A inicios del reinado de Carlos III, el hambre, la pobreza, los conflictos entre partidos de la Corte y la tradicional xenofobia castellana hacia gobernantes extranjeros se conjugaron hasta explotar un 23 de marzo, a comienzos de la Semana Santa de 1766 contra un blanco común: el marqués de Esquilache. La espita de la revuelta, el bando promulgado por Esquilache para prohibir a los madrileños vestir capas y sombreros en aras de aumentar la seguridad en las calles.
Siciliano de origen, Leopoldo de Gregorio inició su carrera política en Nápoles, al servicio de Carlos VII de Borbón. En 1759 este sucedió en el trono de España a su hermano Fernando VI, con el nombre de Carlos III. Esquilache lo siguió a España, donde ocupó diversos cargos de gobierno: secretario de Hacienda desde su llegada, secretario de Guerra desde 1763 y, de forma interina, secretario de Gracia y Justicia. Esta acumulación de cargos, junto a su ostentoso tren de vida, hicieron que muy pronto el malestar del pueblo por las primeras medidas reformistas de Carlos III se dirigiera contra él.
El motín contra el edicto de Esquilache, que prohibía vestir capas largas y sombreros de ala ancha estalló el 23 de marzo de 1766, Domingo de Ramos.
El edicto de Esquilache
El 10 de marzo de 1766 Esquilache hizo publicar un edicto por el que se prohibía el porte de capas largas y sombreros de ala ancha, los sombreros gachos, con el pretexto de garantizar la seguridad en la calle. La reacción popular ante este ataque al vestido tradicional fue inmediata. En las siguientes semanas pasquines, sátiras y rumores enrarecieron el ambiente en Madrid, hasta que el 23 de marzo, domingo de Ramos, estalló el motín.

BAL
El paseo de Andalucía o La maja y los embozados, de Francisco de Goya, recrea la estampa de varios hombres que cubren su rostro.
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Eran las dos de la tarde cuando un par de embozados, esto es, con la cara cubierta hasta los ojos, atrajeron la atención de los oficiales encargados de hacer cumplir del edicto sobre vestimenta. Al ir a prenderlos, de las calles que daban a la plazuela de Santo Domingo surgieron varios grupos de otros hombres embozados. Lo mismo se produjo en otros lugares de la ciudad. La masa amotinada no dejó de crecer durante las primeras horas de la tarde y fue ocupan- do los espacios urbanos más céntricos, como la Puerta del Sol y sus aledaños. Todos seguían como divisa un palo tocado por un sombrero gacho.
Motín contra lo extranjero
Conforme el movimiento se generalizaba, las cuadrillas dejaron de protestar por el decreto contra el embozo y pasaron a adquirir un cariz más político, entonando gritos de“¡Viva España, viva el Rey, muera Esquilache!”. A media tarde el número de amotinados llegaba a quince o veinte mil.
Los motivos del descontento iban mucho más allá de la vestimenta. Ese mismo año, el precio de los alimentos se había multiplicado por una acumulación de malas cosechas y por la política de los grandes terratenientes de acaparar para especular con los precios. Así alimentos básicos como el pan o el aceite habían llegado a precios prohibitivos que hacían difícil la subsistencia de los más desfavorecidos.
Al final del día un numeroso grupo de personas se dirigió contra la Casa de las Siete Chimeneas, la residencia madrileña de Esquilache, para asaltarla. Los amotinados cogían los adoquines utilizados para el nuevo empedrado de las calles y los lanzaron contra los cristales y las puertas del palacio. Tras varios intentos repelidos por el servicio de la casa y por su guardia armada, consiguieron entrar, pero no hallaron al ministro dentro. Esquilache se salvó gracias a que aquel día se encontraba en el Real Sitio de San Fernando. A su vuelta a Madrid se refugió en el palacio Real. Otras residencias de notables también se vieron golpeadas por la ira popular, como la del gobernador de Castilla, la del secretario de Estado Grimaldi, la del arquitecto Sabatini o la del duque de Granada. Al caer la noche la revuelta se había cobrado diecisiete muertos y una treintena de heridos.
Un grupo de personas asaltó la residencia de Esquilache que, para su fortuna, ese día se encontraba fuera. Al final del día, el balance de los enfrentamientos era de 17 muertos y 30 heridos.
El día siguiente, lunes Santo, los alguaciles siguieron cumpliendo las disposiciones sobre vestimenta, aunque protegidos por efectivos de la temida Guardia Valona. Tras algunas cargas contra el pueblo, el motín se reactivó durante las primeras horas de la mañana. Esta nueva espiral de violencia se dirigió contra los militares valones, ante la pasividad de las tropas españolas. La persecución y linchamiento de extranjeros fueron generalizados durante aquella terrorífica jornada.

El bando que quería cambiar la forma de vestir de los madrileños
Un alguacil ordena cortar la capa y el sombrero de un madrileño en cumplimiento del decreto del marqués de Esquilache. Óleo por José Martí y Monsó
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En medio de aquel escenario, mezclado con la teatralidad procesional del calendario litúrgico, apareció entre la multitud un religioso, el padre Cuenca, vestido con hábito penitencial, dogal al cuello, crucifijo entre las manos y tocado con una corona de espinas. Con la intención de mediar ante el rey, puso por escrito las reivindicaciones que movilizaban a los sublevados. Estas eran: la destitución y destierro de Esquilache y de su familia, que los gobernantes fueran naturales del reino, la libertad en el vestido, el cese del gobernador de Castilla y la salida de Madrid de la Guardia Valona. También se exigía una rebaja del precio de los artículos de primera necesidad. Por último, se pedía al rey que se mostrase públicamente, ante el temor de que estuviera secuestrado.
Reclamaciones en mano, los amotinados se dirigieron al palacio Real, y sólo se calmaron cuando la familia real salió al balcón. Acto seguido, una delegación entró en palacio e hizo lectura de sus demandas, que Carlos III no tuvo más remedio que aceptar por escrito. El tumulto se convirtió entonces en una marea de celebraciones y de júbilo popular.

El motín de Esquilache
El padre Cuenca, vestido con ha´bito penitencial, reclama a los sublevados poner sus reivindicaciones por escrito para presentarlas a Carlos III.
CC
El motín del Martes Santo
Sin embargo, al amanecer del día siguiente se descubrió que, en la oscuridad de la noche, la familia real se había trasladado a Aranjuez. Carlos III no se sentía seguro en la capital. Viéndose sin rey, el motín resucitó con el objetivo de conseguir el retorno del monarca y proclamar la incuestionable lealtad de la ciudad a la Corona.
Lo primero que se hizo fue evitar que pudiera huir también el máximo representante del poder en la ciudad, el presidente del Consejo de Castilla, cargo que ostentaba el obispo Diego Rojas. Retenido en su residencia, se le hizo firmar un documento dirigido al rey en el que se repetían las proclamas de fidelidad y se solicitaba su perdón y su rápido retorno a la capital. Para transmitir el documento se eligió a un expresidiario reconvertido en calesero, Bernardo de Avendaño, quien partió para Aranjuez aquella misma tarde. Carlos III no lo hizo esperar y, tras la lectura de la misiva, aceptó las exigencias populares y confirmó los compromisos del lunes Santo. A cambio, el monarca exigía el desarme y sosiego general de la ciudad.
Refugiado en Aranjuez, Carlos III accedió a las peticiones de los amotinados a cambio el regreso de la paz y el sosiego a Madrid.
Mientras todo ello acontecía en Aranjuez, los amotinados madrileños no cejaban en su empeño, pese a que su número había decrecido. Montaron guardia en las puertas de acceso a la ciudad para impedir la huida de buena parte de la nobleza que se había quedado intramuros, a la vez que liberaban a muchos presos y asaltaban numerosos cuarteles para armarse.

Carlos III, rey de España
Carlos III intentó ser un rey reformador e ilustrado. Retrato con armadura y manto regio, por Rafael Mengs.
CC
Bernardo de Avendaño volvió a Madrid por la mañana del miércoles Santo, y fue recibido en un ambiente de fiesta. En la residencia de Rojas se dio de inmediato lectura a la misiva real. Contando con la promesa del soberano, los rebeldes entregaron de forma voluntaria cerca de cuatro mil fusiles y más de dos mil bayonetas, y acto seguido prosiguieron los actos festivos de la Semana Santa en la ciudad, como si nada hubiera pasado.
Destierro de Esquilache
En las semanas posteriores todos pudieron comprobar que Carlos III no tenía intención de cumplir sus compromisos.El marqués de Esquilache, ciertamente, partió desterrado a Nápoles unos días después, y el edicto sobre el vestido quedó anulado. Pero el monarca dejó que pasaran casi ocho meses antes de volver a la capital, y cuando lo hizo esta se había convertido en una plaza militarizada, gracias a la actuación del conde de Aranda.
El motín de Esquilache no se circunscribió a Madrid. Durante el mes de abril se produjeron alteraciones semejantes en otros puntos del reino, como Zaragoza, Palencia, Elche, Béjar o Guipúzcoa, provincia esta última en la que tuvo lugar la llamada matxinada. Se trató de revueltas locales que tuvieron como objetivo principal rebajar el precio de los artículos de primera necesidad, pero que ya no se repitieron en el resto del reinado de Carlos III.