TRANSCRIPCIÓN DEL PODCAST
Desde que llegaron a España en el siglo XV, procedentes de la India, los gitanos sufrieron un rechazo generalizado. La España de la ortodoxia no admitió sus costumbres ni su lengua y ya los Reyes Católicos, en 1499, decretaron duras penas contra ellos, que llegaban a la expulsión e incluso la esclavitud para aquellos que no tuvieran domicilio fijo y un oficio. Todos los reyes posteriores dictaron decretos y pragmáticas semejantes, en las que, no obstante, se distinguía entre los «buenos» gitanos, integrados en la sociedad, y los «malos», nómadas a los que se acusaba siempre de robos y malas artes.
En el siglo XVIII, Felipe V renovó las viejas pragmáticas represivas (1717), pero treinta años más tarde el marqués de la Ensenada, principal ministro de Fernando VI, consideró que aquellas medidas habían resultado insuficientes y había que aplicar un plan más radical: «La extinción de los gitanos», como él mismo lo denominó. Esta especie de «solución final» no consistía en aniquilarlos físicamente, sino en «separar hombres y mujeres para impedir la generación». Si se evitaba que los gitanos procrearan, creía el marqués, la «malvada raza» se extinguiría en pocos años. Por ello, Ensenada pensó arrestar a todos los gitanos y confinarlos en centros separados por sexo.
El día más negro
Ante posibles escrúpulos de conciencia, el ministro tranquilizó al rey con la ayuda de su confesor, el jesuita Francisco de Rávago, que estaba convencido de que Dios se alegraría «si el rey lograse extinguir esta gente». El gobernador del Consejo de Castilla y obispo de Oviedo, Vázquez Tablada, aseguró que «no hallaba reparo en separar esposas y maridos». Ensenada logró incluso, a través de su amigo el cardenal Valenti, que el papa exceptuara a los gitanos del derecho de asilo en sagrado. Con todo a su favor, Ensenada puso en marcha el plan en 1749. Primero ordenó a los intendentes que averiguaran «los pueblos en que están [los gitanos] y en qué número».
El ejército debería luego conducir a los gitanos a centros reservados al efecto: arsenales para los hombres y casas de misericordia para las mujeres, niños y ancianos. Las instrucciones decían: «La prisión ha de ser en un mismo día y a una misma hora. Antes se han de reconocer los puntos de retirada para apostarse en ellos tropa. Los oficiales que manden las partidas han de ser escogidos por la confianza y el secreto». El Consejo de Guerra envió las órdenes para que fueran abiertas en las guarniciones el mismo día y a la misma hora.
Ese día, el más negro en la historia de los gitanos españoles, fue el 30 de julio de 1749; la hora, las doce de la noche
Ese día, el más negro en la historia de los gitanos españoles, fue el 30 de julio de 1749; la hora, las doce de la noche. Desde el amanecer del día 31 fueron apresados en toda España unos 9.000 gitanos y gitanas –según calculaba Campomanes–, que fueron conducidos a los centros de detención previstos. Si contamos los que ya estaban encarcelados, la cifra de gitanos cautivos llegó a los 12.000. Aun así, Ensenada tuvo que reconocer «no haberse logrado completamente la prisión de todos», por lo que el ministro reiteró las órdenes con más saña aún: «En todas partes se solicite y asegure la prisión de los que hubiesen quedado».
Las rebelión de las mujeres
Las gitanas, con sus hijos a cuestas, embarazadas o ya ancianas, recorrieron a pie largas distancias para acabar hacinadas en casas de misericordia. El caso más extraordinario fue el de las más de mil gitanas concentradas en Málaga, en la Alcazaba, de donde partieron por mar hasta Tortosa y de ahí, andando, a su destino: la Real Casa de Misericordia de Zaragoza. La vieja institución aragonesa, que recibió dinero del marqués para las obras de ampliación necesarias, cedió a regañadientes y así, en menos de un año, la casa acogía a 653 gitanas malagueñas –muchas habían muerto por el camino y otras habían logrado huir–, que debían convivir con otras 170 gitanas presas y con unos 500 pobres. La situación en Zaragoza se tornó explosiva desde el primer día. Las gitanas se fugaban constantemente; algunas mantenían «tratos ilícitos» a través de agujeros que practicaban en las tapias.
Pero, sobre todo, protestaban. Desde el primer día destruyeron la ropa que les dieron, incluso rompieron la vajilla y el mobiliario. Como iban semidesnudas –«las más de ellas en cueros», decía un informe–, no podían llevarlas a la capilla a oír misa, ni el vicario les podía explicar el catecismo. Las gitanas se burlaban de los regidores de la casa y de los porteros, incluso del alcaide, que estaba «aturdido y como alelado por haberle confundido las gitanas». Para complicar más las cosas, en mayo de 1753 el médico diagnosticó sífilis a más de cien gitanas. Al año siguiente se reprodujo la epidemia, «con la sola diferencia de haber comprendido casi a un tiempo a todas».
De la protesta al motín
En cuanto a los hombres, su actitud hostil desbordó igualmente a las autoridades de los arsenales. En el de Cartagena no había sitio para los seiscientos hombres enviados y muchos fueron encadenados a las viejas galeras. En Cádiz, el gobernador de La Carraca, donde llegó a haber más de mil hombres hacinados, escribió a Ensenada diciéndole que no mandara más, pues no podía alimentarlos y temía el motín (que al fin estalló, el 7 de septiembre). Sin embargo, los envíos de presos no cesaron. El intendente gaditano Francisco Varas y Valdés, muy amigo de Ensenada, aumentó la tropa de vigilancia a fines de agosto, pero el gobernador de La Carraca le contestó que «se necesitaría un batallón para guardarles».
El 28 de octubre de 1749, Ensenada publicó una Instrucción en la que parecía dar marcha atrás respecto al plan de extinción: «Su Majestad sólo ha querido desde el principio recoger los perniciosos y mal inclinados...», decía el texto. Sin embargo, en la práctica sólo se concedía la libertad a «viejos, impedidos y viudas», mientras que se mantenía la pena de muerte para los que rompieran el confinamiento: «Al que huyere, sin más justificación, se le ahorque irremisiblemente». Seguía la política de «la cuerda tirante», la que había en las horcas a la entrada de los arsenales, de las que no se retiraban los ahorcados.
Entre el perdón y la inquina
Tuvo que caer el marqués de la Ensenada, en julio de 1754, para que se abriera paso otra solución, aunque el perdón regio –ya de la mano de Carlos III– no llegaría hasta 1763. A partir de entonces se abrió paso una nueva sensibilidad, más ilustrada que despótica: la de servidores del Estado como Campomanes, Gálvez y, sobre todo, Floridablanca, autor de la pragmática integradora de 1783, en la que incluso se prohibía que se les llamara gitanos. En cambio, otro ministro de Carlos III, el conde de Aranda, seguía abogando por la «aniquilación» de los gitanos y estaba convencido de que la operación militar para lograrlo no sería costosa: «Si se toma una resolución de extinguir esta casta libertina y criminal, no ha de servir de embarazo el mayor coste».
Aranda mantenía también que había que separar a los niños gitanos de sus madres y padres al nacer, para que ni siquiera aprendiesen a hablar «la jerigonza», es decir, el caló. Los gitanos encontrarían muchos personajes como Aranda a lo largo del duro camino que han recorrido desde entonces. Con la misma entereza y, hoy día, con el orgullo que produce el no haberse dejado vencer. Ni mucho menos extinguir.