En 1670 se publicó por primera vez El viaje a Italia, obra póstuma de Richard Lassels. Este sacerdote católico, que había viajado por Europa y había trabajado como tutor para la nobleza inglesa, escribió en su libro que todos los jóvenes de la aristocracia deberían realizar un “grand tour”, es decir, un viaje por el Viejo Continente para conocer otros países, entrar en contacto con las grandes culturas del pasado y, en general, convertirse en lo que llamaríamos “gente de mundo”.
La nobleza británica tomó buena nota de la recomendación y así el Grand Tour se convirtió en una etapa casi obligada de formación para los hijos— y más adelante también algunas hijas— de la nobleza y la alta burguesía. Generalmente se realizaba al terminar los estudios y antes de entrar oficialmente en la sociedad de los adultos con las obligaciones que esta conllevaba, entre otras el matrimonio. Por ello, desde el punto de vista de sus protagonistas, el Grand Tour representaba también su última oportunidad de disfrutar —con la debida moderación— de las libertades de la juventud.

Retrato de Francis Basset, Barón de Dunstanville y Basset, por Pompeo Batoni (1778)
Igual que hoy en día nos hacemos fotos de recuerdo, en su momento los viajeros del Grand Tour se hacían pintar con paisajes de los lugares que visitaban: al fondo, se ven el Castel Sant'Angelo y la Basílica de San Pedro de Roma.
Foto: Museo del Prado
Un viaje de educación
El Grand Tour podía durar desde unos pocos meses hasta varios años, dependiendo del presupuesto que facilitase la familia, del itinerario y de los intereses particulares de cada uno. Generalmente se consideraba obligada una estancia en París —que hasta la Revolución Francesa era el referente de la aristocracia europea— y en alguna ciudad del norte de Italia como Turín, Milán o Venecia; aunque lo habitual, si el presupuesto lo permitía, era proseguir el viaje hacia el sur pasando por Florencia y Roma.
Este recorrido pasó por muchos cambios según la época, los sucesos históricos, las tendencias o las oportunidades que ofreciera un destino concreto. Así, por ejemplo, en el siglo XVIII la pujanza de Prusia aumentó el interés por extender el viaje a las zonas de cultura germana, cuando anteriormente el mundo mediterráneo era el centro de atención; o después del descubrimiento de Pompeya y Herculano, la visita a las ruinas se convirtió en la parada final de muchos viajeros, algunos de los cuales terminaban su Grand Tour con una ascensión al Vesubio. Incluso la mera presencia de un personaje de renombre en un determinado lugar podía influir en el itinerario, como sucedió durante el exilio de Voltaire en Suiza o tras la muerte de Lord Byron en Grecia.
Se consideraba obligada una estancia en París y en alguna ciudad del norte de Italia como Turín, Milán o Venecia; aunque lo habitual, si el presupuesto lo permitía, era proseguir el viaje hacia el sur pasando por Florencia y Roma

Goethe en la campiña romana, por Johann Heinrich Wilhelm Tischbein (1787)
El polímata alemán fue uno de los grandes enamorados de Italia e incluyó la recomendación de visitar Sicilia: "Ver Italia sin ver Sicilia es como no haber visto Italia, puesto que Sicilia es la clave de todo".
Foto: Städel Museum, Frankfurt
Pero entre todos los destinos, Italia —o mejor dicho, la multitud de estados que la conformaban antes de la unificación— fue siempre el predilecto por la variedad de oportunidades que ofrecía: contacto con las grandes civilizaciones de la Antigüedad, una enorme riqueza artística y algunas de las cortes más elegantes de Europa; no hay que olvidar que, además de la formación cultural, se suponía que el Grand Tour debía ser una instrucción en las costumbres de la alta sociedad. Si Milán y Turín eran los referentes en cuanto a refinamiento, Venecia era el ejemplo de la grandeza ostentosa. Florencia la cuna del Renacimiento y Roma de la antigua civilización, aunque de aquella quedase ya bien poca. Y lo más importante, Italia era todo lo opuesto a la rígida Inglaterra de aquella época, un verdadero choque cultural para los jóvenes de la alta sociedad, un destino “exótico”. Esto también llevaba una cierta carga de superioridad moral por parte de la aristocracia inglesa, que en general veía la Europa mediterránea como una tierra del pasado, rural, atrasada y libertina.
Tutores y compañeros
Y precisamente a causa de esto, las familias de bien no estaban dispuestos a enviar a sus hijos solos a un viaje que, junto con la oportunidad de una gran formación cultural, era vista también como un camino fácil hacia la perversión. Se trataba, al fin y al cabo, de jóvenes educados en una sociedad muy rígida y moralista, que “puestos en libertad” podían dilapidar el presupuesto del viaje en fiestas, cortesanas, juegos de azar y otros tipos de diversión que podían manchar el buen nombre de la familia o incluso poner en peligro su seguridad.

Turistas ingleses en la campiña, por Carl Spitzweg (1835)
Una característica distintiva de quienes emprendían el Grand Tour era que no renunciaban a su porte aristocrático aunque este fuese claramente desaconsejable: así, se les podía ver con traje completo o vestido largo en pleno verano y subiendo montañas con calzado totalmente inadecuado.
Foto: Alte Nationalgalerie, Berlín
Por ese motivo, quienes partían hacia el Grand Tour lo hacían acompañados de una persona de absoluta confianza, generalmente un miembro de la propia familia, un amigo íntimo de los padres o un tutor particular del joven. Era deseable que se tratara de alguien de mediana edad, que hubiera hecho él mismo el viaje en su momento y que pudiera tanto refrenar las temeridades de su protegido como solucionar de forma discreta los eventuales problemas que surgieran. A menudo también acompañaba al viajero, en calidad de compañero, alguien de una edad similar a la suya y siempre del mismo sexo, que estuviera a su lado allí donde su tutor, por corrección, discreción o fingida ignorancia, no pudiera estar: por ejemplo, en las más que habituales visitas a las cortesanas.
Junto a estos acompañantes, los más pudientes se permitían llevar consigo un reducido séquito que incluía generalmente un paje y en ocasiones un cocinero. Una parte esencial del Grand Tour era el coleccionismo de souvenirs, que podían ir desde retratos a piezas de arte antiguo, y esto significaba cargar con un equipaje que iba en aumento a medida que el viaje avanzaba. Había artistas especializados en lo que hoy llamaríamos postales, como Giambattista Piranesi o Giovanni Paolo Panini, y los más ricos se podían permitir adquirir incluso una pintura de Canaletto; estos pintores, llamados vedutisti, hacían auténticas fortunas vendiendo estampas de las ciudades a los turistas del norte. Otros personajes, poco escrupulosos, vendían piezas antiguas que frecuentemente eran falsificaciones.

Interior del Panteón, por Giovanni Paolo Panini (1734)
Los vedutisti producían cuadros de pequeño formato, ilustrando los monumentos y lugares más emblemáticos de la ciudad, como recuerdo para los viajeros del Grand Tour.
Foto: National Gallery of Art, Washington D.C.
El final de una época
Al volver a su patria, enriquecidos con el bagaje material y cultural acumulado, se esperaba que los jóvenes aportasen su experiencia a la sociedad menos afortunada. Muchos escribieron cuadernos de viaje con sus impresiones, que a su vez inspirarían y ayudarían a futuros viajeros, pero que también reforzaban los tópicos acerca de lo que uno podía esperar encontrarse en cada país. Cabe destacar que, cuando la tradición se extendió también a las hijas de la aristocracia y la burguesía, muchas encontraron en el Grand Tour una de las pocas oportunidades para conocer mundo y escribir sobre él: una de ellas, Mary Shelley, concibió su novela Frankensteinen el curso de una lluviosa estancia en Suiza en compañía de otros escritores.
El desarrollo del ferrocarril de vapor a principios del siglo XIX tuvo un impacto directo en la manera de entender el Grand Tour. Por una parte hizo más asequibles y rápidos los viajes por el Viejo Continente, extendiendo los horizontes hasta destinos que típicamente no habían formado parte del recorrido como Rusia, Turquía y España. Pero precisamente, la mayor facilidad para viajar hizo disminuir el prestigio social del Grand Tour —no hay que olvidar que era también una experiencia para presumir de ella— y la necesidad de hacer un viaje tan largo. La costumbre se trasladó entonces a los ricos estadounidenses, que a pesar del desarrollo económico de su país carecían de una larga tradición cultural que debían buscar en Europa.

Una guía Bradshaw de 1891
Las Guías Bradshaw, creadas por el editor y cartógrafo inglés George Bradshaw, fueron los primeros bestsellers turísticos en una época en la que viajar empezaba a ser asequible para las clases medias: incluían un gran número de informaciones prácticas así como recomendaciones de visitas y apuntes de cultura.
Foto: W.J. Adams (CC)
En perspectiva, no es exagerado decir que los viajeros del Grand Tour inventaron muchas facetas del turismo moderno como los viajes de estudios, la pasión por los souvenirs o el intercambio cultural; incluso los paquetes a precio cerrado, que no solo evitaban que la aventura se saliese del presupuesto sino que también permitían a los padres controlar mejor en qué se gastaban sus hijos el dinero de su “viaje de formación”.
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