París, la ciudad del deseo; así denominaba un escritor italiano de principios del siglo XVIII a la capital de la monarquía francesa. Era, en efecto, la ciudad de moda en Europa. Cada año llegaban infinidad de turistas extranjeros, dispuestos a admirar el panorama de la ciudad, a pasearse por sus avenidas y parques, a ir al teatro, visitar las galerías de arte, ser invitados tal vez a algún salón aristocrático... Lo difícil era elegir entre las innumerables atracciones que París ofrecía. Pero había algo que ningún visitante dejaba de hacer, una tentación que siempre acababa siendo irresistible: ir de compras.
La ciudad, en efecto, ofrecía un sinfín de tiendas llenas de codiciados productos donde los visitantes podían gastar todo el dinero que traían. Un viajero alemán, Christoph Niemitz, escribió en una «guía turística» de la ciudad a principios del siglo XVIII: «París es un lugar en el que se encuentra una cantidad innumerable de toda clase de mercancías. Se mire donde se mire se ven tiendas en las que se vende algo». Todo invitaba a gastar, a comprar cosas necesarias y otras que no lo eran tanto.
El paraíso de las compras
La lista de todas las cosas que uno podía comprarse en París era interminable. El mismo Niemitz, en su guía, las enumeraba: trajes, pelucas à la Française, batas, espadas de plata, tabaqueras de más de cien tipos y precios diversos (aunque el autor decía que eran mejores las de Inglaterra)... Antes de partir podía adquirir regalos para las damas de su país: lazos de diversos tipos, pañuelos bordados, abanicos e incluso perfumes, que se habían convertido en una especialidad francesa. Si albergaba inquietudes culturales, también podía adquirir libros, puesto que la ciudad era un importante centro librero. Con todo ello llenaría hasta los topes varios baúles que, eso sí, convenía enviar a su país en un transporte separado, para evitar que acabasen en manos de los bandidos.

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Caja de rapé, pintada por Gabriel Gallois en estilo rococó. 1738, colección privada.
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Las tiendas en las que podían comprarse todos esos artículos se localizaban en algunas zonas especiales de la ciudad, auténticos centros comerciales concurridos por una clientela ávida y curiosa. Uno era el Palais Royal, bajo cuyos pórticos se alojaba gran número de tiendas de moda. La rue Saint-Honoré, habilitada a finales del siglo XVII como bulevar, acogía también muchas boutiques de moda, como sigue ocurriendo en la actualidad. Otras tiendas se situaban en los muelles a orillas del Sena, en particular en el Quai des Orfèvres; según un escritor de finales del siglo XVIII, Louis-Sébastien Mercier, allí se encontraba «una larga hilera de tiendas que brillaban con sus piezas de orfebrería; produce una impresión que sorprende a todos los extranjeros».

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Pont-Neuf. En este puente de París se instalaban cada día tenderetes en los que se podía comprar cualquier producto de uso diario y común.
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Las joyerías y los talleres de gemas se concentraban en la plaza Vendôme, cerca del palacio del Louvre. En el Pont-Neuf, el principal puente sobre el Sena, había gran número de pequeñas tiendas en las que los abundantes transeúntes nunca dejaban de detenerse. Luego estaban las ferias y los mercados, entre los que destacaba la feria de Saint-Germain, en la que abundaban los puestos de venta de obras de arte u objetos orientales. Los parisinos solían ir a esta feria a partir de las ocho de la tarde, al salir del teatro o del baile, y la afluencia de público era considerable.
Estrategias comerciales
Para atraer a esta clientela elegante y con medios de compra, las tiendas tuvieron que adaptarse. Tradicionalmente, los comerciantes tenían talleres o almacenes en los que trabajaban y apilaban la mercancía. Las ventas se realizaban en un sencillo mostrador colocado en la entrada del taller, que quedaba al descubierto doblando la parte inferior de la contraventana, mientras que la superior se levantaba a modo de toldo. El comerciante también podía ir a visitar personalmente a los clientes, como ocurría con las modistas, que tenían un taller donde trabajaban sus empleadas y acudían al domicilio de las clientas para proponerles nuevos modelos.

Luis Paret y Alcázar The Shop Google Art Project
La tienda del anticuario Geniani, óleo de Luis Paret y Alcázar, 1772, Museo Lázaro Galdiano.
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Frente a estos antiguos hábitos (como observa la historiadora Joan DeJean), a finales del siglo XVII los comerciantes de productos selectos –vestidos elegantes, mobiliario, cuadros y esculturas, porcelanas– introdujeron una nueva forma de atraer al comprador y convertir el acto de ir de compras en una experiencia agradable y de buen tono.
Las tiendas estaban anunciadas por letreros colgantes, las enseignes, que podían ser muy sofisticados. Pero lo más importante era que, en vez de quedarse en la calle, el cliente era invitado a entrar en el interior de la tienda, que ahora consistía en una amplia dependencia totalmente separada del taller. Allí podía examinar tranquilamente los artículos, dejarse aconsejar por el comerciante y elegir finalmente el producto deseado.
«Pasen y vean...»
Los comerciantes también ponían gran interés en la decoración de su establecimiento, a fin de que los clientes se sintieran a gusto y estuvieran predispuestos a desembolsar su dinero. En 1698, un visitante inglés se admiraba por lo «finamente ornamentadas» que estaban las boutiques de París e incluso por su «aire de grandeza». Los vendedores convirtieron también las hornacinas del exterior en atractivos escaparates para sus productos, en vez de ponerlos desordenadamente en los mostradores y a veces también en bancos que invadían las aceras, algo que las autoridades habían prohibido.
Asimismo, supieron aprovechar una iniciativa pionera de las autoridades parisinas: la creación de un novedoso sistema de iluminación de calles mediante faroles de aceite. Ello permitía que los compradores se pasearan hasta entrada la noche por las calles más comerciales de la capital. Un visitante, impresionado, comentaba que «gran número de tiendas, la mayor parte de cafés, los restaurantes y los cabarets permanecen abiertos hasta las diez o las once; las ventanas de estos establecimientos poseen una infinidad de lámparas que difunden una gran claridad en las calles».

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Tabaquera de oro y diamantes fabricada en París hacia 1750, Museo de Arte de Cleveland.
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Pero la clave del éxito de las tiendas de París radicaba en el factor humano: en la atención personalizada a los compradores por parte de los dependientes. O más bien, habría que decir, de las dependientas. Mientras que en otros lugares lo habitual era que el dueño del taller –que casi siempre era un hombre– despachara él mismo la mercancía, en París esa tarea solían hacerla las mujeres, que sabían cómo utilizar sus encantos y su elegancia para engatusar a los compradores. Un visitante extranjero advertía la novedad: «En Francia, las mujeres despachan en la mayoría de las tiendas. Conocen sus mercancías tan bien como los hombres y, además, su belleza resulta a menudo una poderosa forma de atraer a los clientes y de realizar grandes ventas».
Dependientas con talento
Las mujeres, en efecto, mostraban a menudo un mayor instinto comercial. El mismo autor decía: «Las mujeres saben valorar sus artículos y halagar a los compradores con tal habilidad que habría que tener la firmeza de Ulises para no rendirse a sus atractivos. Su apariencia pulida y agradable les da un no sé qué de gracioso». No había duda: «Un comerciante de París puede considerarse afortunado si tiene una bella esposa».

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Una dependienta atiende a un cliente en este óleo de William Powell Frith pintado en 1853, Fondo Laurence Sterne, Shandy Hall, Coxwold.
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En cualquier caso, fueran hombres o mujeres, los comerciantes en París tenían el talento de vender cosas inútiles a alto precio: «En cuanto uno pone el pie en la tienda, el hombre o la mujer no os enseñará lo que habéis pedido, al contrario, os mostrará cosas muy diferentes de lo que uno buscaba, hasta que os hayan persuadido insensiblemente con sus halagos y zalamerías para comprar lo que uno no tenía ninguna intención de adquirir y aquello de lo que se podría prescindir perfectamente». Cosas inútiles, tal vez, pero que representaban una aspiración al lujo y el confort que las tiendas de París pudieron satisfacer.