El desafío de subir a lo más alto

La era dorada del alpinismo en el siglo XIX

Animadas por el espíritu romántico, la sed de aventuras y las ansias de gloria, miles de personas se lanzaron a conquistar las cimas de los Alpes durante el siglo XIX. Fue la época dorada del alpinismo, hasta que los picos más emblemáticos fueron coronados y los aventureros pusieron su mira en metas aún más altas, fuera de Europa.

El Matterhorn o Cervino, una de las cumbres más icónicas de los Alpes

El Matterhorn o Cervino, una de las cumbres más icónicas de los Alpes

Foto: Zacharie Grossen (CC)

Las montañas no han sido siempre vistas como un lugar donde disfrutar, recargar pilas o reconectar con la naturaleza. Al contrario, hasta hace poco más de dos siglos causaban temor, cuando no asco, en muchos habitantes de las ciudades: se las consideraba un lugar donde solo podían pasar cosas malas, desde accidentes hasta ataques de animales salvajes; un lugar que era preferible evitar. Además, la mayoría de personas no tenía los medios económicos ni materiales para algo que hoy consideramos tan cotidiano como una simple excursión.

El auge del Romanticismo propició, a finales del siglo XVIII, un cambio en esta visión negativa. Durante las décadas siguientes y hasta finales del XIX, muchos hombres – y no pocas mujeres – se lanzaron a la conquista de las grandes cimas de Europa, especialmente de los Alpes. A algunos les movía la sed de aventura, a otros la búsqueda de la gloria y a otros tantos el deseo de recuperar el contacto con la naturaleza, a pesar de los peligros. Fue el inicio de la era dorada del alpinismo.

Horace Bénédict de Saussure

Horace Bénédict de Saussure

Retrato por Jens Juel (1778) expuesto en la Biblioteca de Ginebra.

Foto: CC

Paralelamente a los aventureros, había personas que veían las montañas con un interés distinto: los geógrafos, naturalistas y científicos. De hecho, la primera ascensión al Mont Blanc en 1760 fue motivada por una recompensa que ofrecía el científico Horace Bénédict de Saussure al primero que lo coronara, para así poder calcular su altura: tras el primer ascenso para encontrar una ruta adecuada, el propio Saussure subió a la cima para determinar la altura él mismo; por ese motivo tiene el honor de ser considerado históricamente como el padre del alpinismo como actividad organizada.

Para saber más

Una expedición al Mont Blanc, encabezada por De Saussure en 1785, regresa sin haber llegado a la cima. Grabado atribuido a Grundmann.

El Mont Blanc, primera gesta del alpinismo

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La época de los aventureros

Estrictamente se considera como “edad dorada” el periodo comprendido entre las décadas de 1850 y de 1880, cuando la mayoría de grandes picos de los Alpes fueron coronados por primera vez; pero antes de esto los alpinistas ya habían alcanzado algunas cimas míticas de esta cordillera, como el Titlis (1739), el Mont Blanc (1786) o el Jungfrau (1811). El montañismo y la escalada ya empezaban a gozar de popularidad entre las clases boyantes, pero debido a las limitaciones de los medios de transporte, solían practicarlo no muy lejos de sus lugares de residencia. La evolución de las locomotoras de vapor en las primeras décadas del siglo XIX motivó a estos aventureros, especialmente británicos, a buscar nuevas metas en lugares que hasta entonces habían sido de difícil acceso.

Edward Whymper Calkin

Edward Whymper Calkin

Este escalador inglés fue el primero en coronar el Matterhorn en 1865, además de otros picos en el macizo del Mont Blanc, y escribió varios libros sobre montañismo. Retrato por Lance Calkin (1884).

Foto: Royal Academy Illustrated

A mediados de siglo se fundaron los primeros Clubes Alpinos en diversos países europeos, que dieron un impulso muy importante a la exploración de aquellas imponentes montañas: a través de las aportaciones de los socios se financiaba la construcción de cabañas, la formación de guías y el desarrollo de equipos de escalada para hacer más accesible una actividad que, hasta entonces, era una aventura bastante arriesgada: no había rutas trazadas y los guías solían ser pastores locales. La mejora del equipo de escalada fue un aspecto prioritario, puesto que los accidentes eran frecuentes: en el primer ascenso al Matterhorn (también conocido como Cervino) en 1865, después de que varios escaladores ingleses murieran al romperse la cuerda mientras bajaban, la reina Victoria llegó a plantearse pedir al primer ministro Chamberlain que prohibiera la escalada a los súbditos británicos, algo que finalmente no se llevó a cabo.

Gracias al impulso de los clubes, en pocas décadas se coronaron por primera vez más de 100 picos alpinos. Algunos de estos se convertirían en clásicos del alpinismo, como la Aguja de Midi (1856), el Eiger (1858), el Matterhorn (1865) o el Diente del Gigante (1882). Esta fue una de las últimas grandes cimas de los Alpes en ser alcanzadas; a partir de entonces, solo un reducido número de macizos como las Dolomitas permanecerían todavía como terreno a conquistar, algunos hasta principios del siglo XX. A pesar de que el alpinismo seguía siendo popular, el foco de interés de los escaladores fue cambiando gradualmente hacia otros lugares, como las Rocosas o el Himalaya.

Equipo de escalada en el Mount Sashta Sisson Museum, California

Equipo de escalada en el Mount Sashta Sisson Museum, California

Foto: Daderot (CC)

En busca de tranquilidad

Cuando los aventureros desviaron su mirada hacia retos más altos, los Alpes empezaron a atraer a otro tipo de montañeros que buscaban la tranquilidad en vez de la adrenalina. A esto contribuyó decisivamente uno de los grandes inventos de la historia del ferrocarril: el tren de cremallera, que experimentó un gran desarrollo en la segunda mitad del siglo XIX. Mediante un tercer riel y un mecanismo de engranaje, las locomotoras podían ascender pendientes empinadas y llevar hasta las cimas a personas con pocas aptitudes montañeras.

Cremallera del Rigi, en el Lago de Lucerna

Cremallera del Rigi, en el Lago de Lucerna

Este icónico tren es uno de los últimos aún en funcionamiento en los Alpes que usan locomotoras de caldera vertical.

Foto: David Gubler (CC)

Otro factor que ayudó a popularizar la montaña como lugar de recreo y tranquilidad fueron los libros, especialmente uno de los clásicos más populares de la literatura moderna: Heidi, que aborda como pocas el tema de las montañas como un lugar donde sanar las heridas del cuerpo y del alma. Junto a estas obras literarias se vivió también un boom de las guías de viajes, que ofrecían una combinación de informaciones prácticas – como horarios y restaurantes – y recomendaciones para viajeros.

Estos cambios marcaron el inicio del turismo moderno tal y como lo conocemos, con el consiguiente desarrollo económico y urbanístico. Pequeñas aldeas de montaña se convirtieron en grandes centros turísticos, valles que durante siglos habían estado prácticamente incomunicados quedaron conectados por una gran frecuencia de trenes y se inventaron medios de transporte revolucionarios como el teleférico o la telecabina.

Panorama del macizo del Jungfrau (derecha) con el Monch (centro) y el Eiger (izquierda)

Panorama del macizo del Jungfrau (derecha) con el Monch (centro) y el Eiger (izquierda)

En 1912 se completó la la línea de tren hasta Jungfraujoch, la estación de tren más alta de Europa (3.454 m). El cremallera circula por un túnel excavado en la pared del Eiger, una de las mayores proezas ferroviarias del siglo XX.

Foto: Stéphane Enten (CC)

La época en la que los Alpes eran un desafío entre el ser humano y la montaña parecía haber terminado. Pero más allá de alcanzar la cima, siguieron siendo inexpugnables durante años por otras rutas, en otras condiciones. Una de estas rutas imposibles hasta mucho tiempo después es, por ejemplo, la famosa cara norte del Eiger, a la que con cierto humor negro alguien bautizó como Mordwand (“la pared asesina”), un juego de palabras alemán con Nordwand (“pared norte”).

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