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Pisé Normandía por primera vez en 1974. Era un reportero gráfico de 27 años encargado de fotografiar las elecciones presidenciales francesas y mi visita coincidió casualmente con el trigésimo aniversario del Día D. Me asombró que los franceses siguiesen recibiendo a los veteranos estadounidenses como sus libertadores, un sentimiento de afecto entre los dos países que aún hoy pervive.
Desde aquel primer viaje he regresado a esas playas más de diez veces en los últimos 50 años, y en cada visita he contemplado sus arenas veneradas y presenciado cómo el pasado se niega a ser borrado. He conocido a incontables veteranos que a primera vista parecen tipos normales y corrientes, como los chicos con los que me crié y que hoy regentan una ferretería o una farmacia. He tenido que arrancarles con sacacorchos el relato de sus extraordinarias vivencias, recuerdos incomparables de un momento crucial.
Entiendo que tengo el deber de tender un puente con mi fotografía para que la gente –en especial los jóvenes– comprenda la importancia de lo que ocurrió aquí, no solamente la muerte de tantísimos soldados, sino también la transformación del mundo que obró la invasión aliada de la Francia ocupada por Alemania. Siempre he sido admirador de Edward R. Murrow, el corresponsal estadounidense que durante la Segunda Guerra Mundial radiaba partes nocturnos desde Londres. Me gusta reproducir aquellos partes en el teléfono móvil mientras paseo por la playa de Omaha y asimilo los terribles relatos de lo que ocurrió en ella en junio de 1944.
No he conocido a nadie que haya caminado por la playa de Omaha sin percibir la carga histórica que inunda este lugar.
La historia tiende a desdibujarse. Nuestros recuerdos pasan a ser de segunda mano, luego de tercera mano, y al final no son más que palabras en un libro de historia. Pero no tengo claro que ese vaya a ser el destino de Normandía. No he conocido a nadie, ni joven ni viejo, que haya caminado por la playa de Omaha sin percibir la carga histórica que inunda este lugar. Es imposible pisar su arena y no sentirse sobrecogido.