La toma de Granada en enero de 1492 por parte de los Reyes Católicos no supuso el fin de la amenaza musulmana sobre la Península. Las ventajosas condiciones de la capitulación favorecieron la sublevación de los musulmanes del Albaicín granadino a finales de 1499. Aunque la sedición fue sofocada, su ejemplo se extendió por las zonas rurales, en especial por las regiones montañosas de las Alpujarras y de la serranía de Ronda, obligando al propio rey Fernando a encabezar las tropas que acabaron con la rebelión. El castigo fue severo pero resultó baldío, ya que, a pesar de que se les obligó a convertirse en masa, los rebeldes y sus descendientes –denominados desde entonces moriscos– nunca renunciaron a sus rasgos identitarios, como la lengua árabe o su particular vestimenta, en la que destacaba el velo usado por las mujeres.
Durante las décadas siguientes, la tensa coexistencia entre moriscos y cristianos y, sobre todo, entre el mundo urbano y el mundo rural, que vivía una difícil situación económica, fue creando un ambiente propicio para la confrontación. De hecho, era tal el convencimiento de que se produciría una sublevación de los moriscos de Granada que ésta fue continuamente profetizada a lo largo de toda la primera mitad del siglo XVI.

Isabel y Fernando aceptan la rendición de Granada en este óleo de Vicente Barneto y Vázquez pintado en 1902.
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La llegada de Felipe II al trono en 1556 supuso una escalada en el problema morisco. El nuevo clima de exaltación católica que impregnaba la política de la época y el declinar de algunas casas nobles protectoras de la minoría morisca, como la de Tendilla, favorecieron la radicalización ideológica y política de buena parte de las autoridades reales. Por su parte, los moriscos también adoptaron postulados muchos más radicales como respuesta a su creciente declive económico.
La prohibición de exportar seda, dictada en la década de 1550, y el incremento de la presión fiscal a partir de 1561 ahogaron por completo la economía granadina. La tensión aumentó en 1567, cuando una pragmática de la Corona prohibió el uso de la lengua árabe y la vestimenta diferente a la castellana, así como bailes, instrumentos, abluciones y demás prácticas propias de la tradición islámica.
Este decreto constituyó una auténtica declaración de guerra contra la minoría morisca. El marqués de Mondéjar, en aquellos momentos virrey de Granada y valedor de los derechos de los moriscos, entendió los peligros que conllevaba la pragmática e intentó suspender su aplicación. Su intervención no logró fruto alguno, por lo que la aplicación de las órdenes reales y la actividad inquisitorial de los meses posteriores contribuyeron a aumentar las tensiones.
ESTALLA LA REVUELTA
En la noche de Navidad de 1568, un grupo de oficiales reales que eran cristianos viejos (esto es, de antepasados totalmente cristianos) fueron asesinados en la región de las Alpujarras como respuesta a la presión real sobre aquella zona tan depauperada. La noticia del suceso llegó rápidamente a Granada, donde la burguesía morisca se declaró fiel a la Corona. En cambio, en las zonas rurales, donde la situación económica era más desfavorable, la mecha de la rebelión prendió con facilidad.
A pesar de la incertidumbre de los primeros días, la dirección del movimiento quedó pronto establecida con la elección como líder morisco de don Fernando de Córdoba y Válor. Éste pertenecía a un importante linaje granadino que se había convertido al cristianismo durante la conquista de Granada, lo que permitió a sus miembros disfrutar de asiento en el concejo municipal de esta ciudad. Tomó el nombre de Abén Humeya en recuerdo de los califas omeyas de Córdoba, de quienes se reclamaba descendiente.

Danza morisca según Christoph Weiditz.
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Durante los primeros compases de la guerra la iniciativa y los éxitos correspondieron a las tropas cristianas del marqués de Mondéjar, quien a pesar de la gravedad de los hechos mostró gran benevolencia con los moriscos capturados. Don Pedro de Deza, presidente de la Audiencia de Granada y contrario a la política de Mondéjar, ordenó al marqués de Los Vélez iniciar operaciones militares contra los moriscos desde el flanco más oriental del reino granadino.
La existencia de dos mandos enfrentados entre sí y de dos formas de entender el conflicto dentro del bando real fue aprovechada por los moriscos, que consiguieron importantes victorias y lograron consolidar y expandir la revuelta. A su éxito contribuyó el hecho de que las tropas cristianas allí destinadas fuesen de escaso valor militar, como las fuerzas urbanas que las auxiliaban, que, ante la adversidad, no tenían reparos en desertar.
INTERVIENE DON JUAN DE AUSTRIA
Las noticias que recibía Felipe II sobre la evolución de la guerra no eran nada halagüeñas. A las derrotas militares se sumaban los ecos de los enfrentamientos personales entre Mondéjar y Deza, y se temía que los otomanos aprovechasen la situación para atacar la Península. Aquella misma primavera el soberano, cansado de las luchas internas, confió el mando del ejército a su hermanastro don Juan de Austria.

La carrera de don Juan de Austria (arriba, en un retrato por Alonso Sánchez Coello) tuvo un inicio fulgurante. Tras un breve mando naval, en 1569 se puso al frente de las tropas reales en las Alpujarras. Al término de esa «negra guerra», como la llamó, mandó la flota española en la batalla de Lepanto (1571)
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Hijo natural de Carlos V, y con poco más de veinte años de edad, la experiencia militar del nuevo comandante era nula. Para contrarrestar su bisoñez, que en definitiva podía acarrear un importante dispendio de recursos y de tiempo, Felipe II ordenó la creación de un consejo sobre el que recaerían todas las decisiones militares. De este organismo formaron parte Mondéjar, Deza y Los Vélez, junto con otros notables militares como don Luis de Requesens, don Luis de Quijada (el ayo de don Juan) o el arzobispo de Granada, don Pedro Guerrero.
UNA GUERRA SIN CUARTEL
La guerra de las Alpujarras fue uno de los conflictos más cruentos de la historia de España. Las acciones militares se limitaron al asalto de pequeños enclaves situados de forma estratégica sobre aquel accidentado territorio y a una incesante actividad guerrillera. En cambio, abundaron los episodios de violencia, de tortura y de salvajismo contra la población civil.
Los moriscos protagonizaron asesinatos y violaciones en las poblaciones cristianas y destruyeron centros religiosos. Los efectivos de la Corona, por su parte, lanzaron razias sobre núcleos moriscos con la intención de hacerse con botín al tiempo que apresaban a mujeres y niños para venderlos en los mercados de esclavos.

De puertos como el de Vinarós en Valencia partieron las naves que llevaron a más de 300.000 moriscos al exilio en África y el Mediterráneo oriental.
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A partir del otoño de 1569 el signo de la guerra cambió a favor de los cristianos. La llegada de don Juan de Austria rebajó las tensiones internas en el bando real, que ahora contaba con los tercios que aquel trajo de fuera de la Península. Por su parte, el movimiento morisco conoció una grave fractura con el asesinato de Abén Humeya por su primo Diego Abén Aboo, que le sucedió al frente de los rebeldes. En consecuencia, las zonas en conflicto fueron reduciéndose poco a poco.
Vencida la resistencia morisca, la Corona decidió buscar una estrategia que le permitiera zanjar definitivamente la cuestión morisca. En noviembre de 1570 se decretó la deportación de los moriscos del reino de Granada, que fueron diseminados por tierras de Castilla. La medida resultó al cabo insuficiente y sólo postergó unas décadas el fin de la comunidad morisca en España, expulsada por Felipe III en el año 1609.