Moda y costumbres

Cómo se peinaban las mujeres en la antigua Roma

A diferencia de la época republicana, desde el reinado del emperador Augusto, las damas romanas se teñían y rizaban el cabello y también lucían peinados cada vez más llamativos, espectaculares y complejos, realizados por profesionales de la peluquería: las ornatrices.

Grupo de mujeres romanas en el interior del tocador de una matrona. Óleo por Juan Giménez Martín. Siglo XIX. Museo del Prado, Madrid.

Foto: PD

Cierra, atasca la puerta de tu habitación. No muestres la obra aún burda e imperfecta". Esto aconsejaba Ovidio a las matronas romanas de la época de Augusto, quienes, ocultas en su cámara y ayudadas por sus sirvientas, se preparaban para mostrarse en público, ocultando sus defectos y realzando sus encantos mediante toda clase de artificios: tintes, pelucas, postizos, peines, agujas para el pelo, aceites perfumados, blanqueadores de dientes...

Para las mujeres romanas, el maquillaje, la perfumería y el peinado eran el último paso de la higiene cotidiana. Primero se lavaban brazos y piernas, pues el resto del cuerpo se limpiaba, por lo general, cada nueve días, coincidiendo con los días de mercado, las nundinae; se blanqueaban los dientes con soda, bicarbonato o incluso con orina; se depilaban, y, por último, se entregaban a la elaboración de un peinado más o menos complejo. Éste solía ser una copia de los que lucían las grandes damas de la aristocracia romana o bien adaptaciones personales que favorecían la forma del rostro. El mismo Ovidio escribía en su Arte de amar: "Que cada una elija el [peinado] más apropiado consultando a su espejo. Una cara alargada pide cabellos separados sobre la frente y sin adorno [...]. Una cara redonda estará mejor con un pequeño copete sobre la frente, dejando libres las orejas. Otra dejará flotar los cabellos sobre sus hombros, como Febo cuando toca la lira; o los anudará por detrás al estilo de Diana cazadora".

Rizos para las casadas

Durante la infancia y la adolescencia, las jóvenes romanas llevaban sus cabellos al natural, lisos o rizados. Separados por una raya central, solían recogerlos en un nudo en la nuca o los trenzaban en torno a la cabeza. Para el día de la boda se reservaba un peinado especial, de tradición griega y etrusca: se dividía la melena en seis partes (sex crines), ligadas por cintas, que se recogían en un moño alto y puntiagudo llamado tutulus. Durante la ceremonia nupcial, el futuro esposo partía las sex crines con la punta de una lanza, la hasta coelibaris, y la novia, con el cabello desatado, cubría su rostro con un velo de color azafrán, el llamado flammeum. Con el tiempo, este tipo de peinado quedó reservado a la flamínica, sacerdotisa que simbolizaba el matrimonio sagrado.

Durante la infancia y la adolescencia, las jóvenes romanas llevaban sus cabellos al natural, lisos o rizados.

Fresco del siglo I a.C. procedente de la Villa de los Misterios, en Pompeya, en el que muestra a una joven con un vestido amarillo nupcial arreglándose el cabello mientras un cupido sostiene el espejo.

Convertidas en dominae, señoras de la casa, las mujeres romanas ya podían cambiar a su antojo el color y la forma de sus cabellos. Desde la llegada a Roma de las primeras cautivas germanas se puso de moda el pelo rubio y brillante. Para cambiar el color negro o castaño de la melena recurrían a tintes o a pelucas postizas de pelo natural montado sobre una fina piel de corzo. Estas pelucas estaban a la venta "ante los ojos de Hércules y del coro de las Musas en el Campo de Marte", según informa Ovidio, es decir, en el circo Flaminio.

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Tintes de importación

Para teñirse, las mujeres podían recurrir a diversas preparaciones llegadas de diferentes partes del Imperio. La más común era la pila mattiaca, procedente de la ciudad de Mattium (actual Marburgo), que daba al cabello un color rubio encendido, a veces potenciado con polvos de oro espolvoreados por encima de la cabeza. Se la conocía también como spuma batava o sapo, y se trataba de un compuesto de sebo de cabra y de ceniza de haya en forma de jabón sólido o líquido. Para teñir el pelo de rojo se hacía uso de la henna, una sustancia vegetal procedente de Egipto y de las provincias orientales. Se importaban también los indici capilli, cabellos negros de la India, ideales para ocultar las canas.

Para teñirse, las mujeres podían recurrir a diversas preparaciones llegadas de diferentes partes del Imperio.

Además de cambiar el color del pelo era posible convertir una cabellera lisa en una melena rizada y repleta de tirabuzones. Para ello se recurría al calamistrum, un instrumento formado por dos tubos: uno hueco de metal, que se calentaba al fuego, y otro de menor tamaño en el que previamente se enrollaba el pelo que se quería rizar y que se introducía en el interior del tubo caliente. En muchos casos, el uso continuo de tintes abrasivos y del calamistrum estropeaba sin remedio el cabello.

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El imperio de la moda

Para acomodar los mechones y las trenzas en moños o en círculos alrededor de la cabeza o para ajustar los postizos había que utilizar agujas para el cabello (acus crinalis), fabricadas en madera, hueso, marfil o metal. Al estar, por lo general, huecas en su interior podían rellenarse de perfumes, aceites o incluso de veneno. Servían también como arma ofensiva. En una ocasión Fulvia, la mujer de Marco Antonio, arrancó una aguja de su cabellera y, sujetando la cabeza cercenada de Cicerón, le atravesó la lengua en mitad del Foro.

Para acomodar los mechones y las trenzas en moños o en círculos alrededor de la cabeza o para ajustar los postizos había que utilizar agujas.

Fresco del siglo I a.C. que muestra a una mujer mirándose al espejo mientras se trenza el pelo. Museo Arqueológico Nacional, Nápoles.

Foto: Cordon Press

Durante los primeros cinco siglos de la República, los peinados femeninos eran muy sencillos, pues los tintes y rizadores se consideraban propios de cortesanas y extranjeras. Las mujeres casadas salían a la calle cubiertas por un velo. Sin embargo, la moda y los gustos cambiaron en los primeros años del Imperio y los peinados, ahora al descubierto, se multiplicaron hasta el infinito. "Tal como no se pueden contar las innumerables bellotas de una frondosa encina, ni las abejas sobre el Hibla o sobre los Alpes las fieras, así tampoco puedo abarcar el número de peinados, pues cada día nace alguno nuevo", escribía Ovidio. El peinado "tipo Octavia", caracterizado por un tupé frontal (nodus) y dos trenzas laterales anudadas en la nuca, fue el primero típicamente itálico. Lo adoptaron, además de Octavia (la hermana de Augusto), Livia y Fulvia, mujer de Marco Antonio. En la tercera década del siglo I d.C. apareció el peinado tipo salus, símbolo de elegancia y realeza, que se diferenciaba del anterior principalmente en la acumulación de rizos junto a las sienes.

Durante los primeros cinco siglos de la República, los peinados femeninos eran muy sencillos, pues los tintes y rizadores se consideraban propios de cortesanas y extranjeras.

El gusto por los rizos se fue incrementando durante la segunda mitad del siglo I d.C. En tiempos de Nerón y durante la dinastía Flavia se incorporó el uso de un tupé postizo de rizos que se colocaba a modo de corona en la parte alta de la frente. Se utilizaba una cinta de cuero cubierta de cabello para ocultar la línea de unión entre ambos. El resto de la melena se recogía en trenzas, que se reunían en torno a la cabeza a modo de rosca escalonada (in orbem)."¡Tantas vueltas dan las trenzas sobre su cabeza! ¡Tantos pisos levantan sobre su erguida testa!", cantaba Juvenal a fines del siglo I d.C. En tiempos de Trajano y Adriano, el peinado con tupé frontal de rizos alcanzó el grado más elevado de artificiosidad y la rosca trasera, compuesta por numerosas trenzas y postizos, se convirtió en una especie de turbante.

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Una pareja tocada con sendas pelucas. Estatua de piedra caliza. Dinastía XIX.

Pelucas, tintes y extensiones en el antiguo Egipto

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El cristianismo, contra la moda

Para levantar todo el andamiaje de cabellos y para ajustar debidamente cada rizo y bucle que adornaba la cabeza, las matronas de las familias más ricas contaban con algunas sirvientas expertas en peluquería, las ornatrices. Según el jurisconsulto Marciano, para aprender el oficio era necesario acudir a un maestro peluquero durante al menos dos meses.Al menor fallo o si la señora no quedaba satisfecha con su aspecto, era frecuente que sufrieran malos tratos, tal como refiere Ovidio: "Por nada la araña y le arranca de las manos los alfileres del pelo y se los clava rabiosa en los brazos; y aquella peina y maldice a la patrona y al mismo tiempo, sangrando, llora sobre los odiados cabellos".

Para ajustar debidamente cada rizo y bucle que adornaba la cabeza, las matronas de las familias más ricas contaban con algunas sirvientas expertas en peluquería, las ornatrices.

Relieve del siglo I a.C. que muestra a una matrona romana atendida por sus esclavas mientras una ornatrix le arregla el cabello. 

Foto: Cordon Press

Los Padres de la Iglesia criticaron duramente la adopción por los cristianos de estos artificios, propios del mundo pagano. Clemente de Alejandría, por ejemplo, censuraba de este modo el uso de pelucas y de postizos: "No adornéis vuestras cabezas santas y cristianas con los despojos de algunas cabezas extranjeras que son quizás impuras, corrompidas y condenadas a las penas del infierno. [...] Todos esos pliegues, todas esas trenzas, esos bucles que ellas enlazan unos con otros, las hacen parecerse a las cortesanas y las afean en lugar de embellecerlas. [...] Todas esas molduras, todas esas redes de formas y colores diferentes con que sujetan y envuelven su cabellera, todas esas innumerables trenzas que entrelazan unas a otras en mil cuidados e invenciones, todos esos espejos de hechura y de materia magnífica, con cuyo servicio componen su rostro y su aspecto para seducir mejor a los que, como niños abobados, se dejan perder por sus encantos engañosos. [...] Todas estas invenciones proclaman su vanidad y su corrupción".

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Reproducen el perfume que usó Cleopatra

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