El 26 de abril de 1451, el rey Juan II de Castilla anunció el nacimiento de su hija Isabel; «my muy cara e amada muger encaesció una Ynfante», dijo, utilizando una sorprendente ambigüedad, pues, tratándose de una niña, se suponía que debería haber utilizado su título en femenino: «Infanta». Quizá nadie dio mucha importancia a lo que bien podía ser considerado como un descuido, pues, a fin de cuentas, nadie podía imaginar que esa niña llegaría a reina. Por entonces, el monarca tenía ya un hijo varón de veinte años, Enrique (apodado más tarde el Impotente), nacido de su primer matrimonio con María de Aragón, y sería él quien, tres años más tarde, en 1454, le sucedería en el trono. Cuando esto ocurrió, la princesa Isabel fue enviada junto su madre, Isabel de Portugal, a Arévalo, lejos de la corte y cerca de Medina del Campo, a cuyo castillo de la Mota se sentiría siempre estrechamente vinculada.
Pese a esta aparente marginación, Isabel recibió una esmerada educación de acuerdo con lo que se esperaba que aprendiera una princesa del momento. Desde pequeña vivió rodeada por un excelente grupo de damas de compañía y tutores, designados directamente por su padre antes de morir, entre los que se encontraban algunas de las figuras que con el tiempo estaría llamados a desempeñar una importante función en su vida y su reinado, como Lope de Barrientos, Gonzalo de Illescas, Juan de Padilla, Gutierre de Cárdenas y fray Martín de Córdoba. De ellos recibió una formación humanística basada en la gramática, la retórica, la pintura, la filosofía y la historia.
Un matrimonio secreto
Nadie supo a ciencia cierta los motivos por los que su hermanastro, que nunca se había preocupado demasiado por ella, decidió llamarla junto a él en 1462, poco antes del nacimiento de su hija Juana. La princesa contaba entonces diez años. ¿Pensó quizá que era preferible tenerla cerca y bien controlada? La inestabilidad política en Castilla crecía por momentos debido a las desavenencias entre el monarca y algunos magnates del reino, capitaneados por el arzobispo de Toledo, Alfonso Carrillo. Las tensiones llegaron a su punto extremo en 1465, cuando los nobles impusieron al rey un humillante conjunto de medidas que limitaban su poder.

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Alcázar de Segovia. Construido entre los siglos XII y XVI, este magnífico edificio fue una de las residencias favoritas de los reyes católicos. de aquí salió Isabel para ser coronada reina en 1474.
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Una de las exigencias que Enrique IV debió aceptar fue que la princesa Isabel se alejara de la corte y tuviera casa propia en el Alcázar de Segovia. Es difícil saber de quién partió la iniciativa, pero lo cierto es que desde ese momento Isabel empezó a ser vista como heredera legítima del reino de Castilla, mientras tomaba cuerpo la creencia de que Juana no era en realidad hija de Enrique, al que todos consideraban impotente, sino de su primera esposa Blanca de Navarra y el favorito real Beltrán de la Cueva. Tan sólo tres años después, el propio rey Enrique aceptó un pacto –materializado en una venta cercana a los Toros de Guisando, cerca de Ávila– por el que, a cambio de que sus adversarios aceptaran su continuidad en el trono, reconocía a Isabel como legítima sucesora en la corona de Castilla.
Algunos aconsejaron a Isabel hacerse con el poder sin esperar la muerte de Enrique, pero la aún adolescente princesa, que empezaba a dar señales de gran habilidad política, decidió presentarse como garante del orden establecido y esperar su turno. Hubo una cuestión, sin embargo, en la que incumplió abiertamente los pactos con su hermanastro. Éste sabía que a su hermana, tras ser reconocida como heredera, le saldrían muchos pretendientes matrimoniales, y exigió que se le informase al respecto y se pidiera su beneplácito antes de tomar cualquier decisión. Isabel no lo hizo y, aconsejada por el arzobispo Alfonso Carrillo, tras estudiar diversas opciones, tomó partido por el candidato aragonés, Fernando, hijo y heredero, como ella, de otro Juan II.

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Retrato íntimo de la reina. Juan de Flandes, autor de este retrato de la reina Isabel, fue uno de los muchos pintores flamencos que trabajaron en Castilla a finales de siglo XV. Museo del Prado.
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Todo se llevó en el más absoluto secreto. El 5 de septiembre de 1469, Fernando partió de Zaragoza disfrazado de criado y acompañado por tan sólo seis personas. El 12 de octubre, el pequeño grupo llegó a Valladolid. Dos días más tarde, la pareja se veía por primera vez. «¡Éste es!», se cuenta que exclamó Gutierre de Cárdenas cuando el novio fue presentado a su futura esposa. Cuatro días después tenía lugar la ceremonia nupcial, que incluyó la bendición, también en el sentido político, del arzobispo Carrillo. Al día siguiente, como era preceptivo, el matrimonio fue debidamente consumado en la cámara nupcial ante un selecto grupo de testigos. Los cronistas oficiales presentaron su encuentro como un amor a primera vista. Lo cierto es, sin embargo, que Fernando, un año más joven que Isabel, tenía ya dos hijos ilegítimos cuando la conoció. Y, por supuesto, tenía tantos intereses políticos en ese matrimonio como los que pudiera tener su esposa.
Isabel contra Juana
Hubo un detalle que a nadie se le escapó. Ambos contrayentes eran primos hermanos y, de acuerdo con la ley canónica, necesitaban la dispensa o autorización del papa para contraer matrimonio. Desconcertado por las consecuencias que el enlace podía tener tanto en los convulsos territorios de Castilla y Aragón como en el delicado equilibrio político europeo, el papa Paulo II se negó a concederla. En el momento del enlace, el arzobispo de Toledo presentó una bula que era una falsificación, y los contrayentes sin duda lo sabían.
De hecho, en los años siguientes la solicitaron de nuevo a Roma en reiteradas ocasiones, aunque no la obtuvieron hasta diciembre de 1471, cuando un nuevo pontífice, Sixto IV, ocupaba la silla de Pedro y gracias a los buenos oficios del cardenal valenciano Rodrigo Borja, el futuro papa Alejandro VI. El documento incluía de paso la absolución para todos aquellos que, por haber participado de algún modo en el matrimonio de Valladolid, habían quedado excomulgados. Así pues, la que recibiría el título de «Reina Católica» comenzó su vida matrimonial fuera de la Iglesia. Cuando fue perdonada era ya madre de una niña, otra Isabel, nacida el 2 de octubre de 1470.

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fachada de la universidad de Salamanca. construida entre 1529 y 1533, la preside un relieve con un retrato de Isabel y su esposo Fernando.
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Como era de esperar, Enrique se enfureció al conocer la noticia del matrimonio. Consideró, con toda razón, que los pactos de Guisando habían sido vulnerados por Isabel y acto seguido decidió retirarle el derecho a la sucesión para devolvérselo a Juana. Isabel, sin embargo, mantuvo la prudencia y decidió esperar su momento.
Éste llegó la fría mañana del 12 de diciembre de 1474 cuando llegó al Alcázar de Segovia, donde habitaba la joven pareja, la noticia de que Enrique había muerto. Al día siguiente, Isabel se autoproclamó con toda solemnidad reina de Castilla y envió cartas a las principales ciudades del reino exigiéndoles obediencia. Pero el camino distaba mucho de quedar expedito. A las pocas semanas, su sobrina Juana hacía lo mismo. Y no sólo eso: negociaba con su tío, el belicoso rey Alfonso de Portugal, un contrato matrimonial que permitiera unir las fuerzas de ambos reinos con el objetivo de defender sus derechos.
Comenzaba así una sangrienta guerra por el trono castellano que no finalizaría hasta septiembre de 1479, con los tratados de Alcáçovas y Moura. La victoriosa Isabel exigió que su sobrina renunciara al matrimonio con Alfonso y entrara como monja en el convento de las clarisas de Coimbra. Con ello, la reina pretendía garantizar a cualquier precio que su rival no tuviera descendencia.
La política antes que la felicidad
Sus indudables éxitos políticos vinieron acompañados de no pocos quebraderos de cabeza en el ámbito familiar, empezando por su relación con el rey. Es difícil juzgar con criterios actuales los sentimientos de Isabel hacia Fernando ya que, si algo pareció tener claro la reina, era que esos sentimientos no eran importantes. Su matrimonio obedecía a un objetivo político al cual sacrificó la felicidad personal. Los numerosos cronistas del reinado, por su parte, insistieron machaconamente en la unidad de actuación que siempre mantuvieron los monarcas. Uno de ellos, Hernando del Pulgar escribió: «Tenemos un rey y una reina que ambos ni cada uno por sí no tienen privado [ministro de confianza], que es la cosa y aun la causa de los desórdenes y escándalos de los reinos. El privado del rey sabed que es la reina y el privado de la reina sabed que es el rey».
Sin embargo, es dudoso que esta unidad en el gobierno tuviera correspondencia en el campo personal. Fernando no solamente había engendrado ya una hija antes del matrimonio, Juana (que más tarde se casaría con el magnate castellano Bernardino Fernández de Velasco), sino que en el camino hacia Valladolid para conocer a Isabel tuvo otra relación con una joven leridana, Aldonza Roig e Iborra, que al parecer le acompañó luego en el viaje vestida de varón. Fruto de esta relación nacería Alfonso, nombrado a los diez años arzobispo de Zaragoza, cargo que ocupó el resto de sus días a pesar de que, al parecer, nunca llegó a celebrar misa. Era sólo el principio de sus constantes infidelidades, que Isabel aceptó con resignación.

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Reales Alca´zares de Sevilla. en este palacio, residencia de los Reyes Cato´licos en 1477, nacio´ su segundo hijo y heredero, el pri´ncipe Juan, en el an~o 1478.
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Para acabar de dificultar las cosas, cuando más necesario era un varón, nació su primera hija, Isabel. La noticia causó una profunda decepción, sobre todo en Aragón, donde imperaba la ley sálica que impedía el acceso de las mujeres al trono. Más tarde nació un niño que falleció al poco de llegar al mundo. No fue hasta el 30 de junio de 1478 cuando, finalmente, la reina alumbró un varón, Juan, que por fin garantizaba la sucesión de una corona todavía inestable. Más adelante llegarían Juana, María y Catalina. Salvo María, que contraería matrimonio con el rey Manuel de Portugal, una vez quedó viudo de su hermana mayor Isabel, con el que tuvo diez hijos, todos los demás tuvieron una desgraciada existencia, lo que, sin duda, fue causa de profundo sufrimiento para su madre.
Esperanzas frustradas
Desde el nacimiento de Juan, la reina concentró sus energías en la educación del heredero. Eligió para ello a los mejores tutores, dirigidos por el futuro arzobispo de Sevilla e inquisidor general fray Diego de Deza. Estudió con detenimiento todas las posibilidades que se ofrecían para su futuro matrimonio. Finalmente, la elección recayó en Margarita, hija de Maximiliano I, soberano del Sacro Imperio. Fue una doble negociación, ya que, paralelamente, se concertó el enlace entre el hermano de Margarita, Felipe (más tarde conocido como el Hermoso) con la hermana menor de Juan, conocida en la historia como Juana la Loca. Según uno de los testigos del momento, el italiano Pedro Mártir de Angleria, Isabel vivió tanto las negociaciones como la espera de la llegada de su futura nuera con extrema ansiedad. Era plenamente consciente de la trascendencia política de ese enlace. Pero también del delicado estado de salud de su hijo.

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La capitualción de Granada. Los Reyes Católicos reciben las llaves de la ciudad de Boabdil en este óleo de Francisco Pradilla y Ortiz pintado en 1882, palacio del Senado, Madrid.
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La unión se celebró finalmente en Burgos, el 4 de abril de 1497. Como ya había ocurrido con el matrimonio de los padres, los cronistas se esforzaron en destacar el flechazo a primera vista que se produjo entre los dos jóvenes. Pero también transmitieron su inquietud por el ardor que ambos mostraron en su relación. Demasiado, pensaron algunos, teniendo en cuenta la fragilidad física del príncipe. No se equivocaron. El matrimonio duró exactamente medio año. Juan falleció en Salamanca el 4 de octubre. Muchos no dudaron en calificar la suya como una «muerte de amor». En todo caso, el rompecabezas político armado con tanto esfuerzo se quebró por completo.
Isabel quedó sumida en una profunda tristeza, que se acrecentó al constatar las discrepancias cada vez mayores entre su esposo y Felipe, el marido de su hija Juana, que ahora quedaba como principal candidata a ocupar el trono de Castilla. Casi con toda seguridad, la acumulación de desgracias familiares, a las que pronto se añadieron los primeros síntomas del desequilibrio mental de su hija Juana, hicieron mella en la salud de Isabel y adelantaron el final de la soberana.
El testamento de la reina
Recluida en Medina del Campo, la reina preparó con tiempo su último viaje. El 12 de octubre de 1504 dictó un testamento que sintetizaba de modo magistral su pensamiento, vida y reinado. A sus herederos les aconsejaba que contuvieran la excesiva proliferación de cargos públicos, controlaran las aspiraciones de la nobleza, y prosiguieran la expansión territorial de Castilla en el norte de África y en las «islas e tierra firme del mar océano», es decir, los territorios recientemente descubiertas por el marino genovés Cristóbal Colón, cuyos nativos deberían ser tratados como súbditos de la Corona que eran.

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Manzanares el Real. el palacio fue residencia de la familia Mendoza desde el siglo XV, algunos de cuyos miembros fueron consejeros de los Reyes Cato´licos, como el cardenal Pedro Gonza´lez de Mendoza.
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Junto a ello, no faltaron indicaciones precisas sobre el modo en que tanto su memoria como su cuerpo debían ser custodiados. Éste debería ser sepultado en el «monasterio de San Francisco que es en la Alhambra de la cibdad de Granada, vestida en el hábito del bienaventurado San Francisco, en una sepultura baja que no tenga bulto alguno, salvo una losa baja en el suelo». Los funerales deberían celebrarse con la máxima sobriedad, de modo que el dinero que se ahorrara en ello fuera destinado a los pobres y las doncellas sin dote. A las damas que la rodeaban en el lecho de su muerte, la reina les pidió que «no rogaran a Dios por el remedio de su vida sino por la salud de su ánima». El 26 de noviembre de 1504, a los 53 años, Isabel de Castilla exhaló su último suspiro en el palacio real de Medina del Campo.