La representación de la gordura ha ido evolucionando a tenor de los cambios sociales y culturales, pero nunca había sido estigmatizada de un modo tan enconado como en la actualidad, cuando los hábitos de vida de las sociedades desarrolladas del mundo occidental han hecho del sobrepeso una patología con graves riesgos y un suplicio estético.
Convertida hoy en día en un grave problema de salud pública a nivel mundial (que afecta sobre todo a los pobres en los países ricos, y a los ricos en los países pobres), no está de más recordar que la obesidad no ha sido siempre tan mal vista. Incluso ha habido épocas en que estar gordo se consideró un motivo de orgullo.
En la Edad Media, cuando el fantasma del hambre acechaba a la gran mayoría de la sociedad, las anatomías carnosas eran una señal inconfundible de riqueza y sensualidad, mientras que la delgadez se consideraba patológica y repulsiva. Los opíparos banquetes de las cortes de príncipes y caballeros no sólo satisfacían la glotonería natural, sino que también eran una manifestación de poder. «Quien come abundantemente domina a los otros», ha resumido un medievalista. De ahí que abundaran los casos de reyes famosos por su gordura, como el inglés Guillermo el Conquistador, el leonés Sancho I, el francés Luis el Gordo o el también inglés Enrique VIII, cuya obesidad mórbida se transformó, en el retrato de Hans Holbein, en una impresionante majestuosidad.
Dormir, comer y dormir
La literatura reflejó a menudo la idea de que la felicidad consistía en hartarse de comer y lucir una prominente barriga, como hacían a menudo los clérigos: «La gordura y las grasas le rellenan los costados / … dormir, comer y dormir es lo único que ansían», se decía en uno de los Carmina Burana, poemas de los siglos XII-XIII. Más tarde, en 1534, el Gargantúa de Rabelais rehabilitó con humorismo la fascinación por las comilonas y erigió el abdomen en piedra angular de la invención literaria, mientras que Shakespeare sacó a escena el personaje de Falstaff, antihéroe bufón, barrigón y borrachín que encarna un profundo sentido hedonista de la vida.
Hasta los simples campesinos aspiraban a lucir una figura oronda, como el protagonista de un cuento del italiano Gianfranco Straparola (1553), del que se decía que estaba «tan gordo que su carne parece la de un tocinillo», y que hace creer a un vecino envidioso que su secreto era haberse amputado los testículos.
Revolución calórica
En las mujeres, la apariencia rolliza también era vista favorablemente. En un célebre poema amatorio francés del siglo XIII, el Roman de la Rose, las mujeres bellas eran las de carnalidad exuberante, mientras que la flacura se asociaba con la avaricia y la tristeza, representadas ambas con figuras de «mujeres horripilantes e ictéricas, sucias y feas, tan entecas y enclenques que parecían estar muertas de hambre, como si hubiesen vivido sólo de pan mojado».
Le Ménagier de Paris, una suerte de tratado popular sobre la vida doméstica del siglo XIV, encarecía con manifiesta misoginia «los hermosos lomos y las ancas poderosas» de los equinos y las muchachas.
En los siglos XVI y XVII se mantuvo la visión de la gordura como un signo de estatus elevado. Por ejemplo, el moralista francés Jean de La Bruyère incluyó en su libro Los caracteres las semblanzas de dos personajes contrapuestos. Uno, Gitón, «tiene el cutis fresco, la cara llena y las mejillas colgantes, la mirada fija y segura, los hombros anchos, el pecho elevado, el andar firme y decidido». El segundo, Fedón, «tiene los ojos hundidos, la tez marchita, el cuerpo delgado y la mirada seca». El primero es rico, y el segundo, pobre.
En parte, tales ideas eran el resultado de la alimentación de las clases altas, en la que tenían gran peso las carnes. En su tratado sobre la nobleza, publicado en 1606, Florentin Le Thierrat afirmaba: «Nosotros comemos más perdiz y carnes delicadas que ellos [los que no pertenecen al estamento nobiliario] y ello nos da una inteligencia y una sensibilidad más agudas».
A esto se sumó la difusión de condimentos de alto contenido calórico como el azúcar, que fue sustituyendo a las especias que dominaron en la Edad Media. Como ha observado el historiador de la gastronomía Jean-Louis Flandrin: «Los hombres de los siglos XVI, XVII, XVIII y XIX han tendido a elogiar a las mujeres de carnes “suculentas”, de amplias caderas y seno abundante.
Sería sorprendente que esto no tuviera ninguna relación con el hecho de que a partir del siglo XVI el azúcar, la mantequilla y las salsas grasas reemplazaron, en la dieta de las élites sociales, los aliños ácidos y picantes». En efecto, el sobrepeso femenino, símbolo de salud, bienestar y atractivo sexual, fue ensalzado por numerosas imágenes pictóricas, como las realizadas por el famoso pintor flamenco Peter Paulus Rubens (1577-1640).
En The Maiden Queen, el escritor inglés John Dryden (1613-1700) ponía en boca de una dama: «Yo estoy decidida a crecer gorda y parecer joven hasta que cumpla los cuarenta y después desaparecer del mundo con la aparición de la primera arruga...».
La opinión de la Iglesia
La gordura, sin embargo, no estaba siempre bien vista. Para empezar, desde la época de san Agustín y Gregorio I (siglos V-VI), la Iglesia condenaba la gula como un pecado capital y ejercía un control sobre la dieta de la población, especialmente durante la Cuaresma, los cuarenta días de ayuno y abstinencia sexual que sucedían al Carnaval, cuando lo graso se oponía a lo magro en un combate paradójico entre la alegría de vivir y la tristeza penitente.
En el imaginario colectivo de la época, comer abundantemente, y sobre todo mucha carne, era una fuente de energía física y de placer, pero también de pecado. Es significativo a este propósito que en el siglo XVI católicos y protestantes se reprocharan mutuamente su voracidad alimentaria: Lutero, por ejemplo, había pasado a ojos de los católicos de joven esbelto a hombre grueso y abotargado, mientras que el reformador alemán dirigía a los monjes católicos críticas como ésta: «Monjes, no sois más que holgazanes, panzudos, verdaderos toneles de Baco; Dios es testigo, sois la más espantosa de las pestes».
Por otra parte, la medicina de la época advertía contra los riesgos de la gordura inmoderada. Los médicos la atribuían al exceso de agua, flema o gases, y como remedio proponían expulsar esos «malos humores» con sangrías, purgantes y sustancias astringentes como el vinagre. Un médico francés del siglo XVII, Guy Patin, observaba que los habitantes de París «hacen ordinariamente poco ejercicio, beben y comen mucho y se vuelven muy pletóricos», con lo que se arriesgaban a morir de repente de apoplejía.
Patin, como la mayoría de médicos de su tiempo, imaginaba que el exceso de grasa calentaba la sangre y que ésta, al subir al cerebro, podía ocasionar un ataque o enfermedad mortal. La solución más drástica era realizar sangrías frecuentes y abundantes para aliviar la presión, pero también se aconsejaba adelgazar haciendo dieta o ejercicio. Por ejemplo, de la reina Catalina de Médicis se decía que «come mucho, pero después busca remediarlo haciendo mucho ejercicio corporal».
Otra solución era trasladarse a una región cálida que facilitara la expulsión de los humores. Esto último también podía operar en sentido inverso, pues se creía que la humedad ambiente penetraba en el cuerpo y hacía engordar. La marquesa de Sévigné afirmaba: «Con el aire de aquí, basta respirar para engordar».
Obesidad y belleza
Por último, los cánones de belleza de la época, aunque repudiaban la delgadez extrema, no dejaban de ensalzar las siluetas esbeltas y elegantes. La moda tendía a lo ajustado, especialmente la femenina, con la difusión de fajas, corsés y corpiños que estrechaban la cintura. Instintivamente se buscaba un justo medio entre lo demasiado gordo y lo demasiado delgado. Ahora bien, si había que elegir se optaba por lo más corpulento.
Así lo hacía el médico Jean Liébault en un tratado de 1572, en el que al tratar de las recetas para «adelgazar el cuerpo demasiado gordo» escribía: «No hay que pensar que los cuerpos demasiado delgados o demasiado gordos son bellos. [...]. Si la dama es gorda en todo su cuerpo [...] será bueno buscar todos los medios para adelgazarlo [...]. Entiendo por adelgazar reducirla en una corpulencia moderada que no sea demasiado gorda ni demasiado delgada; pues, a decir verdad, en comparación, la obesidad es más apropiada para la belleza que la delgadez».