El 9 de noviembre de 1540, una flota compuesta de dieciséis naves –entre galeras, galeotas, fustas y bergantines– tomó tierra en Gibraltar, en un punto denominado La Caleta (hoy Catalan Bay). A bordo iban más de mil cristianos, obligados a servir como remeros, y unos dos mil musulmanes, entre marineros y soldados. Procedían de Argel y formaban una expedición de corsarios berberiscos que llegaban con el propósito de saquear la ciudad que Isabel la Católica llamó la llave de España. Entre los asaltantes había un número considerable de renegados –personas nacidas como cristianas que, por diversas circunstancias, se habían convertido al Islam– así como moriscos, musulmanes españoles que habían huido del acoso que sufrían en la Península. Una avanzadilla entró en Gibraltar; iban vestidos como cristianos y pasearon tranquilamente por las calles de la villa, compraron en el mercado... En realidad, su propósito era auscultar el estado de las defensas de la ciudad. Luego, volvieron a las naves con el mensaje que todos esperaban: Gibraltar no se encontraba en alerta. Mientras tanto, los guardas del Peñón habían descubierto la enorme flota, pero cuando preguntaron quién va, unos renegados españoles les respondieron en perfecto castellano que pertenecían a la tripulación de las galeras de España que protegían la costa. Los guardas les creyeron sin sospechar nada.
Al día siguiente, al amanecer, todos los corsarios se lanzaron sobre la ciudad por sorpresa. Cuando las autoridades los descubrieron y llamaron a rebato mediante el tañer de campanas, cientos de piratas recorrían ya las calles de Gibraltar saqueando y secuestrando. Los cronistas narran la «cabalgada» –así se denominaban los ataques corsarios contra ciudades de la costa– como un rosario de pequeñas escaramuzas. Una vez las fuerzas españolas se reorganizaron, los corsarios no se enfrentaron directamente a ellas. Nunca lo hacían. Permanecieron en la ciudad cuatro horas, robaron con tranquilidad en decenas de casas y secuestraron a setenta personas, casi todas mujeres y niños. Habían conseguido su objetivo.
Incidentes como éste fueron habituales en la costa española durante todo el siglo XVI, paradójicamente el siglo de mayor poder militar y político de la monarquía hispánica. Tales episodios eran la consecuencia de la existencia de varias ciudades corsarias en Berbería, la región del norte de África que hoy denominamos Magreb. Como dijo Cervantes en La ilustre fregona en relación a un pueblo gaditano, Zahara: «Toda esta dulzura que he pintado tiene un amargo acíbar que la amarga, y es no poder dormir sueño seguro sin el temor de que los trasladen en un instante de Zahara a Berbería».
La plaga de los corsarios
Los historiadores seguramente no han tenido en cuenta lo suficiente las consecuencias de estos saqueos corsarios, porque estas guerras de «baja intensidad» suelen ocupar las acotaciones al margen de los manuales. Pero el cronista Francisco López de Gómara opinaba de otra manera, precisamente en esta década de 1540: «Menos sangre española vertieron los árabes en la destrucción de toda España cuando por fuerza de armas la ganaron, que los corsarios que en nuestros tristes tiempos han robado nuestros mares; más prisioneros y más cautivos han llevado de nuestra España los corsarios de cuarenta años a esta parte que en ochocientos años antes».
Aunque muchas ciudades norteafricanas contribuyeron a este estado de cosas, la más destacada de todas fue sin duda Argel, no sólo por el gran número de corsarios que acogió y su enorme actividad a lo largo de casi tres siglos, sino también por el modelo de sociedad que forjó. El comienzo de ese curioso experimento histórico se sitúa en 1516, cuando, a la muerte de Fernando el Católico, las autoridades de Argel creyeron llegado el momento de sacudirse el yugo de la Corona española, de la que eran vasallos, y para ello llamaron a Oruch Barbarroja, un pirata de origen griego-turco que desde hacía años operaba en el Mediterráneo occidental. Barbarroja no era un cualquiera: disponía de una importante flota y había protagonizado abundantes hazañas; en una ocasión capturó incluso una flota pontificia. Llegado a Argel, Oruch no sólo expulsó a los españoles, sino que mató al jeque argelino (según algunos, con sus propias manos) y se apoderó de la ciudad.
En el ambiente de anarquía e inestabilidad característico de Berbería, aquel golpe de Estado podía haber supuesto una conjura de palacio más. Pero la aventura de los Barbarroja tuvo éxito y un largo recorrido. Aunque Oruch murió en uno de los contraataques de los españoles por recuperar Argel, su hermano Hayreddín terminó el trabajo. Primero se sometió al vasallaje del Imperio otomano, con lo que logró la protección del sultán frente al emperador Carlos V. Luego extendió su poder por la costa en torno a Argel y por el interior, para dominar a las tribus bereberes. De este modo, gracias a su labor y a la de sus sucesores, se configuró un verdadero reino, origen de la moderna Argelia.
Ello plantea la pregunta de cómo fue posible que un puñado de aventureros, con una flotilla menor en el contexto europeo, consiguieran consolidar un Estado a las puertas de la misma España en la época de su máximo poder, y se convirtieran en una auténtica pesadilla para sus barcos y sus costas durante los siglos XVI y XVII. Porque, además, Turquía nunca defendió activamente a su supuesta vasalla, que durante la mayor parte de su historia gozó de una gran autonomía interior y también exterior. Podría decirse que tres fueron las razones principales del éxito de Argel: la actividad de sus corsarios, la presencia de los jenízaros y el protagonismo de una casta peculiar: los renegados cristianos convertidos al Islam.
Jenízaros y renegados
Consciente de su inferioridad frente a España, lo primero que solicitó Hayreddín a la Sublime Puerta en el momento en que le rindió vasallaje fue una partida de sus soldados de élite: los jenízaros. Este cuerpo militar con fama de invencible estaba compuesto por los niños que los países cristianos ocupados por los otomano debían entregar anualmente como impuesto. Estos niños se educaban en la más absoluta lealtad al sultán y la mayoría, aunque no todos, seguían la carrera de las armas. Eran, pues, un instrumento militar de confianza para los sultanes. Los jenízaros enviados a Argel consiguieron durante los primeros años someter a los habitantes bereberes autóctonos, llamados en las fuentes moros. A partir de 1560, los arráeces argelinos –capitanes de barco o rais– aceptaron que participaran en las expediciones corsarias, a las que aportaron una fuerza decisiva en todas las batallas cuerpo a cuerpo. Con el tiempo, el cuerpo de jenízaros de Argel dejó de provenir del impuesto turco en niños y se aceptaron adultos autóctonos, aunque mantuvieron siempre sus hábitos de austeridad y disciplina, y, con ello, toda su eficacia guerrera.
Sin embargo, el grupo social más original del reino corsario de Argel, el que constituyó su raíz, su naturaleza y la razón de sus éxitos, fue el de los renegados: personas nacidas como cristianos y convertidas al Islam. Los renegados fueron la casta dominante de Argel, por encima de los turcos de la metrópoli, los llamados chacales, y, desde luego, de los moros autóctonos, que se veían discriminados. Su origen era diverso. Hubo algunos aventureros de religión protestante u ortodoxa que, siendo ya adultos, se convirtieron al Islam por pura ambición, atraídos por las oportunidades del reino corsario. Pero esto no fue lo normal. La mayor parte de renegados la formaron los propios cristianos capturados y esclavizados por los corsarios en sus razias; cautivos que, al renegar del cristianismo, buscaban obtener un mejor trato y evitar que los condenaran a servir como galeotes. Muchos de ellos, con el tiempo, lograron ganar la libertad e integrarse en la sociedad argelina como uno más de sus miembros.
Aun así, la fuente más eficaz de sangre nueva en el mundo corsario fueron los niños capturados en alguna de las «cabalgadas» en las costas cristianas, a los que se convertía al Islam y luego se los educaba, igual que a los jenízaros, en la obediencia a su captor, que se convertía en un auténtico padre y patrón. La educación consistía en una rápida islamización y en la instrucción en los oficios a los que se les quisiera destinar. Si sus «padres» eran corsarios, ellos también lo serían. Por eso venían a trabajar a los barcos, en los que pasaban por todos los grados de formación hasta convertirse, cuando reunían los méritos suficientes, en arráeces. Era éste un instrumento humano perfecto para el corso.
La eficacia corsaria
Los renegados fueron el alma de Argel, y también su principal ventaja. Si se habían convertido cuando eran adultos, conocían a la perfección sus países y sus costas de origen, hablaban la lengua local y, como hemos visto en Gibraltar, contribuían como nadie en los ataques a las poblaciones cristianas. Los que habían sido capturados en su infancia, por su parte, habían sido educados desde tierna edad para su cometido y se habían seleccionado cuidadosamente entre los más aptos. En una sociedad de oportunidades como Argel sólo los mejores escalaban a los puestos más altos.
Otro elemento que explica el éxito de la actividad corsaria de los marinos de Argel son sus naves. Mientras que las galeras cristianas tendieron a hacerse más grandes y a llevar una artillería cada vez más poderosa, hasta convertirse en verdaderas fortalezas flotantes, las galeotas argelinas siguieron una evolución contraria: eran pequeñas en comparación con las galeras cristianas, destacaban por su maniobrabilidad y ligereza, y prescindieron de la ornamentación innecesaria y también de la artillería, pues rara vez cargaron con poco más que un falconete en proa. Esto último es típico de los piratas de toda época y lugar, pues la artillería hunde un barco cuando el fin del pirata es capturarlo. Los corsarios usaban sólo fusiles o armas blancas, y buscaban la sorpresa y las tretas de toda índole: disfraces, falsas banderas, emboscadas… Trucos éstos en los que la doble naturaleza de los renegados funcionaba a las mil maravillas.
Pero el mayor impacto de los piratas berberiscos sobre la España del siglo XVI no se registró en el mar abierto, sino en sus costas. Una de las ventajas de las galeotas frente a los barcos del tipo nao estribaba en su capacidad de alcanzar fácil y rápidamente las playas. Su escaso calado les permitía acercarse hasta la misma arena sin necesidad de utilizar esquifes, o botes de aproximación; podían, así, desembarcar con celeridad y luego embarcar después de un ataque con igual o mayor rapidez, escapando a la probable persecución de varias poblaciones puestas en pie de guerra.
Los cautivos, principal botín
El principal objetivo de los corsarios berberiscos eran los cautivos. Sus expediciones rara vez se ensañaban con las víctimas (aunque se dieron casos) porque se orientaban al secuestro y a la obtención de un rescate. Los corsarios solían cobrar los rescates en la misma costa española, unos pocos días más tarde del asalto. Si la negociación tenía éxito, unos recuperaban la libertad y los otros se iban con el dinero. Pero si no se llegaba a un acuerdo, entonces los cautivos eran llevados a los famosos «baños» de Argel, los presidios a los que, entre muchos otros, fue arrojado Miguel de Cervantes en 1575. Allí esperaban a que vinieran a pagar su rescate o los vendieran en el mercado de esclavos. Los precios variaban según la clase y los posibles de los familiares, pero también según la edad o el sexo. Los niños rara vez se canjeaban, pues ya hemos visto el interés de los corsarios en la reproducción de su sistema; representaban una inversión y una importante garantía de futuro para el corsario y, si se vendían, era a unos precios exorbitantes.
Resultaba aún más difícil que se vendiera a las mujeres, sobre todo si eran jóvenes. Decididos a quedarse con ellas, los corsarios las trataban siempre exquisitamente, hasta el punto de que los tripulantes de un navío cristiano a punto de ser asaltado les rogaban que guardaran sus alhajas entre sus ropas. La razón de este comportamiento no era tanto sexual como racial: los corsarios renegados argelinos odiaban a las moras, a las que a lo sumo aceptaban como concubinas, porque socialmente sólo se aceptaba el casamiento con renegadas y, a ser posible, de su mismo país. No es de extrañar que durante el siglo XVI se prohibiera incluso la venta de mujeres y, cuando ésta se permitió, que su precio fuera aún más elevado que el de los niños.
El final de la piratería
En el siglo XVII cambiaron mucho las cosas. El Mediterráneo dejó de ser el centro del mundo, y el eje de la riqueza y el poder fue basculando hacia el mar del Norte. A resultas de esto, los corsarios también llevaron progresivamente su campo de operaciones hacia el Atlántico. Ello trajo consigo otros cambios. Para empezar se abandonó prácticamente el barco tipo galera y se optó por el de alto bordo, más apto para hacer frente a las tormentas del Atlántico. Esta elección debilitó la capacidad de los corsarios argelinos para invadir las poblaciones costeras, por lo que los pueblos españoles sufrieron mucho menos. En cambio, los barcos pasaron a ser la presa preferida de los corsarios. También cambió la composición nacional de los renegados, que de ahora en adelante se enriqueció con gentes procedentes del norte de Europa. No deja de ser curioso que por aquella época no pocos corsarios argelinos fueran de origen y aspecto germánico, como ingleses u holandeses.
En el siglo XVIII se produjo una rápida decadencia de la piratería berberisca. Apartada España de la primera fila del tablero mundial, los argelinos resultaron bastante molestos para todos, un residuo de otra época en la que habían resultado útiles a diversas potencias –turcos, franceses, ingleses y holandeses– como contrapeso del poder español. Ahora ya no eran sino una molestia y sufrieron un acoso cada vez más duro. Pero resistieron mal que bien todavía durante décadas, hasta que Francia decidió ocupar el país en 1830.
Para saber más
Corsarios berberiscos. Ramiro Feijoo. Belacqva, Barcelona, 2003.
La trata de esclavos cristianos. J. A. Martínez Torres. Anaya, Madrid, 2011.