En el espacio que hoy ocupa la plaza Mayor de Madrid ya había, desde tiempos medievales, otra antigua plaza, llamada del Arrabal. El lugar quedaba fuera de las murallas que protegían la población desde el siglo XI, cuando Alfonso VI de León mandó ampliarlas tras conquistar la ciudad fundada por los musulmanes. En aquellos tiempos había que economizar al máximo el espacio intramuros, ya que agrandar el perímetro de las cercas conllevaba gran esfuerzo. Por ello, el interior de las ciudades no solía contar con grandes plazas. El lugar tenía además la ventaja de evitar el portazgo, impuesto que gravaba la venta de mercancías dentro de Madrid, por lo que se convirtió en un mercado muy frecuentado por los madrileños. Al fin y al cabo, se encontraba lo suficientemente cercana a la ciudad como para que sus habitantes compraran en ella.
Así fueron las cosas hasta que Felipe II, con las arcas bastante vacías, decidió hacer de Madrid la sede de la corte en 1561. Para acabar con la "evasión fiscal" del mercado del Arrabal, derribó la vieja muralla medieval, incluyó aquel espacio en la ciudad y ¡todos a pagar! La plaza ya pertenecía a la ciudad y se convirtió en un lugar central de la vida social y cultural madrileña.
La plaza de Gómez de Mora
Felipe II ya pensó en adecuar el emplazamiento de la plaza del Arrabal a su cada vez mayor importancia, pero el diseño actual de la plaza Mayor de Madrid tiene su origen en el proyecto encargado por su hijo Felipe III a Juan Gómez de Mora, arquitecto del monarca y responsable también del diseño de la Cárcel de la Corte (que Felipe V convirtió en el palacio de la Cruz, actual sede del Ministerio de Asuntos Exteriores) y la Casa de la Villa, sede del Ayuntamiento entre 1693 y 2007.
El diseño que Gómez de Mora trazó en 1617 está compuesto por elementos típicos del barroco madrileño: ladrillo rojo muy cocido en las fachadas, granito en cimientos, dinteles y balconadas corridas, pizarra en los tejados y torres rematadas por chapiteles y veletas, además de por escudos pertenecientes a quienes pagaron las obras. Con el paso de los siglos, estos elementos se fueron deteriorando, sobre todo por los numerosos incendios que se sucedieron. Uno de los más aparatosos tuvo lugar el 16 de agosto de 1790. El resultado fue tan desastroso que hubo que reconstruir la plaza, tarea que se encargó a uno de los arquitectos más destacados del período borbónico: Juan de Villanueva.
La plaza Mayor ha sido siempre un entorno de intensa actividad económica, como lo atestiguan algunos de los diez arcos que dan acceso a ella: el de la Sal, donde se encontraba el depósito de venta de este producto, el de Botoneras –denominado así porque debajo se apostaban las vendedoras de botones– y el de Cuchilleros, que recibe el nombre del gremio emplazado en este lugar. Por su parte, los carniceros, a quienes los cuchilleros prestaban sus servicios, se situaron en el interior de la plaza, en la Casa de la Carnicería, el depósito general de carne que abastecía a los mercados de la villa.
Toros, fiestas y romerías
Desde sus inicios, la plaza Mayor tuvo también una intensa vida social y cultural y fue el marco de festejos diversos. Los Austrias la utilizaron mucho como escenario de sus apariciones. Por ejemplo, aquí se proclamó rey a Felipe IV, en 1621. El espacio sirvió también para albergar espectáculos teatrales, torneos, corridas de toros y fiestas de carnavales, así como pasos de romerías, muy populares durante los siglos XVI y XVII. Era el caso de la dedicada a san Marcos, que se celebraba el 25 de abril. Llamaba mucho la atención porque los romeros solían acudir vestidos con harapos, por lo que fue conocida popularmente como la del trapillo (de trapo). De ahí proviene la expresión "ir de trapillo" para referirnos a una manera de vestir sencilla y casera.
Cada corrida de toros reunía a 50.000 espectadores en la plaza Mayor
Otra peregrinación muy popular fue la de Santiago el Verde, que cada 1 de mayo se dirigía desde la plaza a una zona de prados en la ribera del río Manzanares, el Sotillo. En ella eran habituales los robos, los galanteos, las disputas e incluso las muertes. Por si fuera poco, algunas de las mujeres que asistían no dejaban en buen lugar el honor de sus maridos y novios, como recordaba Góngora en los siguientes versos: "No vayas, Gil, al Sotillo / que yo sé / quien novio al Sotillo fue / y volvió hecho novillo".
En la plaza Mayor eran frecuentes los espectáculos multitudinarios como las corridas de toros o las fiestas caballerescas. Uno de los torneos más recordados tuvo lugar en 1623 con motivo del compromiso del príncipe de Gales con la infanta María Ana, hermana de Felipe IV. En él participaron más de 100 caballeros y se encendieron 320 luminarias, un verdadero derroche para un enlace que no se llegó a celebrar.
El día en que en Madrid había toros, casi nadie hacía nada, "porque tal día, no hay otra cosa que hacer", escribía Juan Ruiz de Alarcón. Cada corrida de toros reunía a 50.000 espectadores en la plaza Mayor, que acudían a ver a los toreros, nobles deseosos de mostrar su desprecio al peligro. Uno de los más destacados matadores fue el conde de Villamediana, conocido por humillar a los miembros de la corte de Felipe III con sus sátiras. Una de sus víctimas favoritas era un tal Pedro Vergel, a quien difamaba diciendo que su mujer le era infiel. El hombre hacía de alguacil de la plaza y un día que mató a un toro con su alabarda, Villamediana le dedicó estos versos: "El toro tuvo razón / en no osar acometer / pues mal pudo él oponer / dos cuernos contra un millón".
En cuanto había un espectáculo, los madrileños se asomaban a verlo en los balcones que llenan los edificios alrededor de la plaza. Eso si los propietarios lo toleraban, ya que todos estos hogares eran de alquiler y tenían la llamada "servidumbre de espectáculo", que obligaba a sus ocupantes a desalojar los balcones, donde se colocaban los dueños de las viviendas o aquéllos que les hubiesen pagado una entrada. De ello se quejaba Luis Quiñones de Benavente en el siglo XVII: "Gran pensión es esta / de vivir en la plaza un caballero, / pues paga todo el año su dinero, / y el día que ha de ver la fiesta en ella / le echan de casa y quédase sin vella".
Contemplando el cadalso
El espectáculo menos festivo al que se podía asistir en la plaza eran las ejecuciones. El primer ajusticiado fue don Rodrigo Calderón, hombre de confianza del duque de Lerma, valido de Felipe III, envuelto en un escándalo de corrupción y condenado a muerte en 1621. Según cuentan las crónicas de la época, cuando el verdugo se disponía a seccionarle el cuello por la nuca, el reo, con gesto calmado, le corrigió: "Por detrás no, amigo. No me han castigado por traidor". Al final, fue degollado enfrente de la Casa de la Panadería (en la fachada norte), desde donde la familia real presidía el acto.
Y es que, entre los posibles tipos de ejecución que se aplicaban, éste era aparentemente el menos doloroso, por lo que estaba reservado a los nobles. La horca, situada junto a la Casa de la Carnicería (al sur), y el garrote vil, colocado delante del Portal de Paños, se utilizaban con quienes no tenían ningún título nobiliario. Todos exhalaban su último suspiro ante los curiosos que se agolpaban para la ocasión en el rojo corazón del Madrid barroco.