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Una de las obligaciones más sagradas para los atenienses era dar digna sepultura a los muertos. Las mujeres ungían el cadáver con aceite y lo vestían y amortajaban para exponerlo en la entrada de la casa durante uno o dos días, en los que se recibía la visita de familiares, vecinos y conocidos. Además, al difunto se le ponía un óbolo bajo la lengua para pagar su pasaje a Caronte, el barquero de la laguna Estigia que lo llevaba a la morada de los muertos.
El cortejo fúnebre partía antes del amanecer, encabezado por una mujer con un vaso para libaciones. Se dirigía hasta el cementerio en las afueras de la ciudad, donde se enterraba o se incineraba el cuerpo. Luego, la casa y los familiares debían someterse a ceremonias de purificación. Los filósofos no se mostraban siempre tan piadosos. Diógenes, por ejemplo, prohibió que se le enterrase. «¿Hemos de dejarte expuesto a las aves y a las fieras?», le preguntaron entonces. «De ningún modo –contestó–, poned cerca de mí un bastón para que las ahuyente».