En 1871, un ya anciano Auguste Mariette, director del Servicio de Antigüedades de Egipto, se encontraba excavando en Meidum, a unos cien kilómetros al sur de El Cairo. Meidum es famosa por su pirámide truncada, construida con mucha probabilidad por el faraón Esnofru, que se erige en medio del paisaje desértico como una gigantesca torre hundida. Pero en Meidum se extiende asimismo una vasta necrópolis de mastabas del Reino Antiguo (2543-2120 a.C.). Y en la excavación de algunas de estas tumbas, situadas al norte de la pirámide, es en lo que estaban ocupados Mariette y su equipo.

La pirámide truncada de Meidum, obra de Esnofru. En sus inmediaciones se descubrió la mastaba de Rahotep y Nofret.
Foto: Cordon Press
Durante la exploración del lugar, cerca de la mastaba de Nefermaat (uno de los hijos de Esnofru), Albert Daninos, el ayudante de origen griego de Mariette, coordinaba a un grupo de trabajadores que estaban retirando una estela. Cuando completaron su trabajo, se encontraron con la entrada de un pozo que desembocaba en una galería. Al parecer, acababan de descubrir una nueva mastaba. Emocionado, Daninos encargó a uno de los obreros que se introdujese por la galería con una vela para hacer una inspección preliminar. Así, armado con su parpadeante luz, el hombre entró en la galería, no sin cierta aprensión. Daninos esperaba fuera impaciente. Al cabo de un rato, el obrero reapareció, a toda prisa y con una mueca de terror en su rostro. Daninos explica así por qué se había asustado tanto el pobre hombre: "El trabajador se encontró en presencia de las cabezas de dos seres humanos vivos cuyos ojos le devolvían la mirada".
Una pareja de alcurnia
En realidad, y como todos podemos imaginar, no había nadie vivo dentro de aquella mastaba (que sería conocida como la número 6), ni tampoco ningún espíritu maligno se había quedado mirando fijamente al aterrorizado obrero. Quienes habían asustado de ese modo al trabajador egipcio fueron dos realistas estatuas funerarias que representaban a los propietarios de la tumba: el príncipe Rahotep y su esposa Nofret (las magníficas piezas fueron trasladadas poco después al Museo de Bulaq, en El Cairo, antecedente del actual museo de la plaza Tahrir). Pero ¿quiénes fueron estos ilustres personajes? Al parecer Rahotep era uno de los hijos del rey Esnofru, el primer faraón que hizo construir una pirámide de caras lisas y padre asimismo de Keops, el artífice de la Gran Pirámide de Giza, y, por lo tanto, medio hermano de Rahotep. Como miembro de la realeza, Rahotep ostentó diversos títulos importantes: Sumo Sacerdote de Re, Jefe de los Constructores, Jefe del Ejército Real, Director de Expediciones y, por supuesto, "el hijo del rey, engendrado en su cuerpo", lo que dejaba bien a las claras que era hijo carnal del faraón. Por su parte, Nofret (que significa "la bella") ostentó el título de Conocida del Rey. Por las inscripciones halladas dentro de su tumba sabemos que la pareja tuvo seis hijos, tres varones y tres mujeres. Al parecer, Rahotep murió joven y por su posición se hizo enterrar en una lujosa mastaba en la necrópolis de Meidum, cerca de una de las pirámides levantadas por su padre y al lado de la mastaba de su hermano Nefermaat y su esposa Itet (en esta tumba se descubriría una de las pinturas más famosas y bellas del arte egipcio: el friso conocido como "las ocas de Meidum").

Las ocas de Meidum. Friso de la mastaba de Nefermaat en Meidum. Museo Egipcio, El Cairo.
Foto: CC
Como miembro de la realeza, Rahotep ostentó diversos títulos importantes: Sumo Sacerdote de Re, Jefe de los Constructores, Jefe del Ejército Real, Director de Expediciones y "el hijo del rey, engendrado en su cuerpo", lo que significa que era hijo carnal del faraón.
Las estatuas que representan a Rahotep y Nofret son de piedra caliza estucada y de bulto redondo, y hoy en día se conservan en el Museo Egipcio del El Cairo. Estas piezas se han convertido en grandes hitos de la historia del arte por su gran realismo y perfección formal. Las esculturas del matrimonio no forman un grupo escultórico, sino que son dos estatuas individuales que miden unos 120 centímetros cada una y se representan en posición sedente, en una especie de trono pintado de blanco donde se han escrito sus nombres y títulos. Ambas estatuas conservan de un modo espectacular la policromía original y sus ojos, de cuarzo blanco y cristal de roca, miran fijamente al espectador. Las dos tienen la mano derecha flexionada sobre el pecho y la izquierda sobre el muslo, en el caso de Rahotep, con el puño cerrado. El color de la piel de cada uno de ellos responde a las convenciones artísticas del período: los hombres se pintaban de un tono más oscuro y las mujeres, de un color mucho más pálido, casi amarillento. Rahotep viste un faldellín blanco y corto y Nofret un vestido de tirantes ceñido sujeto con una especie de capa, todo de color blanco. Rahotep luce un fino y cuidado bigote y las mejillas rasuradas, y alrededor de su cuello pende un fino colgante de color blanco. Por su parte, Nofret está tocada con una peluca corta adornada con una diadema de rosetas y un amplio collar. Ambos llevan los ojos pintados con khol y van descalzos, con los pies colocados sobre una especie de escabel. Nofret se muestra como una dama de alcurnia que va vestida a la moda. Rahotep, vestido de modo sencillo, destaca sobre todo por la firmeza de su expresión y de su gesto, y por su innegable virilidad.

Perfil de las estatuas de Rahotep y Nofret. Museo Egipcio, El Cairo.
Foto: Cordon Press
Ocultas por toda la eternidad
Pero aunque nos parezca mentira, estas increíbles estatuas no tenían el objeto de ser admiradas por el espectador, como ocurre en la actualidad con cualquier obra de arte. De hecho son dos esculturas funerarias pensadas para no ser vistas por nadie. Jamás. Su función era mágica y servían para que el ka (una de las cinco partes que componían el alma del difunto para los antiguos egipcios) pudiera encarnarse en ellas en caso de que las momias resultasen dañadas o se deteriorasen. De hecho debían permanecer ocultas para toda la eternidad, acompañando a los cuerpos embalsamados de las personas a las que representaban. Pero los saqueadores de tumbas y el paso de los siglos, como en tantos otros casos, lo hicieron imposible.

Vista frontal del rostro del príncipe Rahotep. Destaca su cuidado bigote y su cuello adornado con un fino colgante.
Foto: Cordon Press

Detalle frontal de la estatua de Nofret. La vestimenta es transparente e insinúa su cuerpo.
Foto: Cordon Press
La función de estas estatuas era mágica y servían para que el ka (una de las cinco partes que componían el alma del difunto para los antiguos egipcios) pudiera encarnarse en ellas en caso de que las momias resultasen dañadas o se deteriorasen.
A pesar de los avatares del tiempo, ambas estatuas siguieron ocultas en la tumba de Meidum, impasibles, observando el devenir de los acontecimientos, hasta que fueron descubiertas por el grupo de Mariette. La penumbra del lugar y el peso de los milenios contribuyeron a hacer volar la imaginación del primero que las volvió a ver tantos siglos después. Hoy en día, ocupan un lugar privilegiado en el Museo Egipcio de El Cairo (donde seguirán antes de iniciar su periplo hasta su nueva ubicación en el Gran Museo Egipcio que pronto se inaugurará en la capital egipcia), desde donde siguen observando impasibles al espectador, que ahora ya no teme su profunda y límpida mirada, sino que se rinde maravillado ante su belleza eterna e inmutable.