El 27 de diciembre de 1870 amaneció frío en Madrid. Don Juan Prim y Prats, presidente del consejo de ministros de España, sabía que tenía por delante una jornada especial y que debía organizarse bien si quería dejar resueltos todos los asuntos urgentes. Su afán estaba justificado; al día siguiente debía viajar a Cartagena, donde daría la bienvenida en persona al duque de Aosta, el príncipe italiano que, al término de largas negociaciones, había aceptado convertirse en rey de España. Tras la revolución de septiembre de 1868 se había desarrollado un debate apasionado sobre quién debería sustituir en el trono a Isabel II, ahora en el exilio, y Prim, el más popular de los líderes revolucionarios, patrocinó la opción de aquel miembro de la casa real de Saboya que, con el nombre de Amadeo I, debía ponerse al frente de la nueva monarquía constitucional española. Sin embargo, el destino quiso que Amadeo nunca llegara a conocer en persona al hombre que era su mayor valedor.
Aquella tarde, Prim acudió a las Cortes para votar las últimas disposiciones acerca del presupuesto de la nueva Casa Real. Al término de la sesión conversó un rato con algunos diputados y quedó con uno de ellos que por la noche acudiría a un banquete organizado por una sociedad masónica en la fonda de Las Cuatro Estaciones, aunque lo haría a los postres, después de cenar en casa con su familia. A las siete y media, el conde de Reus y marqués de los Castillejos se subió a una elegante y sobria berlina, tirada por dos caballos, que debía llevarlo a su residencia en el palacio de Buenavista, hoy sede del Cuartel General del Ejército, a menos de un kilómetro de distancia. Bajo una espesa nevada que caía sobre la capital, Prim se encaminó a su casa en compañía únicamente de su secretario personal, González Nandín, y su ayudante, el general Moya. Pese a las advertencias que regularmente le hacían sobre el peligro de ser víctima de un atentado, Prim se negó siempre a llevar escolta.
Al llegar a la confluencia de la calle del Sordo, hoy Zorrilla, y la del Turco, hoy Marqués de Cubas, la berlina que ocupaba el presidente fue inmovilizada por otros dos coches que se atravesaron en la vía, uno por delante y otro por detrás.
Emboscada al presidente Prim
Por lo que los acompañantes de Prim relataron después, oyeron entonces algo parecido a un silbido. Fue una señal. Moya pudo ver cómo se aproximaban unos hombres, provistos de armas. «¡Mi general, nos hacen fuego!», exclamó Moya. Uno de los asaltantes llegó a introducir el cañón en el coche, tras romper el cristal. Nandín trató entonces de proteger a Prim, interponiéndose entre éste y su asesino potencial, lo que supuso que le destrozaran la mano, que le quedó inservible de por vida. Varios disparos de trabuco, por ambos lados del coche, impactaron en el cuerpo del primer ministro.
Gracias a la rápida reacción del cochero, que la emprendió a golpes de látigo contra los agresores, el carruaje pudo huir hacia la calle de Alcalá y, desde ahí, llegar al domicilio de Prim. El general estaba herido, pero vivo. De hecho, según algunas fuentes, fue capaz de entrar en su residencia por su propio pie, apoyándose en la baranda con un brazo ileso y dejando un reguero de sangre a su paso.
Pese a lo violento del ataque, inicialmente no parecía que la vida del presidente corriese peligro
En cuanto los médicos entraron en acción, comprobaron que las heridas más graves estaban localizadas en el hombro izquierdo. En las siguientes horas trataron de extraer los proyectiles y taparon las heridas con emplastos. Pese a lo violento del ataque, inicialmente no parecía que la vida del presidente corriese peligro, de modo que las autoridades transmitieron un comunicado tranquilizador a la población, que decía: «El presidente del Consejo de Ministros ha sido ligeramente herido». En los dos días siguientes la información sobre el estado de Prim siguió siendo esperanzadora, y todavía el día 30 por la mañana, pese a algunos accesos de fiebre, se informaba: «El estado general del enfermo es satisfactorio y las heridas se presentan en situación favorable». Pero por la tarde su situación se agravó repentinamente: sumido en un delirio que le hacía proferir palabras incomprensibles, Prim falleció a las ocho y media de esa jornada. El diagnóstico sobre la causa de la muerte era claro: una septicemia, esto es, una infección generalizada provocada por el material que acarrearon los proyectiles, incluida la ropa. Los medios médicos disponibles en la época no permitieron frenar este desenlace, aunque también se ha reprochado que sólo se convocara al cirujano más reputado de Madrid, Melchor Sánchez de Oca, cuando ya era demasiado tarde.
Enterrado con honores
La muerte de Prim conmocionó al país. A sus 56 años, el político catalán gozaba de una inmensa popularidad por el arrojo que había mostrado como general en la reciente guerra de Marruecos (1859-1860) y por su papel protagonista tanto en la oposición al régimen de Isabel II como en la revolución de septiembre de 1868. Con su muerte desaparecía el cerebro y el alma del régimen de monarquía constitucional surgido de la revolución y se abría un panorama de máxima incertidumbre. Así debió de percibirlo el nuevo monarca, Amadeo I, que desembarcó en Cartagena el mismo día en que falleció Prim. El cuerpo de éste fue velado en la Real Basílica de Atocha, adonde se dirigió Amadeo I nada más poner un pie en Madrid, y donde hoy día hay una placa que así lo recuerda.
Con su muerte desaparecía el cerebro y el alma del régimen de monarquía constitucional
Al tiempo que algunos políticos, como Cánovas del Castillo, veían en el atentado un signo indudable de que España iba al caos, prendía la polémica sobre quién había matado a Prim, polémica que no ha cesado desde entonces. En cuanto a los autores materiales, diversos indicios apuntan a José Paúl y Angulo, un jerezano que había contribuido al pronunciamiento de Prim en 1868, pero que luego, como exaltado republicano, lo atacó violentamente y llegó a amenazarlo de muerte en su periódico semanas antes del asesinato. En el sumario judicial se recoge que Prim reconoció a Paúl en la voz que gritó «¡Fuego!» cuando iba en su carroza en la calle del Turco. Cabe señalar que la oposición de los republicanos federales a Prim se había radicalizado conforme parecía tomar forma el modelo de monarquía constitucional impulsado por éste, y de hecho circulaban rumores de que estaban preparando una insurrección que estallaría en cuanto el duque de Aosta desembarcara en España.
La mano negra en la muerte de Prim
Aun en el caso de que el atentado fuera ejecutado por el grupo de Paúl, cabe también la posibilidad de que existiera algún otro inductor o financiador. Se ha hablado a este respecto del general Serrano, político revolucionario enemistado con Prim, o, más verosímilmente, del duque de Montpensier, el príncipe de la casa francesa de Orleans que había colaborado en el pronunciamiento de 1868 y había optado al trono español, expectativa frustrada tanto por su implicación en un duelo con resultado mortal como por las maniobras del general reusense.
Otros autores, en cambio, han seguido la pista de los traficantes de esclavos de Cuba, opuestos al proyecto de abolición de la esclavitud impulsado por la revolución. Lo único seguro es que las pesquisas oficiales, que ocuparon más de 18.000 folios (de los cuales desaparecieron 1.500), se cerraron en 1877 sin que se hubiera encontrado a ningún culpable.