Durante siglos, el miedo al expansionismo turco caló en Europa, especialmente en el este, donde la debilidad y fragmentación de los reinos existentes permitió al Imperio Otomano imponerse durante siglos. Pero su dominio fue frágil y raramente logró echar raíces, lo que mantuvo a los turcos en una perenne posición de invasores frente a una nobleza local que los toleraba cuando convenía, pero dispuesta a prescindir de ellos cuando se les presentase un trato mejor.
Aliados por conveniencia
Aunque la caída de Constantinopla en 1453 es vista como el gran hito de las conquistas otomanas, lo cierto es que fue durante las décadas anteriores cuando el imperio logró sus mayores éxitos en Europa, conquistando buena parte del sudeste de Europa y los Balcanes entre finales del siglo XIV y la primera mitad del XV.
Estos éxitos se consiguieron en buena parte gracias a la gran fragmentación política que existía en la región. Tras el saqueo de Constantinopla en 1204 durante la Cuarta Cruzada, los territorios capturados a Bizancio se reorganizaron en un Imperio Latino que duró apenas medio siglo. Tras su desintegración surgieron multitud de reinos, algunos con un considerable poder como fue el caso de Hungría, pero que dependían en gran medida de frágiles lazos de vasallaje con la nobleza local.
Y fue esta nobleza la que abrió en más de una ocasión la puerta a los sultanes otomanos, a los que veían como unos señores lejanos y poco entrometidos, que a menudo les permitían -al menos mientras no hubiera intentos de rebelión- seguir gobernando de forma autónoma a cambio de un tributo. La alternativa era subordinarse a los soberanos europeos, que les exigían apoyo militar en sus guerras constantes, o formar parte del imperio comercial veneciano, con los impuestos y competencia económica que eso conllevaba. Por estos motivos, los nobles tenían pocos reparos a la hora de aceptar a los otomanos como señores nominales, e incluso de aliarse con ellos o traicionarlos según convenía en cada momento, como fue el caso del famoso Vlad Dracula “el empalador”.
El choque de los imperios
A pesar de que el Imperio Bizantino había sido un vecino incómodo para la Europa católica, la captura de Constantinopla fue un suceso traumático que hizo que las grandes potencias europeas tomaran consciencia del alcance de la amenaza otomana, ahora que ya no había ningún cojín entre ellas y era probable que se convirtieran en el siguiente objetivo. Dos en particular se convirtieron en las principales antagonistas de los otomanos: Venecia y el imperio de los Habsburgo.
La primera había conseguido, especialmente por su participación en las Cruzadas, forjar un imperio comercial que dependía por una parte del control de una red de ciudades a lo largo y ancho del Mediterráneo, y por otro de la relación con quien dominase el Levante mediterráneo, punto de encuentro de las grandes rutas. Esto la situó en una relación perenne de colaboración necesaria con el Imperio Otomano, que ahora controlaba el Levante, a pesar de que este era al mismo tiempo su gran enemigo y le arrebataba uno tras otro todos sus enclaves en el Mediterráneo. En términos navales Venecia era uno de los pocos estados capaces de hacer frente a la armada turca, aunque sin demasiada fortuna: las flotas de ambas potencias protagonizaron numerosos encuentros, cuyo resultado casi siempre favoreció a los otomanos.
Pero sin duda el gran rival de los otomanos fue la casa de Habsburgo, que en su momento de máximo apogeo ceñía la corona de numerosos reinos y podía movilizar la mayor cantidad de tropas de todas las potencias europeas; y teniendo al Imperio Otomano como vecino, no cabía duda de que les interesaba movilizarlas. Fue precisamente un miembro de esta casa, don Juan de Austria -hijo del emperador Carlos-, quien comandó las fuerzas de la Liga Santa en la batalla de Lepanto en 1571.
Lepanto fue la mayor derrota del Imperio Otomano en suelo europeo y terminó con la destrucción casi total de la flota turca, poniendo freno temporalmente a su avance en Europa: durante el siglo siguiente, los sultanes prefirieron mirar hacia Oriente y el norte de África. A partir de 1645 volvieron al ataque, esta vez por tierra, llegando a las puertas de Viena en 1683. El asedio de la capital austríaca duró casi tres meses y puso las fuerzas de los Habsburgo al borde de la capitulación, puesto que el emperador Leopoldo I no contaba con suficientes fuerzas en la ciudad para romper las líneas turcas. El papa Inocencio XI, consciente de que la caída de Viena abriría a los turcos las puertas de Europa occidental, llamó a las potencias cristianas a aparcar sus rivalidades y acudir en ayuda del emperador. Un ejército de casi 90.000 hombres -entre ellos los temibles húsares alados polacos- logró por segunda vez frustrar las ambiciones del Imperio Otomano, que ya no se recuperó de aquel segundo golpe.
La era de las naciones
Si bien el poderío otomano había sufrido un duro golpe en Europa, los turcos eran todavía una potencia a tener en cuenta y pusieron de nuevo Asia en su punto de mira, donde los problemas del Imperio Safávida abrían grandes perspectivas de conquista. En cambio, en África su poder se volvía cada vez más sutil, con los territorios en manos de virreyes que actuaban con una autonomía casi total y mantenían con el sultán un vasallaje puramente simbólico.
En Europa, el siglo XIX vio desmoronarse el dominio otomano a medida que todos sus territorios se independizaban
En Europa, el siglo XIX vio desmoronarse el frágil dominio de un imperio que nunca había conseguido echar raíces hondas. A ello contribuyó especialmente el Romanticismo, que avivó el sentimiento patriótico incluso entre los extranjeros, como el poeta inglés Lord Byron, que partió para luchar por la independencia de Grecia y encontró la muerte víctima de la malaria. La independencia del país heleno en 1829 abrió la puerta a una serie interminable de conflictos en los Balcanes y el Mediterráneo oriental, en la que las potencias europeas prestaron gustosamente ayuda a los rebeldes con tal de debilitar al enemigo otomano.
En vísperas de la Primera Guerra Mundial, el Imperio Otomano era un gigante enfermo: había perdido casi todos sus territorios en Europa, y sus súbditos asiáticos y africanos pugnaban por liberarse también de su control. La decisión de alinearse con los imperios centrales selló su destino: al terminar el conflicto no solo había perdido el resto de sus dominios, sino también el título de imperio.