Dicen que la historia del viaje es la historia del ser humano. Pero hay una historia más caprichosa: la de que aquellos que fueron para observar y luego contar. Es una historia generosa en matices y repleta de fábulas y fabuladores. La historia del periodismo viajero la esculpieron comerciantes, guerreros, exploradores, poetas, astrónomos, conquistadores, filósofos y puede que algún faraón imberbe. Sus cimientos fueron la curiosidad y la búsqueda de respuestas. Sus orígenes podrían estar en cualquier rincón del planeta. Pero muchos la sitúan en las tierras áridas que dan forma a los actuales territorios de Sudán y Egipto. Será siempre una historia extensa y, a la vez, incompleta. Un relato plagado de aristas y versiones.
Alrededor de la anécdota, la curiosidad, el detalle, la búsqueda, los caminos, los mapas o los mercados, las siguientes líneas viajan a través de dos regiones colindantes construyendo, a partir de personajes, hechos y lugares insólitos y atípicos, una breve y curiosa historia del periodismo que viaja. Una historia de los que, a pesar de no ser los primeros en desplazarse persiguiendo objetivos muy diversos, sí fueron pioneros al dejar constancia de sus aventuras.
Heródoto, la anécdota y el detalle
Para algunos es el padre de la Historia. Para otros, también del periodismo. Heródoto viajó en el siglo V a.C. por el Mediterráneo buscando el motivo del enfrentamiento entre griegos y persas, griegos y “bárbaros”, en las llamadas Guerras Médicas. Preguntaba a los aldeanos. Coleccionaba detalles. Describía anécdotas. Sus fuentes de información fueron muchas y fueron muy variadas. Recurrió a testimonios orales y a documentos escritos. En su Historia trató de retratar el mundo antiguo, y lo hizo como el periodista moderno que desea contar lo visto y lo vivido. En el primer párrafo del Libro I de sus nueve volúmenes lo aclara: “Esta es la exposición del resultado de las investigaciones de Heródoto de Halicarnaso para evitar que, con el tiempo, los hechos humanos queden en el olvido y que las notables y singulares empresas realizadas, respectivamente, por griegos y bárbaros –y, en especial, el motivo de su mutuo enfrentamiento– queden sin realce” (Libro I).

Busto del historiador griego Heródoto. Museo Metropolitano, Nueva York.
Foto: Metropolitan Museum / ALBUM
Este historiador y geógrafo entendió la importancia de las fuentes y sufrió la dificultad de gestionarlas. Conversó con poetas, estudió inscripciones, examinó grabados. Analizó directorios administrativos, consultó a los oráculos, revisó el trabajo de cronistas e historiadores previos (los llamados logógrafos). Se atrevió a descifrar –a su manera– jeroglíficos, y no dudó en equiparar, mediante la interpretatio graeca, divinidades extranjeras con los dioses griegos. Al dios egipcio Amón lo convirtió en Zeus. A Osiris en Dionisio. Y a Ptah en Hefesto.
Heródoto entendió la importancia del viaje como herramienta de exploración, documentación y descubrimiento. Sus trabajos contribuyeron a forjar una admiración por Egipto que se prolongó desde Alejandro Magno a Napoleón Bonaparte. Su Libro II es una suerte de cuaderno de bitácora. Describió casi todo. Cazó atmósferas y detalles. Se aventuró a exponer el proceso de edificación de la pirámide de Keops: “La parte más alta de la pirámide fue labrada primero, después labraron lo que seguía y por último la parte que estribaba en el suelo y era la más baja de todas” y especuló con algunas extrañas vías de financiación: “A tal extremo de maldad llegó Keops que, por carecer de dinero, puso a su propia hija en el lupanar con orden de ganar cierta suma, no me dijeron exactamente cuánto”.
Esta es la exposición del resultado de las investigaciones de Heródoto de Halicarnaso para evitar que, con el tiempo, los hechos humanos queden en el olvido
El maestro Ryszard Kapuscinski le tributó un homenaje en su libro Viajes con Heródoto. Los mundos son muchos y son diversos, pero “cada uno es único”. Y cada cultura hallada es un espejo donde se proyecta la nuestra. Heródoto puede concebirse como el primer globalista, un “proto-reportero” que se enamoró de Egipto y, al escribir sobre sus pirámides, edificó, sin saberlo, un mito viajero. Mediante la observación curiosa y con una curiosidad respetuosa, el narrador desconfía: “Me veo en el deber de referir lo que se me cuenta, pero no a creérmelo todo a rajatabla; esta afirmación es aplicable a la totalidad de mi obra” (Libro VII).
Herkhuf y la curiosidad del faraón
Sus viajes fueron tan extensos como su titulatura: Príncipe, Gobernador del Alto Egipto, Tesorero del rey y Amigo Único, hijo de Iri, príncipe de Elefantina… e, incluso, Jefe de los Intérpretes. En su hipogeo, situado en la necrópolis de Qubbet el-Hawa, frente a la actual ciudad de Asuán, en la orilla oeste, una inscripción extensa y detallada describe tres grandes expediciones que realizó a finales del Reino Antiguo (ca. 2287-2184). Bajo las órdenes de Merenre emprendió varios viajes destinados a consolidar pactos y alianzas comerciales con los gobernantes de Nubia. Atravesó el país de Irtjet, al sur de la actual Asuán. Y en dos ocasiones alcanzó el país de Yam, una tierra situada entre la 3ª y la 4ª cataratas. Reunió productos de todo tipo. En su tercer periplo, informó por carta al rey Pepy II –nuevo soberano que contaba con 8 años de edad y que reinaría durante casi 90– que le traía un regalo especial. Era un pigmeo. El rey no tardó en responder. Le rogó que ese presente llegara cuanto antes sano y salvo. Y le aseguró una recompensa generosa: “Si llegas a palacio con este pigmeo contigo, vivo, fuerte y sano, mi majestad hará por ti algo más grande que lo que se hizo por el portador del sello del dios Baurdjed en tiempos de Isesi, tal es el deseo de mi majestad de ver a este pigmeo”.
La historia de Herkhuf esconde ya en esta época tan temprana uno de los pilares de la historia del periodismo de viajes, la curiosidad

Acantilado de Qubbet el Hawa (Egipto), lugar donde se encuentra el hipogeo de Herkhuf.
Foto: Santiago Tejedor

Representación de Herkhuf, el viajero, tal y como aparece en la necrópolis de Qubbet el Hawa, en Asuán.
Foto: David Rull
Más de 800 kilómetros separaban por río las ciudades de Asuán y Menfis. La primera crónica autobiográfica de un viaje podría ser el texto grabado en los muros de la tumba de Herkhuf. Y esa primera crónica viajera alude al anhelo incontrolable de un niño rey por conocer lo desconocido. La historia de Herkhuf esconde ya en esta época tan temprana uno de los pilares de la historia del periodismo de viajes: la curiosidad. Curiosidad de los que se aventuraban a explorar lo ignoto; curiosidad de los que esperaban con impaciencia la llegada de los viajeros y sus historias. Y también, cómo no, de sus presentes.
La estela de Tutmosis: los mapas que advierten
Los viajes necesitan de un mapa y de un itinerario, aunque este último pueda (y deba) reinventarse. Mapa es una palabra de extraño origen: “pañuelo o servilleta” en alusión a los lienzos empleados en la Antigüedad para dibujar caminos y situar regiones. En su particular Tao del viajero, Paul Theroux lo incluye como un elemento decisivo: “Deja tu casa. Ve solo. Viaja ligero. Lleva un mapa. Ve por tierra. Cruza a pie la frontera. Escribe un diario”. Hay muchos tipos de mapas. Son un artefacto humano –un invento– impuesto a la realidad, pero que también la explica. Son una herramienta esencial, aunque muchos ocultan deliberadamente información y otros incluso la deforman.
A la orilla del Nilo, cerca de la tercera catarata –una de las 6 que hay entre Jartum y Asuán–, en la pequeña localidad de Tombos, un bloque enorme de granito yace sobre la fina arena rodeado de campos y palmeras. Sobre su superficie se esculpió la llamada Estela de Tutmosis I en Nubia. Fue durante el segundo año de reinado del faraón egipcio que vivió a principios del Reino Nuevo, entre el 1504 y el 1492 a.C. En el bloque de roca, el faraón ordenó grabar los límites meridionales de Egipto durante su reinado. Su historia no es la de un cronista que busca dejar un relato. Es la acción de un rey conquistador. Es un símbolo de desprecio al extranjero, una mueca a la guerra y el certificado de una conquista, una frontera. Aquí los "otros" son tratados desde el desdén o incluso el desprecio. La estela es un documento oficial. Probablemente fue concebida como un aviso, una señal, pero quizás involuntariamente también se convirtió en uno de los mapas más antiguos que se conservan.
El faraón Tutmosis I ordenó grabar los límites meridionales de Egipto durante su reinado. No con la voluntad de un cronista, sino con la de un rey conquistador
Los mapas son creaciones. Cada viajero construye su propio mapa. Y lo hace según sus intereses, certezas, anhelos, dudas y preguntas. Hoy al viajar los creamos a partir de nuestras lecturas y nuestras creencias. Curiosamente, nacen de la ignorancia, la duda y el desconocimiento para descubrir al viajero un camino, unas referencias para orientarse y revelar el conocimiento en aquello que busca.
Gebel Barkal, el viaje como encuentro
Cuando el viajero asciende Nilo arriba, cerca de la cuarta catarata, se encuentracon Karima, una pequeña ciudad de Sudán, situada a unos 450 kilómetros de la capital, Jartum. Gente tranquila y amable que ha organizado su vida alrededor de un mercado. Sin embargo, este lugar ofrece al visitante un regalo y una enseñanza: desde casi todos los puntos de la ciudad se divisa Gebel Barkal y su pináculo. La palabra “Gebel” quiere decir en árabe “montaña”. Pero esta no es una montaña cualquiera. Este gigante pétreo de arenisca roja fue considerado desde tiempos inmemoriales como un enclave sagrado. También fue un enorme hito que indicaba el camino a algunas de las rutas comerciales que discurrían por el lugar. Los antiguos nubios y los faraones –que establecieron en ese punto el principal templo de culto al dios egipcio Amón durante el reinado de Tutmosis III (1479-1425 a.C.)– convirtieron este paraje en un enigmático lugar de culto religioso durante cientos de años vinculado a la segunda capital de Nubia: Napata.

El antiguo enclave sagrada de Gebel Barkal, en Sudán.
Foto: David Rull
El pináculo de la montaña señala, ayudado por el sol durante el ocaso, y sólo en algunos momentos del año, el lugar de entierro del faraón Taharqa (690-664 a.C.), tal vez el más conocido de los reyes de la XXV dinastía –los llamados “faraones negros”– y el fundador de la necrópolis de Nuri. Desde la cima de la montaña sagrada, en la lejanía, emergen las siluetas de las más de 70 pirámides. El lugar es un tributo al cruce de los caminos, un homenaje al encuentro de civilizaciones, al sincretismo de costumbres y religiones. Pero especialmente es un recordatorio de la importancia que los encuentros poseen en el periodismo que viaja. Gebel Barkal nos muestra Egipto más allá de Egipto. Esto es, la mirada que no se limita a identificar la diferencia, sino que se esfuerza por buscar puentes, similitudes y cruces.
Meroe y el mercado de esclavos
Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, la ciudad de Meroe y sus necrópolis, no muy lejanas del municipio de Shendi, son uno de los lugares más cautivadores de Sudán. El enclave alberga en un cuarto de kilómetro cuadrado varias decenas de pirámides construidas durante el período meroítico (entre el s. IV a.C. y el siglo IV d.C.). Entre pequeñas colinas de arena rojiza, estas construcciones aparecen y desaparecen recordando al visitante que allí fueron enterrados reyes, reinas y altos funcionarios del histórico y legendario reino de Meroe, que tras los reinos de Kush y Napata fue el tercer gran momento histórico de Nubia.
Entre la arena roja y las pirámides angulosas, el viajero paladea una soledad que habla de un lugar repleto de paradojas: donde antes se extendía un mercado de esclavos, hoy descansan camioneros que degustan un shai (té) bajo la atenta mirada de los lugareños. Y esos mismos habitantes, cuyos antepasados fueron esclavos, te explican infinidad de historias que no son solo propias sino también de los curiosos que pasan en dirección a otras ciudades.

Necrópolis real de Meroe, en Sudán.
Foto: David Rull
Meroe es una invitación a ir más allá para comprender que no es posible entender el hoy y el mañana sin su historia y sus antepasados. Las grandes rutas de esclavos transportaban personas encadenadas hacia el norte (actual Egipto) por la Ruta de los Cuarenta días (Darb el-Arbain, en árabe) o hasta las costas del Mar Rojo. A través de estas grandes caravanas circulaban también relatos y costumbres y todo un amalgama de información y legados personales que quedaron grabados para siempre en la memoria de sus descendientes. Desde la actualidad se hace necesaria una mirada hacia los otros, un viaje a los relatos del pasado.
Omdurman como metáfora
Omdurman es una de las tres ciudades ubicadas en el lugar donde se funden el Nilo Azul (Etiopía) y el Nilo Blanco (Ruanda y Burundi). Entre sus callejuelas serpenteantes y desaliñadas, emerge un antiguo souq o mercado. Cerca de allí se encuentra la mezquita de Nilin (o Masjid al Nilin): la mezquita de los dos ríos.
Este breve y curiosa del periodismo que viaje podría finalizar en este enclave simbólico, un lugar de confluencia entre dos ríos y dos pedazos de un mismo continente. El cruce de los dos brazos de agua es también una muestra del mestizaje enriquecedor, el diálogo inevitable y la esperanza necesaria de una tierra que, tras una desastrosa descolonización y dos guerras civiles casi sucesivas durante el siglo XX, busca la paz. El periodismo que viaja describe las bonanzas y las virtudes de los lugares y sus gentes. Pero, sin duda, es testimonio y crónica de sus conflictos y sus desafíos, que son al fin el relato histórico que explica el devenir de los pueblos . Visibiliza sus contradicciones y da voz a gentes que la ausencia de relatos o mapas habían convertido en invisibles.
La mirada de un historiador; el ansia de exploración de un príncipe, tesorero y gobernador; la curiosidad impaciente de un faraón… Heródoto, Herkhuf o Pepy II representan la pulsión por lo desconocido que siempre ha envuelto al viaje. La Estela de Tutmosis I en Nubia alude a las señales de advertencia y peligro que acompañan al que se adentra en lo ignoto o se aventura en lo desconocido. La montaña sagrada de Gebel Barkal simboliza las contradicciones y la complejidad de un maridaje cultural que siempre es rico e inevitable. La ciudad de Meroe es una lección y un consejo. Todos estos personajes y todos estos lugares nos recuerdan al filósofo griego Aristóteles (384 a.C. – 322 a.C.): “La historia cuenta lo que sucedió. La poesía lo que debía suceder”. Pero quizás más al historiador ateniense Tucídides (460 a.C. – 396 a.C.): “La historia es un volver a empezar”. Y de igual modo ocurre con los viajes.