaria reina de Palmira.