Los ladrones del siglo XIX solían especializarse en un tipo de delito, sobre todo en las grandes ciudades como Nueva York, que ofrecían infinitas posibilidades. Los infractores de la ley solían tantear varios oficios ilícitos hasta que daban con su verdadera vocación.
A diferencia de los maleantes callejeros, los ladrones de hoteles y pensiones eran por lo general individuos pacientes y bien vestidos. Se mantenían al corriente de lo que se cocía en los mejores hoteles y a menudo se registraban con nombres falsos allí donde pensaban robar. Observaban a la clientela y escogían a su presa con sumo cuidado. Eran expertos en forzar cerraduras. Un buen ladrón abría una cerradura en cuestión de segundos deslizando unas finas pinzas en el ojo. Ni siquiera el cerrojo con pasador, aparentemente impenetrable, era rival para un trozo de alambre torcido y sus hábiles dedos. Cuando, a la mañana siguiente, los huéspedes informaban del robo, ya era prácticamente imposible demostrarlo, pues los ladrones solían colocar de nuevo el pasador antes de huir.
Lo gracioso es que a menudo se acusaba a esos huéspedes de inventar los robos para no pagar la cuenta.
Los rateros carentes de esa habilidad para abrir cerraduras cosechaban el mismo éxito con otros medios. Se registraban en la habitación de un hotel de lujo y manipulaban el mecanismo de la cerradura para poder abrirla en el momento oportuno. Luego se iban y aguardaban a que un huésped rico se instalara en ella. Mientras este desayunaba, el ladrón abría la cerradura suelta con un destornillador, se colaba en la habitación y robaba los objetos de valor en unos minutos. Para cuando regresaba el huésped, el ladrón se hallaba en un tren de camino a un destino ignoto. Thomas Byrnes, jefe de detectives desde 1880, documentó a fondo no menos de veintiún hombres que se ganaban la vida de ese modo.
Casi todo el vicio de la antigua Nueva York se daba en la zona llamada el Tenderloin ("Solomillo"). Este nombre se debía al capitán de policía Alexander Williams, apodado Clubber ("Aporreador"). Tras asumir el mando del Distrito 19 (previo pago de un soborno de 15.000 dólares), que abarcaba de Broadway a la Novena Avenida, y de la calle Veintitrés a la Cuarenta y dos, Williams pronunció una frase para la historia.
«Durante mucho tiempo no he comido más que bistec de segunda y ahora voy a hacerme con un poco de solomillo».
El Tenderloin incluía un «barrio negro», la manzana acotada por las avenidas Sexta y Séptima, y las calles Treinta y dos y Treinta y tres, donde prostitutas negras con peluca se hacían pasar por hispanas ante ingenuos turistas y algunos lugareños que preferían no admitir que pagaban por tener relaciones sexuales con mujeres negras.
Las prostitutas que hacían la calle eran una panda indeseable que birlaba carteras siempre que se presentaba la ocasión. Para ellas era fácil atraer a borrachos a callejones oscuros y vaciarles los bolsillos durante el acto sexual. Los clientes que preferían la seguridad de un encuentro privado en un burdel también eran víctimas con la misma frecuencia. Si mostraban un buen fajo de billetes, la prostituta los llevaba a una habitación especial, los desvestía y colgaba su ropa de un gancho en la pared. Mientras se entregaban al sexo, un cómplice empujaba el panel manipulado donde colgaba el gancho, que giraba hasta que la ropa quedaba en la habitación contigua. Allí el susodicho socio se hacía con casi todo el dinero y lo reemplazaba por recortes de papel, dejando un par de billetes encima del fajo, que devolvía al bolsillo, tras lo cual giraba el panel para colocarlo en su sitio. Para cuando la víctima descubría el robo, la prostituta hacía tiempo que se había ido. Como los prostíbulos eran ilegales (aunque se toleraban previo pago a las autoridades competentes), la policía no se apiadaba de los clientes, y cualquier intento de obligarla a hacer una detención solía acompañarse de una amenaza de chantaje por parte de la prostituta.
La prostituta y el reptador
El método del creeper ("reptador") era una variante de esta estratagema: el socio de la prostituta reptaba para entrar en la habitación por un agujero practicado al pie de la puerta y buscaba dinero y joyas en los bolsillos del cliente mientras este se ocupaba de otros asuntos.
Los carteristas tenían todo un abanico de técnicas. Muchos trabajaban en grupos de dos o más: uno entretenía a la víctima y el otro la robaba. El primero, o cebo, solía ingerir una gran cantidad de ajo y abordaba a la posible víctima con la intención de distraerla con su mal aliento. Cuando esta retrocedía, repugnada, un tercer miembro la empujaba en el preciso momento en que el ladrón de facto alcanzaba sus bolsillos. Luego la banda se dispersaba entre el gentío y se reunía en el lugar acordado para repartirse el botín.
Algunos ladrones preferían trabajar solos y únicamente en situaciones concretas. James Wells, alias "Funeral" Wells, gustaba de mezclarse con los amigos y familiares del difunto en los velatorios. Lo último que los dolientes esperaban era que les birlaran sus posesiones más preciadas, pero eso era lo que hacía Wells, y era tan bueno en su oficio que una vez afirmó haber robado un reloj del bolsillo a un empleado de la funeraria mientras le ayudaba a cargar el ataúd en un coche fúnebre.
Siempre que se celebraba un gran acontecimiento en Nueva York, Byrnes tomaba medidas extraordinarias para proteger al público. En julio de 1885, por ejemplo, antes del entierro del presidente Ulysses S. Grant, ordenó detener a todos los carteristas conocidos. Luego, con el fin de asegurarse de que no los sustituyeran los rateros de fuera, puso agentes en cada estación de tren para que efectuaran detenciones en el acto.
Posteriormente informó de que, aunque cientos de miles de personas atestaban la ruta del cortejo fúnebre, no se robó ni un solo reloj o cartera.
Byrnes creía que las féminas sentían cierta inclinación por el hurto en tiendas. Sobre ellas escribió: «La ladrona de tiendas posee ese don de la naturaleza que hace de una tienda de modas, un bazar o una joyería el lugar más delicioso para ejercer su arte». También creía que casi todos los cleptómanos eran mujeres. «Es la afinidad de su sexo por los adornos lo que las mete en líos nueve de cada diez veces», escribió.
Las ladronas de tiendas ocultaban lo robado en bolsillos que cosían a sus amplias faldas hasta los tobillos. Según Byrnes, las capas les servían para esconder objetos más grandes que se llevaban sin pagar.
*Este artículo pertenece a la recopilación "El crimen en Nueva York: Los casos más famosos de la historia de la ciudad", escrita por Robert Mladinich, Philip Messing y Bernard J. Whalen, editada y publicada por RBA Libros.