A lo largo de la Edad Moderna, cuando un político caía en desgracia solía deberse a que había perdido el favor del monarca o la influencia política; rara vez a las irregularidades económicas que hubiera podido cometer, lo que hoy denominamos corrupción. En Europa tardaron mucho en consolidarse unos principios mínimos de probidad en el manejo del dinero público. Es cierto que ya en la Edad Media, en el seno de los grandes monasterios se elaboraron normas sobre la correcta gestión del patrimonio de las órdenes religiosas, y la dilapidación por parte del administrador comenzó a ser corregida como un comportamiento no virtuoso, que causaba perjuicios a la comunidad. Estas objeciones morales ante la mala administración económica acabaron trasladándose progresivamente a los oficiales del erario de las monarquías. Pero no se creó una codificación legal minuciosa que evitara las tentaciones de defraudación.
Sólo a partir del siglo XIX, con la consolidación de los regímenes liberales, tomó forma un marco jurídico que persiguió esas prácticas de manera sistemática.
Vidas de lujo y opulencia
La razón de que la corrupción no estuviese especialmente mal vista se halla en las características de las sociedades y los Estados del Antiguo Régimen. Por un lado, en las monarquías absolutas los reyes no rendían cuentas a nadie y disponían libremente de los fondos públicos para retribuir los servicios de la creciente burocracia o recompensar generosamente a sus fieles. Así lo hicieron especialmente con los privados o validos, hombres de confianza de los reyes que se encargaban del gobierno y que recibieron enormes dádivas.
Además, todo personaje influyente estaba destinado a llevar un tren de vida oneroso hasta el extremo. Los sectores sociales más ricos y privilegiados –la aristocracia, la burguesía ennoblecida o el alto clero– debían asumir unos gastos enormes para mantener su prestigio social. Cuando alguno de ellos alcanzaba un puesto político elevado se veía presionado para llevar una existencia lujosa, a la vez que estaba obligado a retribuir a sus familiares y allegados para proporcionarles también ese estatus de reputación social. Esto hace que resulte sumamente complicado deslindar en el comportamiento de un ministro la codicia personal de lo que era la necesidad social que implicaba su cargo.
La justicia, pues, intervenía raramente en los casos de corrupción, pero a cambio quedaba el recurso a las críticas y las denuncias por los escándalos que estallaban recurrentemente. Los ejemplos son incontables. En la España del Siglo de Oro causaron sensación las corruptelas de Francisco de Sandoval y Rojas (1552-1623), duque de Lerma, valido de Felipe III. El hombre más poderoso del reino amasó una fortuna personal ingente gracias a malversaciones, fraudes contables, nepotismo o las especulaciones urbanísticas que llevó a cabo aprovechando el traslado de la corte de Madrid a Valladolid.
También fueron sonados los casos de otros secuaces de Lerma, como Rodrigo Calderón, marqués de Siete Iglesias, sobre el que el duque logró hacer recaer sus culpas y que fue decapitado tras un juicio en 1621, o el catalán Pedro Franqueza, conde de Vilallonga. El hijo de Lerma, el duque de Uceda, que sucedió a su padre como favorito del rey, estuvo implicado en escándalos similares. Este entramado acabó cuando los Sandoval perdieron influencia en la corte con la entronización de Felipe IV. El nuevo privado, el Conde-Duque de Olivares, apoyó un proceso que condenó al duque de Lerma a pagar al erario real 72.000 ducados anuales, incrementados con los atrasos debidos por sus dos décadas de privanza.
Corrupción por doquier
En Inglaterra, un poderoso implicado en casos de corrupción fue George Villiers (1592-1628), primer duque de Buckingham. Hizo una carrera fulgurante en la corte de Jacobo I, con quien se dijo que mantuvo una relación sentimental, y se hizo imprescindible también para el sucesor en el trono, Carlos I. El duque amasó un patrimonio personal enorme aprovechándose de sus responsabilidades, mediante la creación de nuevos tributos y la venta de cartas de privilegios, al margen de la aceptación de sobornos. Sin embargo, la encuesta que le abrió en 1621 el Parlamento inglés por la proliferación de denuncias no prosperó. Las responsabilidades recayeron sobre uno de sus hombres, el famoso filósofo Francis Bacon, por entonces Lord canciller del Tesoro, quien fue inmolado por Buckingham. Bacon renunció a sus cargos y debió asumir penas económicas y la proscripción social. Víctima de las intrigas cortesanas, Buckingham acabó asesinado en 1628. Hábil en desviar acusaciones, su fama quedó preservada para la posteridad, pues fue el primer inglés no perteneciente a la familia real enterrado en la abadía de Westminster, al lado de Jacobo I.
Pero es la Francia del siglo XVII la que se ha convertido en ejemplo de las relaciones peligrosas entre riqueza y poder. Los suntuosos castillos del Loira, joya del patrimonio arquitectónico francés, fueron construidos en gran parte por poderosos hombres de gobierno, administradores de tributos y del patrimonio de la corona, cuyas fortunas se forjaron en el manejo turbio de oficios y beneficios de la monarquía.
El poderoso Mazarino
El gran político de la época, el cardenal Julio Mazarino (1602-1661), primer ministro de Francia, ha pasado a la historia por su proverbial codicia. En palabras de la reina Ana de Austria, la avidez del favorito parecía no tener límites: «¿No abandonará jamás esa sórdida avaricia? ¿Estará siempre insatisfecho y no quedará saciado de oro y dinero?». «Estaba tan aferrado al dinero que cometió bajezas indignas de su rango. Lo vendía todo, oficios y beneficios, y hacía comercio con todo» , escribió un memorialista por entonces.
El «tirano de rojo», como se lo llamaba por su hábito cardenalicio, fue el particular más rico que existió en todo el Antiguo Régimen europeo. Su patrimonio equivalía a los fondos del Banco de Ámsterdam o a casi el seis por ciento de los ingresos anuales de Francia entre 1651-1660. Expresado de un modo ciertamente brutal, 300.000 súbditos franceses vivieron y trabajaron sólo para enriquecer al cardenal. Mazarino hizo del patrimonio del reino su propia fortuna, a despecho de todas las críticas hacia su persona o las sospechas sobre su gestión. A cambio, juntó una inmensa fortuna, pero también una biblioteca de 50.000 volúmenes y 400 manuscritos, así como una espléndida colección de arte. Mantuvo en servicio propio una red de cómplices distribuida por toda Francia. Fueron estas «criaturas» del cardenal las que gobernaron la Francia victoriosa de la época.
En contraste con las prevenciones que hoy puede suscitar la corrupción, en otros siglos se la consideraba un instrumento imprescindible en el ejercicio del poder y no suscitaba demasiadas angustias morales. Ni tan siquiera el emblemático Mazarino fue consciente de haber cometido nada ilícito. En sus últimos días, mientras en camisón pedía que cambiaran de lugar algunos cuadros de su galería de pinturas, se lamentaba con dolor, y sin atisbo de sarcasmo: «¡Hay que despedirse de éste! ¡Y también de éste! ¡Con lo que he sufrido para adquirir estas cosas!»