A principios del siglo XIX, Egipto se convirtió en un concurrido campo de batalla para exporadores, aventureros y excavadores de todo pelaje. De entre todos ellos, tal vez el más famoso sea el imponente Giovanni Battista Belzoni, un antiguo forzudo de feria reconvertido en arqueólogo, que saltó a la fama por algunos de sus impactantes descubrimientos en el país del Nilo, como la entrada a la pirámide de Kefrén en Giza, la tumba de Seti I en el Valle de los Reyes y el magnífico templo hipogeo de Ramsés II en Abu Simbel. Pero no sería Belzoni el único italiano que recorrió Egipto en busca de tesoros. Un tocayo suyo, llamado Giovanni Battista Caviglia, atesoraba sin duda sus mismas ambiciones.
Caviglia había nacido en Génova en 1770 y fue capitán de la marina en Malta. Pero pronto se vio atraído por las oportunidades de negocio que ofrecía el Egipto de aquella época, y en 1816 fue contratado, al igual que Belzoni, por el cónsul británico Henry Salt como "conseguidor" de antigüedades para los museos de Gran Bretaña. En cumplimiento de las directrices de Salt, en 1820 Caviglia empezó a excavar en Menfis, la antigua capital del Reino Antiguo y sede de uno de los templos más importantes de Egipto, el dedicado al dios Ptah.

Perspectiva de la estatua yacente de Ramsés II desde abajo. Se observa la parte superior de sus piernas y el faldellín que viste el faraón.
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Caviglia encuentra a Ramsés II
En aquellos días, las ruinas de Menfis eran un páramo yermo donde nadie imaginaría que pudiera haberse alzado alguna vez una próspera ciudad con edificios monumentales. Mientras exploraba la desolada extensión, Caviglia realizó diversos descubrimientos, entre ellos varias grandiosas estatuas (una de ellas, de Ramsés II, preside hoy la entrada del Gran Museo Egipcio en El Cairo). Aunque uno de los hallazgos más impresionantes que hizo Caviglia durante sus paseos por Menfis fue una colosal estatua de piedra caliza, de unos diez u once metros de largo, que yacía boca abajo. En su día, el coloso debió de haber flanqueado el pilono de entrada del templo de Ptah, peró acabo cayendo de cara, con lo que su rostro no podía verse. Aunque los cartuchos inscritos en ella indicaban que se trataba nada más y nada menos que de uno de los faraones más importantes de Egipto, Ramsés II.
Uno de los hallazgos más impresionantes que hizo Caviglia durante sus paseos por Menfis fue una colosal estatua de piedra caliza, de unos diez u once metros de largo, que yacía boca abajo.

Fotografía de la estatua colosal de Ramsés a principios del siglo XX, cuando aún no se había construido el pabellón que la protege.
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Detalle de la cabeza de la estatua de Ramsés II con un niño sentado sobre ella. Principios del siglo XX.
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Caviglia no disponía de los medios necesarios para levantar la estatua, que pesaba unas cien toneladas, por lo que tuvo que dejarla tal como estaba. Por su parte, conocedor de la avidez de los británicos por la adquisición de antigüedades egipcias, y deseando granjearse su favor, el bajá de Egipto, Mehmed Alí, la ofreció al Gobierno británico, que, curiosamente, no mostró ningún interés en su adquisición. Muy probablemente debido a las dificultades que presentaba su izado y su posterior traslado. Respecto a este hecho, años después, el anticuario y grabador británico Frederick William Fairholt criticaría así la desidia de su país: "Hace muchos años se entregó esta estatua a Inglaterra; pero el Gobierno, que pudo gastarse alegremente 21.000 libras en construir un reloj [el Big Ben] en Westminster, nunca ha sido lo suficientemente rico como para traer desde Egipto ninguna pieza de importancia".
Los bellos rasgos del faraón
Años después, en 1852, el ingeniero y arqueólogo armenio Joseph Hekekyan descubrió la base de la estatua y en 1887 A. H. Bagnold, ingeniero del Ejército Real Británico, logró darle la vuelta. Al fin quedaron a la vista sus hermosos rasgos. La estatua, sin embargo, no estaba completa, le faltaba la parte inferior de ambas piernas, por lo que en origen tal vez llegó a medir unos trece metros. Lo que sí maravilló a quienes pudieron contemplar sus facciones fue la precisión del trabajo de los antiguos artistas egipcios en la cabeza y el torso de Ramsés. El faraón va tocado con la Doble Corona, que lo identifica como Señor del Alto y del Bajo Egipto, y con el nemes, o pañuelo ceremonial. En su frente se yergue el ureo, compuesto por el buitre y la cobra, las diosas protectoras de la realeza. Su musculoso cuerpo está desnudo a excepción de un faldellín o shenti que ciñe su cintura. El rostro de Ramsés esboza una enigmática sonrisa...
El faraón va tocado con la Doble Corona, que lo identifica como Señor del Alto y del Bajo Egipto, y con el nemes, o pañuelo ceremonial. En su frente se yergue el ureo.

Detalle de la mano de Ramsés, donde se aprecia un cartucho con su nombre.
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Fue entonces cuando los británicos empezaron a interesarse por recoger el presente que hacía tanto tiempo les había ofrecido Mehmet Alí. Pero ya era demasiado tarde. La situación política había cambiado, y los egipcios no tenían ninguna intención de incomodar a los franceses, que en aquel momento eran quienes controlaban el contexto arqueológico egipcio. Sir Evelyn Baring, cónsul general y embajador plenipotenciario de Gran Bretaña en Egipto "pidió al Museo Británico que abandonara la petición". A los británicos tampoco les interesaba empeorar las ya de por sí delicadas relaciones anglo-francesas en Egipto. Así, Ramsés II permaneció en su lugar, y hoy en día puede contemplarse en todo su esplendor en un pabellón construido al efecto en el Museo Mit Rahina de Menfis.
El final de Caviglia
Pero ¿qué pasó con su descubridor? Pues Caviglia continuó trabajando en Egipto durante algunos años. Hacia 1835 fue contratado como excavador por el coronel Howard Vyse, tristemente célebre por su gran afición a emplear la dinamita para llevar a cabo sus exploraciones. Ambos hombres chocaron pronto y discutieron airadamente. De hecho, Caviglia acabó abandonando la excavación y arrojó al suelo ante Vyse el anticipo de 40 libras que este le había pagado, envueltas en "una vieja media". Vyse, por su parte, sacó con parsimonia el dinero de su interior y se la devolvió a Caviglia, "con mis mejores deseos". Finalmente el aventurero italiano se retiró a París, donde fallecería diez años después, en 1845.