TRANSCRIPCIÓN DEL PODCAST
En la Atenas clásica existió un importante colectivo de mujeres tan característico como difícil de encasillar. No sería apropiado llamarlas sin más «prostitutas», pues su condición era ambigua y muy cambiante. Las heteras –como se las denominaba– podían ser tanto libres como esclavas. Igual podían proceder de otras ciudades como haber nacido en Atenas, de un padre que podía ser tanto un esclavo como un meteco –es decir, residente extranjero– o incluso un ciudadano. Solían destacar por su belleza, pero cuando ésta se había desvanecido nada impedía que siguieran desempeñando su «oficio». Aunque algunas eran particularmente cultas, bastaba con que poseyeran unas nociones básicas de música y danza, igual que las honorables ciudadanas y que las jóvenes que actuaban como animadoras en los simposios, los banquetes exclusivamente masculinos donde se debatía, se reía y se bebía vino en abundancia. Desde luego, ofrecían relaciones sexuales a los hombres, pero en ningún caso se confundían con las prostitutas de los burdeles. Algunas incluso llegaron a convertirse en concubinas y convivieron con su partenaire, si era soltero o viudo, en su propia casa.
Lo que caracterizaba a las heteras se halla implícito en la palabra que las identifica: eran hetairai, «compañeras», es decir, la versión femenina del hetairos. En la época Arcaica (siglos VIII-VI a.C.), los aristócratas atenienses se organizaron en grupos, las llamadas hetaireiai o heterías, que mantenían a menudo fuertes rivalidades entre sí. Los miembros de cada hetería coincidían en los simposios, en los que se formaban las parejas pederásticas, constituidas por un adolescente y un adulto, tan características de la sociedad griega, pero también había parejas heterosexuales. No es extraño, por tanto, que igual que al amante masculino se lo llamaba hetairos, se diera el nombre de heteras a las mujeres que acompañaban a los hombres en estas reuniones.
La costumbre del simposio se perpetuó en época Clásica, en plena democracia, durante los siglos V y IV a.C. Incluso se popularizó, en el sentido de que llegó a extenderse a ciudadanos con un poder adquisitivo medio.
Lo sabemos porque se ha constatado la existencia de un andrón, la pieza de la casa destinada a los banquetes, en algunas casas del barrio ateniense de El Pireo que con seguridad no pertenecían a la élite económica. Para tales celebraciones se contrataba a animadoras, normalmente esclavas, que tocaban instrumentos y bailaban, contribuyendo a elevar el clima de erotismo; en la cerámica suelen aparecer representadas jóvenes flautistas. Hay alguna escena de sexo explícito de esas mujeres con varios hombres a la vez, cuya interpretación no está clara; podría tratarse de una fantasía del decorador de tales piezas de cerámica usadas en los simposios.
En cualquier caso, estas animadoras no eran las heteras. Estas últimas acompañaban a los hombres al simposio y compartían con ellos uno de los lechos (kline) situados a lo largo de las paredes del andrón, igual que se hacía con la pareja pederástica. Una vasija de figuras roja, fechada hacia 510 a.C., representa a dos jóvenes con sus respectivas heteras en ese tipo de lechos. La cerámica ática nos muestra también la imagen de la hetera caminando con su pareja tras el simposio en dirección a la casa; allí, ya en la intimidad, tendrá lugar la relación sexual. La hetera es, por tanto, la mujer con la que se alterna en el espacio de los hombres (incluidas las palestras de los gimnasios) y con la que se mantiene una relación sexual, al margen de que el hombre esté o no casado. Aunque no era una relación formalizada jurídicamente, sí estaba destinada a prolongarse en el tiempo.
La clave para entender el rol social de las heteras está en la tendencia de la sociedad griega a la homosociabilidad, esto es, a que los hombres hicieran su vida con hombres y las mujeres con mujeres. Eso es precisamente lo que garantizaba la exclusividad de la relación sexual de la esposa, destinada a perpetuar la familia. Mucho más cuando la transmisión del linaje se realizaba por vía masculina, como en el caso de Atenas, donde la novia, al desposarse, cambiaba su propia familia por la del novio, trasladándose a su casa. Nada impedía que las mujeres casadas ejerciesen actividades muy diversas fuera de la casa, porque siempre estaban con mujeres. La esposa era la madre de los hijos legítimos y la señora de la casa; no se mezclaba con otros hombres, y éstos no debían hablar de ella. En cambio, la hetera era la pareja con la que se alternaba fuera del hogar y de la que se presumía frente a los demás hombres.
En el caso de Atenas, se dio una circunstancia que contribuyó a acentuar todavía más la diferencia entre las atenienses «respetables» y las mujeres de condición inferior. En 451 a.C., la asamblea de la ciudad aprobó una ley propuesta por el líder político del momento, Pericles, por la que se exigía que los nuevos ciudadanos fueran hijos de padre y madre ateniense, y no sólo de padre, como se establecía anteriormente. Esta ley tuvo un impacto tremendo, porque los atenienses estaban acostumbrados a casarse, por gusto o por razones económicas, con mujeres de otras ciudades y con hijas de ricos metecos. Desde luego, la norma benefició a las hijas de ciudadanos, en la medida en que ahora ya resultaban imprescindibles para conseguir hijos legítimos, los únicos que podían alcanzar la ciudadanía, es decir, los derechos políticos y la capacidad de heredar. Sin embargo, ello no impidió que las atenienses se sintieran directamente amenazadas por el gran número de mujeres que no podían alcanzar la plena ciudadanía, pero que pretendían llevar un alto nivel de vida gracias a sus amantes atenienses.
Hay testimonios de los quebraderos de cabeza de la esposa y los hijos legítimos ante los dispendios que el cabeza de familia realizaba con su hetera, ya fuera para obsequiarla o para asegurar su mantenimiento. Además, en caso de quedar viudo, cabía la posibilidad de que el hombre se casara con ella y engendrara nuevos herederos. Un famoso discurso forense de Demóstenes, el Contra Neera, cuenta el caso de una esclava, Neera, que había sido comprada de niña para dedicarla a la prostitución y que fue pasando de un amante a otro, relaciones de las que nacieron tres hijos. Finalmente logró ahorrar lo suficiente para comprar su libertad y conoció a un ateniense, Estéfano, quien le ofreció que «él la tendría como esposa [...] y no permitiría que nadie la maltratara». Además, «introduciría a sus hijos en sus propias fratrías [un tipo de agrupación en la que se unían personas con ancestros comunes], como si fueran suyos, los convertiría en ciudadanos». Este intento de hacer pasar por legítimos a los hijos de la hetera extranjera fue la causa del pleito en el que intervino Demóstenes.
Todo ello suponía una amenaza para la integridad del oikos, la hacienda familiar, que debía perpetuarse a lo largo de las generaciones. Este hecho explica la animadversión que las heteras suscitaron en una parte significativa de la opinión pública ateniense. Un claro ejemplo es el caso de Aspasia, la «compañera» de Pericles, cuya condición de extranjera sirvió de pretexto para los ataques de los enemigos del estratego. Procedente de Mileto, una de las ciudades más refinadas y cosmopolitas de Asia Menor, Aspasia se convirtió en concubina de Pericles después de que éste quedara viudo y tuvo con él un hijo, nacido entre 445 y 440 a.C.
Era su hetera, en el sentido de que Pericles hacía vida con ella fuera de casa. Y también pasa por haber sido su consejera política, en ocasiones para mal. Algunos la admiraban, como Sócrates. Según recoge Platón en su diálogo Menéxeno, el filósofo atribuía a Aspasia la autoría del famoso Discurso fúnebre pronunciado por Pericles, y aseguraba que era capaz de escribir otros todavía mejores. En cambio, los poetas cómicos se ensañaron con ella, acusándola de dirigir un burdel y atribuyéndole el calificativo de hetera como etiqueta denigrante. Según Plutarco, Aspasia tuvo que hacer frente a una acusación por impiedad, de la que habría sido absuelta gracias a una intervención emocional de Pericles en pleno juicio. Pero se ha cuestionado la autenticidad de tal noticia.
A diferencia de las prostitutas, las heteras tenían relaciones libres y consentidas, que estaban basadas en una mutua satisfacción: el partenaire debía disfrutar con ellas y ellas debían estar contentas con sus regalos y atenciones. Así lo vemos en el mencionado caso de Neera y del amante con el que se trasladó a Atenas, Frinión, el cual «iba con ella de banquete en banquete, dondequiera que se bebiera se hacía acompañar siempre por ella y disfrutaba con ella en público cuando quería y donde quería, haciendo alarde de su posesión ante quienes quisieran verlo».
Podía ocurrir incluso que una mujer fuera hetera de dos hombres distintos, aunque sólo acudiera a los simposios con uno al mismo tiempo. Lais de Corinto, considerada la mujer más bella de su época, era la hetera del filósofo Aristipo, que la colmaba de regalos, aunque también se relacionaba con el cínico Diógenes, presumiblemente gratis, ya que él vivía en una ostentosa indigencia.
De Neera contaba Demóstenes que, tras abandonar a Frinión para irse a vivir con Estéfano, el primero puso una denuncia para exigir que le devolvieran a su amante y que ésta le restituyera los bienes que se había llevado de su casa. Un tribunal de arbitraje sentenció que Neera «viviría con cada uno de ellos en días alternos [...] Siempre tendría que cubrir sus necesidades el que la tuviera, y en lo sucesivo serían amigos y no se guardarían rencor». El mismo día de la sentencia, los participantes en el juicio «fueron a cenar a la casa de aquel al que le tocara tener a Neera, y ella cenó y bebió en su compañía, dando placer a todos».
Pese a que la mayoría de heteras tenían un origen esclavo, había hijas de ciudadanos que asumían esa condición porque su familia no podía darles una dote o porque su particular atractivo les permitía llevar una vida mejor que la que les habría correspondido como simples esposas. Así tenían independencia económica y podían llegar a ser propietarias de una casa, para vivir solas o con otras heteras.
Aunque las heteras podían llegar a tener una autonomía considerable en comparación con las mujeres ciudadanas, no por ello dejaban de depender de los hombres. Su participación en reuniones masculinas como el simposio tenía lugar siempre de la mano de un partenaire. Las mujeres atenienses no podían salir solas, salvo a edad muy avanzada, si querían preservar su integridad, y tampoco lo hacían las heteras, quienes iban acompañadas de sus respectivas parejas o bien en un grupo con otras heteras.
Hay que señalar asimismo que, pese a que las heteras no se relacionaban con las mujeres casadas, dada la radical diferencia de estatus entre unas y otras, debía de resultar muy difícil distinguirlas por su aspecto exterior. Las esposas solían ir muy maquilladas y lucían atuendos tan llamativos como los de las heteras, y unas y otras debían de cubrirse el rostro con el velo o el manto por la común necesidad de proteger del sol la piel, harto castigada por una cosmética muy agresiva. En la antigua Grecia, la diferenciación social entre lo masculino y lo femenino era mucho más fuerte y significativa que la que distinguía a las heteras de las mujeres casadas.