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Hambrientos, exhaustos y ateridos: así volvieron los supervivientes de la Grande Armée, el Gran Ejército francés, al término de una de las campañas más audaces de Napoleón, que resultó fatídica para la suerte de su Imperio.
En 1810, Napoleón se encontraba en la cima de su poder. Sus ininterrumpidas victorias en el campo de batalla le habían convertido en dueño de Europa. Sin embargo, el zar Alejandro I, sin romper de forma clara con Francia, se negaba cada vez más abiertamente a seguir los dictados del emperador. Napoleón decidió entonces invadir el Imperio del zar con un colosal ejército formado por más de 600.000 hombres.
Moscú, reducida a cenizas
El 7 de septiembre de 1812 (26 de agosto según el antiguo calendario ruso), el ejército de Napoleón derrotó a las tropas rusas dirigidas por Kutuzov en la sangrienta batalla de Borodino, que se cobró un saldo de 75.000 bajas entre imperiales y rusos. La victoria abrió a los franceses el camino hacia Moscú.
El 14 de septiembre, las tropas napoleónicas entran en Moscú. En la misma noche de la ocupación francesa se declararon los primeros fuegos del pavoroso incendio que en los siguientes cuatro días arrasó la antigua capital de Rusia. El zar no estaba dispuesto a transigir y, siguiendo la estrategia de sus generales, decidió privar a Napoleón de la victoria que podía suponer la toma de Moscú.
Napoleón quedó en una situación precaria. Lejos de sus bases logísticas, con sus líneas de comunicación vulnerables y el invierno en ciernes, el emperador, alojado en el Kremlin y otras residencias, pasó cinco semanas esperando un gesto de Alejandro que nunca llegó. El riguroso invierno y las enormes distancias terminarían de transformar la aventura rusa de Napoleón en un completo desastre.