A finales del siglo XIX se sabía, gracias a la tradición literaria de la Antigüedad, que a lo largo del II milenio a.C. la isla de Creta había acogido un poderoso reino, según Tucidídes incluso un imperio marítimo. Su rey Minos aparecía relacionado con numerosas leyendas, entre ellas la del Minotauro, el monstruo con cabeza de toro y cuerpo de hombre encerrado en un laberinto, al que el héroe ateniense Teseo logró matar. Pero no quedaba a la vista ningún resto de aquel espléndido reino y había quien pensaba que se trataba tan sólo de un mito literario inventado por los griegos. Hasta que los arqueólogos se lanzaron a la búsqueda del legendario palacio de Cnosos, sede del poderío comercial y político de Creta.
El arqueólogo y aventurero alemán Heinrich Schliemann, después de sus aclamados descubrimientos en Troya y Micenas, fue el primero en probar suerte. En 1894 intentó adquirir los terrenos de la colina de Cefala, donde los trabajos previos del arqueólogo Minos Kalokairinos (1874) indicaban que podía hallarse el palacio de Cnosos. Sin embargo, su operación fracasó. En 1900, con la liberación de Creta del yugo turco, Arthur Evans, un brillante arqueólogo inglés, se hizo cargo de las excavaciones hasta unir su nombre para siempre con el del palacio de Cnosos. Si Schliemann dio consistencia histórica a los mitos del ciclo troyano, Evans hizo lo propio con las leyendas sobre el laberinto y el Minotauro.
EMERGE EL GRAN PALACIO
Evans se había formado como estudioso de la Antigüedad en el Brasenose College de Oxford y en la Universidad de Gotinga, y ya había destacado con sus trabajos anteriores sobre los sellos minoicos. Decidido a emprender las excavaciones del palacio de Cnosos, compró las tierras en cuestión y se hizo edificar, junto al yacimiento arqueológico, un palacete de estilo eduardiano que estableció como base de operaciones.
Enseguida, gracias a un trabajo constante y minucioso, fueron saliendo a la luz hallazgos novedosos que habrían de conmocionar a la arqueología y la filología clásicas europeas. En poco más de dos años excavó una enorme extensión de terreno, que le permitió exhumar el laberíntico palacio de Cnosos y sus aledaños, desde la sala del trono, el patio central y la gran escalinata hasta los almacenes y las cámaras de los miembros de la corte, el Pequeño Palacio y la Vía Real. Se descubría, así, un tesoro inmenso de estancias, vasijas y murales coloridos.

Retrato de Evans por William Richmond, Museo Ashmolean, Oxford
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También apareció un gran número de tablillas de barro, más de 3.000, con inscripciones en la antigua escritura minoica, hasta entonces desconocida y todavía sin descifrar. Se trataba del silabario Lineal A, que Evans databa al término de la civilización micénica, en el siglo XV a.C., y que invitaba a profundizar en aquella misteriosa cultura.
El mundo que se desvelaba ante los ojos de la arqueología era minoico y micénico, datado entre los siglos XVIII y XII a.C., y caracterizado por palacios que actuaban como centros de la vida política, administrativa y religiosa. Se cree que desastres como la gran explosión del volcán de la cercana isla de Tera provocaron en torno al siglo XV a.C. la ruina de los centros palaciales minoicos, facilitando la entrada de los micénicos.

Sala del trono del palacio de Cnossos. La extensa reconstrucción que hizo Evans del palacio suscitó numerosas críticas por el uso de materiales modernos como el acero o el hormigón.
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Cnosos se hizo con la hegemonía en la isla, y el control micénico se manifestó en la aparición de otra escritura nueva y diferente, el Lineal B, un silabario usado para escribir el griego micénico. El dominio micénico acabaría uno o dos siglos después, quizá a resultas de una revolución o un ataque exterior.
UNA CULTURA REFINADA
Los trabajos de Evans fueron interrumpidos durante la primera guerra mundial y no se reanudaron hasta 1922, prolongándose hasta 1932. Sus resultados se recogieron en una monumental obra: El palacio de Minos en Cnosos, publicada en cuatro volúmenes entre 1921 y 1935.
Fue mérito de Evans sistematizar los indicios que sobre la civilización minoica habían recopilado arqueólogos anteriores, entre ellos el propio Schliemann, en sus excavaciones de las ciudadelas micénicas en el continente (sobre todo Tirinto y Micenas). Evans demostró que antes del poderío micénico había existido una civilización propiamente cretense, con la que vinculó las leyendas del laberinto, Minos y el Minotauro que siglos después poblarían el imaginario mítico de los antiguos griegos.

Ritón en forma de cabeza de toro hallado en Cnossos. Siglo XV a.C.
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Sus estudios sobre la cultura cretense dibujaban una sociedad refinada y opulenta que rendía culto al toro y que ejercía un dominio comercial absoluto sobre el Mediterráneo sin necesidad de construir murallas para protegerse. Era una visión muy personal del mundo minoico, que investigadores posteriores matizarían.Y aunque su intuición acertó en muchos aspectos, otras de sus actuaciones resultaron polémicas.
Así, la reconstrucción que realizó del palacio de Cnosos, asesorado por el arquitecto Christian Doll, fue muy criticada: se aduce que muchos de los elementos del edificio que hoy puede visitarse fueron levantados sin base arqueológica alguna. Evans pareció guiarse, a veces, por una visión demasiado propia del palacio. Los materiales usados –vigas de hierro, cemento y madera del Tirol– también provocaron muchas críticas, aunque sirvieron para evitar que el edificio sufriera grandes daños en el terremoto que sufrió Creta en 1926.
LOS CONTINUADORES
Evans recibió el título honorífico de caballero del Imperio Británico en 1911, en reconocimiento a sus destacadas investigaciones arqueológicas; su trabajo sentaría unas bases imprescindibles para el estudio de la Creta minoica. Sin embargo, las tablillas cretenses que descubrió, en escritura Lineal B, no fueron descifradas hasta 1956, gracias al conocido libro Documentos sobre el griego micénico, de Michael Ventris y John Chadwick.
Desde entonces, tanto la micenología como los estudios sobre las civilizaciones cretenses han avanzado notablemente, sin olvidar nunca la deuda contraída con el gran Arthur Evans, cuyos hallazgos revolucionaron el estudio de la Antigüedad griega y, en general, de toda la historia del Oriente mediterráneo.