A principios del verano del año 1502, una gran flota dejaba la capital de la isla La Española con dirección a Castilla. La mandaba Antonio de Torres, un veterano de los viajes colombinos, y la componían 28 embarcaciones cargadas de riquezas. Cristóbal Colón, que aunque había sido desposeído de la gobernación de las Indias se hallaba en la isla durante la realización de su cuarto viaje, aprovechando su ya larga experiencia en aquellas aguas se dio cuenta de que se acercaba un temible huracán y dio aviso inmediatamente al gobernador Ovando, pero no fue escuchado.
El temporal alcanzó a las embarcaciones en el canal de la Mona, entre La Española y Puerto Rico. Fue el primer gran desastre de las navegaciones de la Carrera de Indias: sólo tres o cuatro barcos se salvaron y con las otras dos docenas de buques desaparecidos se hundieron tesoros de valor incalculable, como una gran pepita de oro que debía de pesar entre 15 y 20 kilos, según comentaba el cronista Gonzalo Fernández de Oviedo.

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defensa de la habana
Junto con el castillo del Morro y el castillo de la Real Fuerza, San Salvador de la Punta fue una de las principales fortificaciones de La Habana. Se erigió en el siglo XVI para proteger la bahía donde fondeaban los galeones cargados de riquezas.
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Desde entonces, la fabulosa pepita yace en el fondo del Caribe, y los cantos de sirena sobre ese y otros fabulosos tesoros sumergidos han atraído de manera irresistible a quienes buscan El Dorado no en la espesura de las selvas, sino bajo el profundo mar azul. Y es que un galeón hundido es como los espejismos o los mitos, hechos de fantasía y de realidad, y tiene capacidad para atraer tanto a los aventureros como a los historiadores y arqueólogos.
Aunque usualmente se habla de los galeones de la Carrera de Indias, éstos eran tan sólo unos pocos cientos entre los varios miles de buques diferentes –naos, carabelas, pinazas, zabras, balleneres, urcas, etc.– que navegaron por aquellas rutas. Su importancia radicaba en que eran los más fuertes, seguros y mejor protegidos, por lo que el rey enviaba siempre la plata de su propiedad en los galeones que servían de escolta a las flotas y a los comerciantes particulares; los pasajeros también preferían confiar sus haciendas y vidas a estos buques, y siempre que podían se embarcaban en naves de la Armada, que en muchas ocasiones eran, en realidad, galeones alquilados a algún adinerado armador.

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Galeón español, grabado de Hieronymus Cock basado en una obra de Pieter Brueghel, siglo XVII, colección privada.
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Por eso precisamente, cuando un galeón se hundía había que sospechar que llevaba a bordo un rico cargamento, el cual incluía no sólo lo que contenía el registro oficial, sino también lo que se transportaba de contrabando. De ahí que los descubrimientos más espectaculares y lucrativos realizados por los cazadores
de tesoros hundidos tengan que ver con galeones, y que, por extensión, la gran mayoría de las embarcaciones rescatadas de la Carrera de Indias acaben denominándose «galeones», aunque propiamente no lo fuesen.
Y es que, a pesar de su sólida construcción, los riesgos a los que se enfrentaban estas embarcaciones eran tan grandes que un buen puñado de ellas se fue a pique. El peligro de aquellas travesías quedó impreso en el habla popular, y así una máxima del siglo XVI decía: «La mar es deleitosa de mirar, pero muy peligrosa de pasear»,y otra remachaba: «Si queréis saber rezar, aprended a navegar».

Mexican Silver Coins Museo Atarazanas Reales CCSD 12 2018
Monedas de plata mexicana recuperadas de un pecio de República Dominicana. Museo Atarazanas Reales, Santo Domingo.
El primer desafío a vencer era el extraordinario tamaño de las masas oceánicas. El Atlántico supone una ruta de 5.000 kilómetros, y el inmenso Pacífico tiene una anchura máxima que se aproxima a los 20.000. Pero, además, los barcos a vela nunca navegaban directamente de un puerto a otro, sino que seguían esas verdaderas autopistas oceánicas que crean las corrientes y los vientos constantes, dando lugar a singladuras larguísimas que ponían a prueba a las tripulaciones de los galeones y a las propias embarcaciones. De este modo, los viajes de vuelta a la metrópoli podían suponer en el Atlántico un par de meses sin tocar tierra, mientras que, en el Pacífico, el tornaviaje de las Filipinas hasta Acapulco duraba cuatro meses en el mejor de los casos, y a veces hasta seis y siete. La duración del viaje, los temporales o los posibles ataques de barcos enemigos convertían estas singladuras en aventuras de altísimo riesgo.
Una ruta peligrosa
Pese a todo lo dicho, los naufragios en la Carrera de Indias no fueron tantos como cabría esperar. El historiador Pierre Chaunu, que realizó un conteo muy detallado –aunque seguramente incompleto– sobre la navegación transatlántica entre España y las Indias Occidentales entre 1504 y 1650, encontró
que de las casi 18.000 embarcaciones que pasaron el océano en una y otra dirección se perdieron poco más de medio millar. De ellas, 412 se perdieron debido a la acción de los temporales y diversas causas accidentales, mientras que 107 buques se hundieron por la acción violenta de corsarios, piratas o marinas enemigas.
De estas cifras se sacan dos conclusiones.En primer lugar, que a pesar de todo, las rutas indianas eran relativamente seguras, pues en total sólo menos del tres por ciento de las embarcaciones no llegó a su destino; en segundo lugar, que las fuerzas de la naturaleza eran considerablemente más temibles que los cañones de la más potente armada. Contra los enemigos, las naves de la Carrera aprendieron a navegar en convoyes protegidos por galeones de guerra. A pesar de la abundante literatura y las numerosas películas sobre asaltos a las naves españolas, debe reconocerse que un 0,6 por ciento de hundimientos por la acción enemiga es un porcentaje realmente bajo.
En cambio, contra una gran tempestad no había manera de protegerse por mucha artillería que hubiese a bordo, e ir en conserva de otros barcos (es decir, navegar en convoy) sólo servía para que a veces se hundieran flotas completas. El problema estaba en que la situación de las zonas productoras de plata y oro, la principal mercancía que se llevaba de regreso a Europa, obligaba
a recorrer en el viaje de vuelta el mar Caribe, el golfo de México, el canal de las Bahamas y el temible triángulo de las Bermudas.

Real de a ocho, Felipe II
Real de a ocho acuñado durante el reinado de Felipe II.
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En estas zonas se forman a finales de verano y principios de otoño los temibles huracanes, que los españoles aprendieron muy pronto a temer. Las autoridades americanas conocían más o menos el ritmo en que se producían estos desastres naturales, pero a veces las flotas se retrasaban y eso se podía pagar muy caro. Otro factor de riesgo para las naves lo constituían las negligencias, corruptelas e incompetencia de la tripulación: almirantes que habían comprado su cargo, pilotos poco instruidos o naves mal lastradas o con la carga deficientemente estibada podían hacer desaparecer un galeón y a todos los que viajaban en él.
Flotas enteras perdidas
Entre los centenares de naufragios que produjo la Carrera de Indias, se hicieron famosos aquellos en los que se vieron envueltas flotas completas o un gran número de los buques que las componían. El primero de estos accidentes masivos fue el ya mencionado de la flota de 28 navíos perdida casi totalmente en el canal de la Mona en 1502, y tal vez el último fue el de la desgraciada flota de Nueva España que comandó el general Juan de Ubilla y que en el año 1715 naufragó casi al completo en los cayos de Florida. De un total de once buques, sólo se salvó uno; los restantes embarrancaron o se hundieron. Murieron el general y un millar de hombres, a la vez que decenas de millones de pesos acabaron en el fondo del mar.

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Naves en peligro frente a una costa rocosa. Óleo de Ludolf Backhuysen realizado hacia 1667, Galería Nacional de Arte, Washington D.C
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En lo sucesivo, los naufragios ya no estuvieron protagonizados por los legendarios galeones, sino por navíos o fragatas como la famosa fragata Nuestra Señora de las Mercedes, hundida en combate contra los ingleses en el año 1804 al sur de Portugal, y cuya carga dio lugar a un litigio entre la empresa «cazatesoros» Odyssey y el gobierno español.
Otros galeones naufragados también han alcanzado celebridad gracias a las empresas de rescate de los cazatesoros. Por ejemplo, hoy son mundialmente conocidos los galeones Nuestra Señora de Atocha y Santa Margarita, ambos pertenecientes a la flota del marqués de Cadereyta, que se hundieron en los cayos del Marqués en 1622 y fueron rescatados por el equipo de Mel Fisher entre 1969 y 1985, el cual se sigue considerando como el más espectacular de los tesoros recobrados de la Carrera de Indias. Otro naufragio famoso por los tesoros descubiertos fue el del galeón Nuestra Señora de las Maravillas, perteneciente a la flota de don Matías de Orellana, que en 1656 se hundió en Los Mimbres, en las Bahamas, y lanzó a la fama a su rescatador, el cazatesoros Robert Marx.

Fale Spain Madrid 83
El Nuestra Señora de Atocha se hundió en Florida en 1622 con un rico cargamento de oro y plata, entre el que se contaban 125 discos y barras de oro como la que se muestra aquí.
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Otros galeones, sin embargo, permanecen guardando celosamente sus riquezas en el fondo de los océanos, y precisamente por ello están muy presentes en la imaginación de sus frustrados rescatadores. Entre ellos figuran dos buques que naufragaron llevando cargas especialmente ricas debido a que los retrasos en su salida habían acumulado en sus bodegas un tesoro de cuantía excepcional. Es el caso del Nuestra Señora del Juncal y Santa Teresa, nave almiranta de la flota del general Miguel de Echazarreta, que se hundió en 1631 al poco de salir del puerto de Veracruz camino de España.
Y también fue el caso del galeón San José, la nave capitana de la flota del conde de Casa Alegre, que llevaba un fabuloso cargamento y voló por los aires frente a las islas de Barú, cerca de Cartagena, durante el combate con una flota inglesa. Es el único de los galeones citados cuya pérdida se debió a la acción de los enemigos y no a causa de los temporales; el 5 de diciembre de 2015, el gobierno colombiano anunció su localización en las aguas frente a Cartagena de Indias.
Lo que cuentan los tesoros
Es de esperar que estos barcos y otros muchos más sean rescatados en los próximos tiempos por arqueólogos profesionales, que además de su competencia científica y ética poseen instrumentos técnicos muy sofisticados, como sonares y magnetrones, con capacidad para detectar pecios a muchos metros de profundidad, y sistemas de buceo, entre ellos modernos minisubmarinos, capaces de alcanzar esas cotas. Hoy en día, los auténticos arqueólogos submarinos valoran del mismo modo rescatar un lingote de plata que sacar a la luz las armas, vajillas u objetos religiosos que formaban el utillaje de aquella sociedad y permiten comprenderla mejor.

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Los galeones se hicieron habituales en la navegación atlántica desde mediados del siglo XVI, hasta que en el siglo XVIII fueron sustituidos por los navíos de línea o fragatas. Un galeón medio tenía una longitud de entre 35 y 40 metros de eslora, desplazaba entre 500 y 1.000 toneladas e iba provisto de baterías de entre 30 y 40 cañones. Su coste de construcción era muy elevado, lo que explica que en medio siglo, de 1550 a 1600, la Corona solo construyera sesenta.
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Sin embargo, un naufragio no sólo puede enseñarnos cosas a través de los objetos rescatados. Los archivos españoles, y en especial el Archivo General de Indias en Sevilla, poseen miles de páginas escritas sobre los pormenores de los principales desastres marítimos ocurridos en la Carrera de Indias. Así, por ejemplo, sabemos que en el galeón Nuestra Señora del Juncal, hundido como hemos dicho en 1631, viajaba un importante grupo de aristócratas, altos cargos militares y caballeros. Cuando hubo que luchar por salvar la vida, estos nobles desistieron de realizar el esfuerzo de seguir tirando de cabos y poleas para desatascar la barca que podía salvarlos. Ante la resistencia que oponía aquella situación prefirieron no malgastar sus últimos momentos de vida sudando como mozos de cuerda y decidieron retirarse a sus camarotes a morir honorablemente rezando como caballeros. Los simples marineros, que valoraban su vida por encima de las convenciones sociales, siguieron intentándolo y al final consiguieron botar el esquife al mar y alcanzaron a salvo la costa.
Si alguna vez se localiza el Nuestra Señora del Juncal, seguro que se descubrirá un rico tesoro, pero las investigaciones realizadas a raíz de su pérdida han esclarecido las diferentes maneras en que los hombres de su tiempo se enfrentaban a la muerte, y eso para un científico vale más que todo el oro del mundo.