Físico, astrónomo, matemático, filósofo... Galileo Galilei, científico interesado en todas las ciencias, disfrutó de crédito y fama notables durante gran parte de su vida. Nunca pasó desapercibido; lo cierto es que tampoco lo pretendió. Tal vez se viera a sí mismo, no sin motivos, como un provocador ingenioso que se sabía capaz de descubrir la relevancia de problemas pendientes en las ciencias, empezando por la mecánica, una disciplina que emergía con fuerza a finales del siglo XVI a medio camino entre las matemáticas y la ingeniería.
Durante su estancia en Pisa, primero como estudiante y luego como profesor de matemáticas en la universidad pisana, abordó de una forma novedosa problemas antiguos, como el de la caída de los cuerpos pesados, y ya causó polémica. Por ello, en 1592, cuando tenía 28 años, marchó a la Universidad de Padua, donde prosiguió sus investigaciones.
Sin embargo, fue a partir de 1610 cuando alcanzó verdadera notoriedad a raíz de la publicación de un libro revolucionario: Sidereus Nuncius (El mensajero celeste), en el que daba cuenta de sus observaciones del sistema solar por medio de un «anteojo» o telescopio. Tal vez hoy nadie pueda entender la sorpresa que la lectura de este texto produjo entre sus colegas italianos, católicos, algunos de ellos extremadamente cultivados.

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Se cuenta que para demostrar que la velocidad es independiente de la masa, Galileo dejó caer desde la famosa torre inclinada dos balas de cañón de diferente masa.
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Las características físicas del sistema planetario no constituyen hoy una novedad y menos aún un misterio para nadie, pero antes de esa fecha prácticamente todas las personas ilustradas estaban convencidas de que los cuerpos celestes que se divisaban en el cielo eran de dos tipos: planetas que daban vueltas en torno a la Tierra, el centro inmóvil del universo, y estrellas que permanecían estáticas en la esfera más alejada del universo, pegadas al «firmamento».
Mirando el universo
Cuando Galileo reconstruyó un anteojo de los que se vendían en Europa, como instrumento de voyeur terrestre, para enfocarlo hacia los cielos, nadie pensó que pudiera encontrar nada. Él no fue el descubridor del telescopio: toda una serie de inventores se disputan esa paternidad, incluido el catalán Joan Roget (1590). Tampoco tuvo el honor de ser el primero en mirar a la Luna con un anteojo, pues ya lo había hecho en Inglaterra el médico Thomas Harriot en 1609. Sin embargo, Galileo, tras fabricar un artilugio mucho más potente que el de sus predecesores, sí fue el primero en barrer minuciosamente el cielo con él, en detenerse en los objetos celestes, y, sobre todo, en saber interpretar lo que vio, dibujarlo y comunicarlo a sus colegas.
¿Y qué observaba con tanta atención? Galileo convirtió el anteojo terrestre en una herramienta de exploración propia de un naturalista que se sumerge en la espesura –en su caso, el firmamento– para observar especies desconocidas. De este modo pudo contemplar de un modo distinto los objetos celestes, aquellos a los que las antiguas civilizaciones, como la sumeria y la egipcia, habían atribuido una naturaleza divina o cuasi divina y una forma perfecta, absolutamente lisa. El ojo galileano, en cambio, mostró que las manchas de la Luna, tal como se ven a simple vista, son en realidad valles y montañas, convirtiendo nuestro satélite en un objeto celeste parecido a la Tierra.

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El óleo junto a estas líneas, pintado por Félix Parra en 1873, muestra a Galileo explicando a un alumno sus tesis astronómicas. Museo Nacional de Arte. Ciudad de México.
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Descubrió que el planeta Venus tiene fases como la Luna e imaginó que ello se debía, de la misma forma que le ocurría a nuestro satélite, a que recibe la luz solar. Inspeccionó el planeta Júpiter, divisó unas pequeñas estrellas cercanas y llegó a la conclusión de que se comportaban como si giraran en torno al planeta, es decir, como sus satélites, algo que ningún astrónomo anterior hubiera imaginado. Se asombró de las deformaciones que se apreciaban en el planeta Saturno. Y descubrió que las estrellas abundaban mucho más de lo que creían los autores clásicos, en especial, en la zona de la Vía Láctea.
Galileo miró, interpretó y narró su viaje astral en El mensajero celeste, el primer cuaderno de campo de un cosmólogo. Las planchas del libro permitían al lector «ver» lo que había observado el autor. El libro fue el primer éxito público de Galileo. La obra llegó hasta la corte Imperial de Praga y causó gran asombró en Kepler, el astrónomo imperial, e inquietó a Clavius, un viejo jesuita considerado el mejor astrónomo católico de su época y autor de la reciente reforma del calendario.
Apóstol de la ciencia moderna
La influencia del contenido del opúsculo dependía de que los lectores creyeran lo que decía Galileo, que la autoridad del autor fuera aceptada y que se considerase que los dibujos eran fidedignos. Pero lo más importante era que todas las extraordinarias observaciones de Galileo sólo tenían sentido si se aceptaba la hipótesis de Copérnico sobre la estructura del universo, según la cual todos los planetas giraban en torno al Sol, incluida la Tierra.

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Portada del libro Sidereus Nuncius, de Galileo Galilei. 1610. Biblioteca Nacional, París.
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En realidad, los estudiosos de la época no eran todos adeptos intransigentes de la teoría geocéntrica tradicional, formulada por Ptolomeo y asumida por la teología cristiana a lo largo de la Edad Media. Muchos astrónomos jesuitas defendían la variante propuesta por el danés Tycho Brahe, en la que la Tierra estaba en reposo y en torno a ella giraban el Sol y la Luna, mientras que los demás planetas rotaban en torno al Sol. En cierta medida, los jesuitas parecían más proclives que otros grupos a dar crédito a las propuestas de El mensajero. En cuanto a Galileo, nunca se interesó por las consecuencias teológicas de sus posiciones científicas y defendió la pertinencia de las ideas copernicanas sin ver en ello ninguna contradicción con la fe cristiana.
Galileo confió al principio en que sus teorías podrían imponerse, y se dedicó de pleno a desarrollarlas y difundirlas. Después de publicar su libro abandonó Padua y se incorporó como «matemático y filósofo» a la corte del gran duque de Toscana, lo que le permitió dedicar tiempo y esfuerzos a la investigación científica. En 1611 visitó Roma para presentar el telescopio, y la corte vaticana le acogió con gran afecto. Confió en la buena relación que tenía con muchos altos eclesiásticos, como la amistad que le unía con el cardenal Belarmino o con el cardenal Maffeo Barberini, hombre refinado interesado en las nuevas ideas científicas que bullían en la Italia de las primeras décadas del siglo XVII. Pero pronto descubriría que no resultaba fácil sobrevivir en la corte vaticana, donde las amistades eran esquivas.

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El senado de Venecia premió en 1609 a Galileo con un aumento en su sueldo de profesor por el invento de su telescopio. En la imagen, vista del palacio Ducal
de Venecia.
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Entre 1610 y 1630, Galileo explotó su ingenio y su talento como explorador infatigable de los cielos. Sirviéndose siempre de su telescopio observó las manchas solares, al mismo tiempo que el holandés Fabricius y el jesuita alemán Schneider. Estudió el movimiento de las mareas en una pequeña obra publicada en 1616, Discurso sobre el flujo y reflujo del mar, y aportó sus hipótesis sobre la naturaleza de los cometas en un Discurso sobre los cometas publicado en 1619.
La primera advertencia
Al mismo tiempo, sostenía de forma cada vez más abierta sus ideas copernicanas, por ejemplo en una carta dirigida a Cristina de Lorena, redactada en 1615. Ello le supuso un primer encontronazo con la Inquisición. En 1616, una comisión de once teólogos examinó sus escritos y falló que la teoría heliocéntrica era una tesis «estúpida y absurda... además de ser formalmente una herejía», puesto que contradecía los pasajes de la Biblia en los que se afirma que el Sol giraba en torno a la Tierra y que podía ser parado por designio de Dios.
El cardenal Belarmino recibió el encargo del papado de apercibir a Galileo acerca del carácter pernicioso de las hipótesis copernicanas, de las que un católico sólo podría hablar como si fueran una ficción matemática. Galileo no debería publicar más esas tesis, aunque se salvó de una condena formal.

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En 1592 el Senado de Venecia eligió a Galileo como profesor de matemáticas en la Universidad de Padua por 149 votos frente a 8. A la izquierda, Torre Della Specola de Padua, del siglo XVIII.
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Cuando su antiguo amigo el cardenal Barberini fue elegido papa en 1623 con el nombre de Urbano VIII, Galileo volvió a sentirse seguro. Ese mismo año hizo una incursión en el mundo de la filosofía con su obra metodológica El ensayador, con la que entró en polémica con profesores del Colegio Romano, institución científica de los jesuitas. Se lanzó también a escribir la que sería su obra más famosa, aparecida en 1632, Diálogo sobre los dos sistemas máximos del mundo.
La última batalla
Escrita en forma de diálogo entre tres personajes, en apariencia no defendía el copernicanismo –teoría sostenida por uno de los personajes, Salviati–, sino que sólo lo comparaba de forma argumentada con el punto de vista ptolemaico –defendido por un aristotélico de nombre Simplicio–. Eso sí, en las argumentaciones presentadas en la obra, el copernicanismo aparecía como la opción más inteligente.
Pero Galileo había cometido un error al considerar que los cardenales de la curia y el mismo papa podrían tolerar, e incluso participar, de su humor cáustico contra los partidarios de las tesis tradicionales. Ese mismo año de 1632 comenzaron sus verdaderas amarguras. A Roma llegaron varias denuncias sobre los «errores» y «herejías» que se encontraban en sus obras y la Inquisición puso en marcha una investigación.

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Los sucesivos interrogatorios a Galileo, de abril a junio de 1633, tuvieron lugar en el palacio de la Inquisición, situado en el ala sur de la basílica de San Pedro, en el Vaticano.
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Convocado al Vaticano, en 1633 fue condenado por «sospecha vehemente de herejía», se le obligó a abjurar de sus ideas copernicanas y se le impuso un arresto domiciliario. No toda la curia estuvo de acuerdo, en parte por simpatía hacia Galileo y en parte por la pugna entre facciones en la corte vaticana. En todo caso, Galileo debió aceptar que su genio no le bastaba para alcanzar a comprender lo turbios que son los corazones humanos, por muy sagrados que sean.