Mientras Europa era testigo del desarrollo de terribles conflictos, como la Guerra Civil española, y veía con impotencia el empuje cada vez más poderoso del nazismo, en Francia, una ola de asesinatos mantenía en vilo a la población. Entre julio y noviembre de 1937, París asistió anonadada a varios crímenes terribles: una bailarina estadounidense, una enfermera atraída por un falso anuncio de trabajo como institutriz, un chofer, un agente de publicidad y, finalmente, un agente inmobiliario. Todo estos crímenes pusieron en alerta a la policía gala.
Asesinadas de un tiro en la nunca o estranguladas, las víctimas no tenían relación alguna entre sí. Pero ¿quién era el misterioso asesino que había acabado con sus vidas? Al final, esta tensa situación acabaría en 1938, cuando un hombre de origen alemán llamado Eugène Weidmann fue capturado y llevado ante la justicia. Y fue condenado a ser ejecutado públicamente en la guillotina. El 17 de junio de 1939 Weidmann se convertiría en la última persona en ser ajusticiada en público con este método. El lugar escogido por las autoridades para llevar a cabo la ejecución fue la prisión de Saint-Pierre, en Versalles, donde esta se produjo en medio de una tremenda agitación y un gran revuelo entre los asistentes.
Eugène Weidmann, todo un seductor
Nacido en febrero de 1908 en la ciudad alemana de Fráncfort, Eugène Weidmann podría haber tenido una vida tranquila y sin problemas. Sus padres eran prósperos empresarios, pero con el estallido de la Primera Guerra Mundial, y para evitar el peligro de los bombardeos, el pequeño Eugène fue enviado a vivir con sus abuelos a la localidad de Saarbrücken. Pero el muchacho pronto empezó a delinquir, hasta el punto de que acabó cumpliendo una condena de cinco años por robo. Durante el tiempo que pasó entre rejas, Eugène conoció al francés Jean Blanc y a un británico llamado Roger Million con los que, al salir de prisión, planeó lo que creía que podría ser un negocio muy lucrativo: secuestrar a turistas extranjeros de vacaciones en Francia para robarles sus pertenencias.
Eugène fue enviado a vivir con sus abuelos, pero pronto empezó a delinquir hasta el punto de que acabó cumpliendo una condena de cinco años por robo.

Ficha antropométrica policial de Eugène Weidmann.
Foto: PD
Instalados en una villa de la población de Saint Cloud, cercana a París, los tres hombres decidieron aprovechar la celebración de la Exposición Internacional del año 1937 para poner en practica sus planes. Pero el primer intento resultó fallido ya que la víctima escogida pudo zafarse de sus secuestradores y escapar. Aquel fracasó no los desanimó. Para raptar a la siguiente víctima, una bailarina de Nueva York llamada Jean de Koven, los delincuentes idearon otra táctica. Decidieron aprovechar el carisma y la mirada seductora de Eugène, que invitó a la indefensa joven a participar en una excursión para visitar Fontainebleau, la mansión que Napoléon le regaló a Josefina, y allí llevar a cabo el secuestro. Pero todo acabaría trágicamente. Jean se tomó un vaso de leche envenenada que cabo con su vida, y Collette Tricot, la amante de Million, se personó en el banco para cobrar los cheques de viaje de la bailarina asesinada.
Un martillazo en la cabeza
Durante los meses siguientes, Weidmann y sus secuaces perpetraron varios asesinatos más como los de un chofer llamado Joseph Couffy (que murió de un tiro en la nuca), un productor teatral de nombre Roger le Blond, el agente inmobiliario Raymond Lesobre, Fritz Frommer (un judío alemán al que Weidmann había conocido en la prisión de Preungesheim y que también fue asesinado por temor a que los denunciara) y finalmente Janine Keller, una enfermera que buscaba trabajo y que fue engañada con un anuncio falso. Cuando la esposa de Raymond Lesobre denunció la desaparición de su marido, la policía se personó en las oficinas de la inmobiliaria y encontró una tarjeta de visita de un representante de lencería llamado Arthur Schott. Tras interrogarle y comprobar que el día de la desaparición se encontraba en Alsacia, Schott declaró que Fritz Frommer, que era su sobrino, tenía alguna de sus tarjetas de visita, y como también había desaparecido misteriosamente, Schott les propuso que hablasen con un amigo suyo, un tal Karrer.
Durante los meses siguientes, Weidmann y sus secuaces perpetraron varios asesinatos más.

Eugène Weidmann es llevado a juicio por la policía francesa.
Foto: Cordon Press
El 8 de diciembre de 1937, los inspectores Poignant y Bourguin de la Sûreté Nationale lograron dar con el rastro del tal Karrer justo en la villa que habían alquilado Weidmann y sus cómplices. Nada más llegar se les acercó un joven que se presentó bajo el nombre de M. Karrer, y cuando los dos agentes le pidieron la documentación metió la mano en el bolsillo y sacó una pistola con la que disparó a Poignant hiriéndolo en un hombro. El sorprendido Bourguin lo agarró por la muñeca, pero Karrer siguió disparando y una de las balas rozó la frente del policía. Durante el forcejeo, Poignant vio un pequeño martillo sobre una mesa y logró agarrarlo y golpear con él a Karrer con todas sus fuerzas en el cráneo, derribándolo al instante. El registro que la policía practicó en el lugar dio un pavoroso resultado: encontraron allí el cuerpo sin vida de Fritz Frommer y también el de Jean de Koven, bajo unos escalones.
No hay perdón para Eugène Weidmann
Con la cabeza vendada tras el tremendo martillazo recibido, Karrer fue interrogado por la policía y al final, fríamente, acabó confesando que su nombre real era Eugène Weidmann y que él era el autor de los crímenes, incluido el de de la bailarina Jean de Koven. El asesinato de la joven, fue el único que pareció afectarle, ya que declaró entre lágrimas: "Ella fue amable y desprevenida. Cuando llegué a su garganta, se hundió como una muñeca". A pesar de que en ningún momento denunció a sus compinches, estos acabaron entregándose de forma voluntaria unos días después. Así, después de más de un año de investigación, en marzo de 1939, los acusados comparecieron ante el Tribunal, y allí los psiquiatras calificaron a Weidmann de "superior degenerado". Tras un juicio sensacionalista, que fue seguido ampliamente por todos los medios de comunicación, el 31 de marzo se dictó sentencia: absolución para Colette Tricot, veinte meses de prisión para Jean Blanc y pena de muerte para Million y Weidmann. El 16 de junio a Roger Million se le conmutó la pena de muerte por la de cadena perpetua, pero el presidente de la República, Albert Lebrun, rechazó el indulto para Weidmann.
Karrer fue interrogado por la policía y fríamente acabó confesando que su nombre real era Eugène Weidmann y que él era el autor de los crímenes.

Imagen de Eugène Weidmann tras su detención, herido a causa de un martillazo en la cabeza.
Foto: Cordon Press

Momento en que Eugène Weidmann es colocado en la guillotina el 17 de junio de 1939.
Foto: Cordon Press
Madrugada del 17 de junio de 1939. El condenado Eugène Weidmann fue conducido hasta su lugar de ejecución, donde lo esperaba la guillotina y una abigarrada multitud que le gritaba y le insultaba. El verdugo designado era Anatole Deibler, un alemán con una impecable hoja de servicio que, para desgracia de Weidmann, había fallecido unos días antes. En su lugar, se nombro a otro verdugo, Jules-Henri Desforneaux, que no tenía experiencia y mostró un enorme despiste durante su trabajo, llegando tarde a la ejecución e incluso, para nerviosismo de los presentes, durmiéndose de manera incomprensible. El aterrado Weidmann, bien sujeto por los funcionarios de prisiones, veía a la gente arremolinarse para no perder detalle de cómo su cabeza rodaba sobre los adoquines. Eran las 4:30 h. de la madrugada cuando Jules-Henri finalmente soltó la cuchilla. Cuando cayó la cabeza de Weidmann, el entusiasmo de la multitud explotó de manera descontrolada, e incluso se llegaron a descorchar botellas de champán.
Eugène Weidmann, un fenómeno social
A continuación sucedió algo que remite, sin duda, a los antiguos tiempos de la Revolución francesa. Con el cadáver de Weidmann aún yaciendo en el suelo, se dice que muchas mujeres burlaron el cerco policial y se acercaron para mojar sus pañuelos en la sangre de aquel hombre, como si de un recuerdo póstumo se tratara (lo mismo que ocurrió cuando Luis XVI y su esposa María Antonieta fueron ejecutados en el siglo XVIII).
Se dice que muchas mujeres burlaron el cerco policial y se acercaron para mojar sus pañuelos en la sangre de aquel hombre.
Las autoridades tampoco pudieron evitar que, debido al retraso en el inicio de la ejecución, los fotógrafos pudieran tomar instantáneas del momento, e incluso se filmara alguna película desde un apartamento cercano a la prisión. El Paris-Soir tachó a la multitud de "repugnante" y de "rebelde", y las autoridades, según el mismo periódico, llegaron a creer que aquella ejecución pública, "lejos de servir como elemento disuasorio y tener efectos saludables en las multitudes fomentó los instintos más bajos de la naturaleza humana y avivó el alboroto general y el mal comportamiento". El "comportamiento histérico" de los espectadores fue tan escandaloso que el presidente francés, Albert Lebrun, prohibió en el futuro cualquier tipo de ejecución pública.