Transcripción del podcast
Thomas Cromwell, el principal ministro de Enrique VIII, fue decapitado delante de la Torre de Londres el 28 de junio de 1540. El verdugo, un simple carnicero, hizo su tarea de forma cruda. En otros lugares, sin embargo, aquel era un día de regocijo. A 25 kilómetros de distancia, en su vasto y nuevo palacio de Oatlands, junto al Támesis, el rey se casaba con su quinta esposa, Catalina Howard.
Indiferente al sufrimiento de su antiguo servidor, el rey, a sus 49 años, se sentía extremadamente feliz. La edad de su nueva reina es incierta, pero puede haber sido de tan sólo 18 años; poco más que una esposa-niña. Bajita y elegante, adoraba al rey. Y éste estaba «tan enamorado de ella que cuantas demostraciones de su afecto le hace le parecen pocas, y la acaricia más que a las otras». Catalina le había devuelto la juventud.
Enrique consideraba que merecía ser feliz junto a Catalina Howard. Sus cuatro matrimonios previos fallaron por algún motivo u otro. Su primera esposa, Catalina de Aragón, hija de los Reyes Católicos, lo hizo desesperarse cuando no pudo proporcionarle un heredero varón. En realidad era una esposa de segunda mano, pues primero había estado casada con el hermano mayor de Enrique, el príncipe Arturo.
Para ser justos con Enrique, sus primeros quince años de matrimonio con la princesa española fueron muy felices para ambos. Al tratarse solo del segundo monarca de la casa de los Tudor, sabía que los derechos de su padre al trono de Inglaterra eran, cuando menos, tenues. Una alianza con la casa real de los Trastámara, que gobernaba en Castilla y Aragón, le proporcionó la necesaria confianza en su estatus de príncipe.
Para Enrique no fue suficiente que Catalina le hubiera dado una hija sana, inteligente y robusta. Le rondaban por la cabeza dudas sobre si estuvo bien casarse con la viuda de su hermano, algo prohibido en la Biblia, y en especial sobre si era válida la dispensa que el papa le había otorgado para ello. Cuando se enamoró de Ana Bolena, una doncella de la corte de apenas 20 años, la suerte quedó echada. El monarca estaba dispuesto a romper con la Iglesia católica con tal de poder casarse con alguien capaz de darle lo que más deseaba: un heredero varón.
En el fondo, Enrique era un hombre débil, quizá por haber crecido a la sombra de un hermano mayor. Con los años, su tendencia latente hacia la crueldad se fue haciendo más pronunciada. Catalina de Aragón murió a principios de 1536. Como Ana Bolena también había fracasado a la hora de proporcionarle un heredero varón, Enrique consideró que si podía deshacerse de su esposa actual, cualquier matrimonio subsiguiente sería válido a los ojos tanto de la Europa católica como de la protestante. Después de menos de tres años de matrimonio, Ana Bolena fue hallada culpable de traición, adulterio e incesto con su hermano, y murió decapitada el 19 de mayo de 1536.
Al día siguiente Enrique se casó con Juana Seymour, quien cumplió rápidamente con sus obligaciones regias y el 12 de octubre de 1537 dio a luz en Hampton Court a un príncipe, el futuro rey Eduardo VI. Pero, de forma trágica, murió de resultas de complicaciones habidas durante el parto. Fue la única esposa de Enrique que le dio un heredero varón y, en un raro acto de ternura, el rey dispuso que se le enterrara junto a ella en la capilla de San Jorge del castillo de Windsor.
Roto por el dolor, Enrique esperó tres años para casarse de nuevo. Su divorcio de Catalina de Aragón le había granjeado la hostilidad del sobrino de ésta, el emperador Carlos V, e incluso temió que éste se aliara con la otra potencia católica de la época, Francia, para lanzar una cruzada contra él. Por ello, Enrique aceptó la sugerencia de su ministro Thomas Cromwell de casarse con la princesa alemana Ana de Cléveris para así establecer una alianza con los príncipes alemanes opuestos a la dinastía Habsburgo. La boda tuvo lugar en enero de 1540.
Sin embargo, el enlace fue anulado al poco tiempo.Las circunstancias de esta anulación muestran el modo en que Enrique alternaba la generosidad y la crueldad. El rey alegó que Ana no había llegado virgen al matrimonio, arguyendo como prueba que su pecho era demasiado grande. Pero el argumento decisivo fue que durante seis meses el matrimonio no había sido consumado, y la culpa no era suya. ¿Acaso durante el tiempo que habían permanecido juntos no había tenido duas pollutiones nocturnas in somno? Al mismo tiempo, Enrique también mostró su lado generoso, pues le dio a la joven repudiada la posibilidad de elegir entre regresar a Alemania o quedarse como «la hermana del rey». Ana permaneció en Inglaterra por el resto de sus días.
Atrapado por sus demonios, la vida de Enrique comenzaba a repetirse a sí misma. Del mismo modo en que había acusado al cardenal Wolsey de haber sido incapaz de conseguir que el papa disolviera su matrimonio con Catalina de Aragón, ahora le llegaba a Thomas Cromwell el turno de pagar un precio terrible por haber convencido al rey de que se casara con «la yegua de Flandes».
Al desposarse con Catalina Howard, Enrique volvía a entrar en la familia de Ana Bolena, que era prima hermana de la nueva reina, y pareció también que revivía aquella gran pasión de juventud. El monarca, en efecto, estaba completamente enamorado de Catalina, a la que llamaba «rosa sin espinas». El embajador francés informó de que ninguna de sus anteriores esposas «había hecho que [Enrique] gastara tanto en trajes y joyas como ella hizo».
La reina era consciente del poder que tenía en la corte; no en vano su divisa era Non autre volonté que la sienne, «No otra voluntad que la suya». Pero fue lo bastante inteligente para mantener una relación cordial con Ana de Cléveris, aunque tuvo menos éxito en su amistad con María Tudor, la hija de Enrique y Catalina de Aragón. Pese a ello, Catalina parecía ser una reina modelo. Al arzobispo de Canterbury, Thomas Cranmer, le aseguró que no tenía nada que temer de su ascenso al poder, al tiempo que representaba el tradicional papel de intercesora en favor de traidores y otros bellacos.
La tragedia de la caída en desgracia de Catalina Howard comenzó el 2 de noviembre de 1541, mientras Enrique estaba asistiendo a misa en la capilla del palacio de Hampton Court. El rey y la reina habían regresado de una larga gira por el norte de Inglaterracuando su viejo amigo, el arzobispo de Canterbury, en representación de los demás miembros del Consejo Privado del monarca, se dispuso a revelarle los turbios secretos de la vida privada de la reina. Ni siquiera él se atrevió a decírselo a la cara al embelesado Enrique; en vez de ello le entregó una carta donde describía las faltas de Catalina.
Las acusaciones no eran infundadas. Antes de casarse, mientras era educada en casa de su abuelastra, la duquesa viuda de Norfolk, Catalina había mantenido relaciones íntimas con su profesor de música, Henry Manox. Ella misma admitió luego que, «al no ser sino una chica joven [...] le permití que manoseara y tocara las partes secretas de mi cuerpo». Además, puede que técnicamente hubiera contraído una especie de matrimonio con un tal Francis Dereham.
Se llamaban el uno al otro «esposo» y «esposa», y ella explicó cómo «mediante muchos convencimientos me atrajo a su vicioso propósito y obtuvo, primero, yacer sobre mi cama con su jubón y calzas, y después dentro de la cama y finalmente yació conmigo desnudo, y me usó de tal modo como un hombre usa a su esposa, muchas y repetidas veces». La abuela interrumpió la relación demasiado tarde, cuando un celoso Manox los traicionó. Con todo, tras convertirse en reina, Catalina nombró a Dereham su secretario, posiblemente en un intento desesperado por comprar su silencio. Por tanto, había muchas pruebas de que Catalina no llegó virgen al matrimonio con Enrique y de que no estaba libre, según el derecho canónico, para contraer ese enlace. Tanto ella como su familia eran culpables de ocultar al rey esos devaneos de juventud.
Estos hechos por sí solos habrían acarreado a Catalina el divorcio del soberano, pero quizá nada más. Lo que dio a la historia un giro trágico fue la acusación, por parte de Dereham, de que la joven había mantenido otra relación sexual, cuando ya era reina, con uno de los caballeros del rey, Thomas Culpeper. Los encuentros secretos eran organizados con la ayuda de su dama de honor, lady Rochford, la viuda del desgraciado hermano de Ana Bolena.
El destino de Catalina quedó sellado con una carta que escribió a Culpeper, en la que ingenuamente decía: «Mi corazón muere al pensar que no puedo estar siempre en tu compañía». La carta terminaba: «Tuya hasta el fin de mis días». Catalina, aunque reconoció el flirteo, negó que hubiera cometido adulterio, pero lady Rochford lo ratificó.
Enrique se quedó totalmente abatido por las revelaciones. Solitario, sin más diversión que la caza, vagando de un palacio a otro, aparecía siempre «triste, pensativo y dando suspiros». Se dio a las lecturas devotas, y señalaba los pasajes que más le impresionaban, como un versículo de la Biblia que decía: «Hijo mío, ¿por qué buscar placer en una ramera?». En enero de 1542, el Parlamento condenó a su esposa a muerte. La ex reina fue decapitada el 13 de febrero de 1542, junto a su acusadora, lady Rochford.
La tragedia de su quinto matrimonio destrozó la confianza de Enrique. Su última esposa, Catalina Parr, de 31 años, no tenía pasado que ocultar, pues era de dominio público que había enviudado dos veces antes de casarse en 1543 con el rey. Enrique se había fijado en ella cuando era miembro de la casa de la princesa María, y le proporcionó un cierto grado de felicidad doméstica durante el resto de sus días, en particular gracias a la buena relación que mantuvo con los tres hijos del rey.
De algún modo, de las seis esposas de Enrique VIII, la que tuvo un destino más trágico fue Catalina Howard. Pese a que ella misma fue responsable de su propia caída, cabe preguntarse si acaso no fue víctima de un rey desaforado y de una familia que no supo protegerla ni cuando fue niña ni cuando fue reina.