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El 26 de octubre de 1776, un anciano Benjamin Franklin partió del puerto de Filadelfia en dirección a Francia. Lo hacía en misión diplomática, acuciado por la necesidad de encontrar en el país galo un aliado político para la causa de la independencia de los Estados Unidos. A medio camino, ante la sorpresa de sus acompañantes, se despojó de la peluca y la tiró al mar. Este gesto en apariencia extravagante tenía en realidad una enorme carga simbólica.
Desde el siglo XVI, la peluca había sido mucho más que un medio para disimular la calvicie o prevenir la infestación de piojos, algo muy frecuente a causa de las precarias condiciones de higiene existentes en la época. Los hombres adoptaron la moda de llevar pelucas largas y rizadas como signo de preeminencia social, o incluso como elemento característico de determinadas profesiones. Las pelucas eran muy elaboradas y se confeccionaban bien con cabellos humanos, bien con pelo de caballo o de cabra.
Desde la segunda mitad del siglo XVII, la moda de las pelucas se extendió por todo el continente gracias a Luis XIV. De la importancia de llevar la peluca impoluta y bien cuidada habla por sí solo el dato de que, en 1680, el monarca francés tenía una cuarentena de peluqueros en Versalles destinados a tal menester. Las pelucas comenzaron a empolvarse para darles su característico color blanco. Entrado ya el siglo XVIII su uso se popularizó entre las damas, que competían por llevarlas a cual más alta y adornada. Todo ello dio lugar a un próspero negocio, ya que hizo necesario que aparecieran nuevos profesionales no solo para fabricarlas, sino también para arreglarlas, perfumarlas y retocarlas.
Natural y sin artificios
Hay que decir, no obstante, que el uso de peluca se limitaba a las clases altas mientras que la mayoría de la población llevaba el pelo de un modo natural. Exactamente del modo en que, a partir de la Revolución francesa, se impuso llevarlo en todas las clases sociales. La peluca desapareció a comienzos del siglo XIX junto con buena parte del lujo y la exuberancia estética que había caracterizado al Antiguo Régimen.
Los filósofos ilustrados ya habían criticado la obsesión de la alta burguesía por copiar el modelo estético de la aristocracia. De ahí que la nueva sociedad nacida de la Revolución preconizara la austeridad en los modos y las formas. Para ello se insistía en el mito del «buen salvaje», es decir, en la tesis defendida especialmente por los filósofos Locke y Jean-Jacques Rousseau de que el ser humano es bueno por naturaleza y es la sociedad la que lo pervierte. En este contexto se desarrolló la idea de que la indumentaria debía ser lo más natural posible, despojada de todo artificio.
Un golpe de efecto
Así pues, la reforma del vestido para hacerlo más cómodo y sencillo iba mucho más allá de lo que hoy entendemos por moda. Era el reflejo de una forma de pensar, la manifestación de la lucha entre la tradición y los nuevos tiempos nacidos a la luz de la Razón.
Benjamin Franklin compartía ese criterio y, conocedor de la trascendencia que para el buen resultado de su viaje tenía su apariencia, quiso adecuarse a los nuevos presupuestos ideológicos. Primero olvidó su tradicional peluca a la inglesa y optó por una de tipo francés, à bourse, que dejaba al descubierto las orejas. Pero esto no era suficiente, y durante la travesía decidió desprenderse de cualquier tipo de peluca. Para evitar el frío sustituyó la peluca por un gorro de piel que evocaba en cierto modo la naturaleza salvaje de América.
Así, se presentó ante sus interlocutores del otro lado del Atlántico ataviado con tan peculiar tocado, un traje sobrio de color marrón y apoyándose en un bastón de madera de manzano silvestre. No tenía, pues, la apariencia que se esperaba de un diplomático. Era un «buen salvaje» llegado de tierras lejanas donde, además, se luchaba por la libertad. La operación de imagen de Franklin obtuvo un éxito clamoroso en una Francia que admiraba la gesta de la revolución americana de 1776. Se convirtió en la encarnación viva de una idea. Por ello se había despojado de su peluca y la había arrojado al mar. Con tal gesto había abdicado del pasado y un nuevo hombre, libre e igual a sus congéneres, había desembarcado en el solar de la Razón.