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Sobre la colina que domina Alise-Sainte-Reine se yergue una estatua de casi siete metros de Vercingétorix, colocada sobre un pedestal que suma otros siete metros. Está muy cerca del lugar donde el caudillo galo se rindió a su enemigo Julio César para evitar la masacre de los habitantes de la ciudad de Alesia, que iba a caer en manos romanas. La construcción de la estatua y los trabajos arqueológicos en Alesia fueron una iniciativa de Napoleón III, por una parte admirador de César y por otra parte francés, miembro de una nación que convirtió a Vercingétorix en símbolo de su coraje (tras la segunda guerra mundial, Charles de Gaulle cada año, durante una década, peregrinó a Alesia el día de la rendición del líder galo).
¿Cómo conciliar ambos ideales? Fácil. Como el mismo emperador escribió: «Al honrar la memoria de Vercingétorix, no debemos lamentar su derrota. Admiremos el ardiente y sincero amor de este jefe galo por la independencia de su país, pero no olvidemos que es al triunfo de los ejércitos romanos a lo que debemos nuestra civilización; instituciones, costumbres, lengua, todo nos viene de la conquista». En esta actitud hacia la conquista romana subyace la justificación de la expansión colonial francesa por lo que aportaba a sus súbditos forzosos de ultramar. Claro que también influye la lejanía. ¿Nos parecerían hoy aceptables esas manos cortadas por César a dos mil o cuatro mil de los últimos resistentes galos en Uxellodunum? ¿O las de esos 400 jóvenes de Lutia que querían ayudar a los numantinos y a quienes Escipión mutiló tras obligar a sus padres a entregárselos? El tiempo...
Este artículo pertenece al número 203 de la revista Historia National Geographic.